Es habitual que el corazón de la ciencia ficción sea bombeado por una máquina. La tecnología ficticia puede construir una nave, un robot, un portal, hasta un virus o, como en este caso, un DeLorean que viaja en el tiempo. Pero la verdadera máquina de Volver al futuro no es el auto: es la familia. Una familia rota, pero cuya reparación solo puede lograrse viajando hacia el origen, hacia el momento en que todo podría haber sido distinto.
La película-luego-saga creada por Robert Zemeckis y Bob Gale cumple 40 años y sigue siendo una de los más complejos relojitos de aventura, ciencia ficción, comedia y emoción que ha ofrecido el cine. Pero más allá de la nostalgia, Volver al futuro funciona como una reflexión sobre el rol que cada uno ocupa en su narrativa familiar. Como una especie de personaje shakespeareno pop, Marty McFly viaja para que sus padres se enamoren, al igual que Hamlet también es visitado por lo fantástico para que su padre descanse en paz. Solo que, en lugar de fantasmas, en esta historia hay skates y rock como puente entre generaciones. Pero nada impide que la historia vaya más allá aún en la tradición narrativa occidental, porque Marty se transforma también en un Edipo moderno.
Como en las grandes aventuras iniciáticas, el camino del héroe aquí es doble: hacia lo exterior (el viaje, el villano, la acción) y hacia lo íntimo (los vínculos, las decisiones, la herencia emocional). Marty debe hacer que sus padres se enamoren, sí, pero también debe comprender por qué su padre será un adulto derrotado, por qué su madre será alcohólica, y cuál será su propio lugar en la cadena generacional. En esa tensión entre libertad e identidad, entre rebelarse o repetir, aparece el nervio de la historia.
¿Qué preguntas propone aquí la ciencia ficción? No es solo “¿qué pasaría si pudiera volver atrás?”, sino “¿qué versión de mi vida se perdería si no lo hiciera?”. En la novela La máquina del tiempo, H.G. Wells nos lleva al futuro para descubrir el derrumbe de la civilización; Zemeckis y Gale, en cambio, nos llevan al pasado para mostrarnos cómo se gesta el derrumbe personal… y cómo podría evitarse.
La película nos propone una aventura donde la clave no es solo “volver”, sino que agrega el “volver a qué”. ¿Queremos volver al presente de derrota o preferimos modificarlo? ¿Cómo nos vinculamos con nuestras historias familiares, nuestras mitologías privadas? ¿Qué hacemos con los relatos que nos formaron? Volver al futuro es una invitación a revisar esas narrativas privadas, a entender que lo heredado no es destino, y que lo personal también puede ser épico.
El presente es 1985, cuando la cultura estadounidense está completamente atravesada por la era Reagan: el consumo, el culto al self-made man y el retorno a los “valores familiares” que llegaron con la nueva “revolución conservadora” que vino en tándem con el proceso liberal anglosajón de Margareth Thatcher. Marty McFly encarna esa fantasía: es un pibe común, con talento, que logra transformar su historia familiar sin perder nunca el estilo. Lo hace tocando la guitarra, andando en skate y siendo “cool”. La épica personal es posible, nos dice la película. Pero esa reescritura se hace, aunque esté disfrazado, bajando línea. Si bien se traza una parábola de buenos y malos, de arquetipos (el bully, la madre sobreprotectora, el científico loco) como claves para la experiencia emocional, pareciera que el fin al que toda esta aventura arriba como medio, es material: Marty logra que su familia sea exitosa y él consigue la 4×4 que soñaba. Pero cuidado si lo comentan, esta crítica le costó a Crispin Glover no formar parte de la secuela interpretando a George McFly.
El pasado en el film es el de los años 50, cuando el imperio de los Estados Unidos crecía a rabiar instalando la batalla cultural que tendría su gran temporada de cosecha treinta años después. Si El Padrino narra la tragedia de “la familia capitalista”, Volver al futuro narra una suerte de “comedia heroica” de la misma familia.
Sea planificada o simplemente un producto inconsciente de autores que son parte de aquel zeitgeist ochentoso, la voluntad doctrinaria del film está. Marty viaja entre tiempos que se construyen como míticos para lograr el éxito individual, a lo sumo familiar, pero nunca colectivo.
A pesar de eso, Zemeckis y Gale, como Borges y Stephen Hawking, nos llevan en un viaje poético. Nos recuerdan que el tiempo no es lineal y que las leyes del universo tal como las conocemos pueden cambiar. La ficción permite que el espectador se reencuentre con lo más esencial de sí mismo al acompañar a Marty en su vuelta al futuro… pero también en su vuelta al amor, al deseo, al origen. O sea, en ese trayecto, nosotros también viajamos. Y como ese viaje es fantástico, ritual y metafórico, la doctrina se desarma. Es la emoción la que prevalece, no la 4×4. Es el viaje que Joseph Campbell llama “psicoanálisis del mito”, esa estructura arquetípica en la que todos podemos encontrarnos, seamos del país que seamos o estemos en la época que estemos.
Quizás por eso, cada vez que volvemos a ver la película, no lo hacemos solo por la música, por el auto, por la escena del “Johnny B. Goode”. Lo hacemos porque, en el fondo, también queremos volver. No al 85, ni al 55, sino al momento exacto en que empezamos a preguntarnos si era posible ser protagonistas de nuestra propia historia.