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FESTIVALES

FECIVE 2019 | La familia

(Venezuela, Chile, Noruega, 2017)

Guion, dirección: Gustavo Rondón Córdova. Elenco: Giovanni García, Reggie Reyes. Duración: 82 minutos.

…a partir de dos personajes que se miran a destiempo, la película va a tratar entonces de sincronizar esas miradas

Gustavo Rondón

Cuando uno escucha la palabra “familia”, se imagina, al menos en principio, tres personas: un padre, una madre y un hijo o hija; por no hablar de los abuelos. La inclusión de la vida contemporánea nos llevaría a pensar luego en la posibilidad de que sean dos padres o dos madres. Independientemente de esto, pensamos en tres personas vinculadas por lo menos en lo consanguíneo o afectivo. Esto por no hablar de la alusión superficial en el ámbito del cine a La familia (1987) de Ettore Scola, donde eran cuatro los miembros.

Sin que nos lo haga demasiado evidente, pero siempre latente, la familia esbozada por Gustavo Rondón, quien dirige, escribe y co-edita el film; nos sugiere que un grupo filial puede estar conformado por menos de tres personas y donde no tiene que primar el entendimiento, el afecto y, ni siquiera, la ternura. De hecho, la relación entre Andrés (Giovanni García) y Pedro (Reggie Reyes) pasa, en realidad, por la incomunicación, la torpeza y el analfabetismo emocional del que hablaba uno de los personajes de Bergman en Escenas de un matrimonio. La referencia parecería disonante porque los personajes de esta miniserie sueca eran de clase alta y esta familia venezolana es de clase baja, pero ambos son núcleos familiares que, en pocas palabras, no hallan un lugar en el mundo donde viven. En la película de Rondón, incluso, tienen que huir de su apartamento por un accidente elidido en la primera parte, pero que es mostrado con una claridad dolorosa.

Algunos podríamos creer que un venezolano entiende mejor ciertas dinámicas retratadas en la película por ser oriundo de ese país, pero la sensación de que los personajes huyen de algo que los supera es universal. Ellos apenas están sobreviviendo en medio de lo aprendido a golpes y de una rutina citadina que los devora paulatinamente. El guión sugiere esta situación a través de detalles: 1500 Bs es poco y nada para una carrera en taxi*; en vez de usar el grifo, Pedro se lava las manos con el agua de un envase al lado del fregadero (la bacha). Parecen detalles menores para quien desconozca que esta es la realidad efectiva de Venezuela. Y para Rondón son puntos de partida en busca de una impresión de que estamos ante la materia misma de lo inconcluso, de lo incierto que no se cuaja en algo siquiera visible por un instante.

En un momento, Andrés pide por teléfono otro trabajo para el mismo día. “No importa que paguen poco”, responde. La voz de García parece desentonar, pero nunca su cara de desconcierto que no se paraliza. Es un personaje que se mueve por proteger a su hijo, si bien no conoce a fondo las herramientas para educarlo. Es ducho con la lijadora, con el rodillo, intercambiando un par de botellas de whisky sin que nadie lo note. Pero es incapaz de siquiera esbozar una mirada atenta ni un sonrisa para su hijo, muchísimo menos un abrazo.

Reggie Reyes va más allá y tampoco hace de su Pedro un niño obediente. Dicho en venezolano, es un “terremotico”. Intenta escapar dos veces de la protección de su padre. Hay muchísimas menos palabras entre padre e hijo de lo que hay pasos huidizos y silencios prolongados. Hay pataletas que dejan mal parada la pedagogía de Andrés. E incluso el propio padre tarda en aparecer en el apartamento durante la primera parte de la historia, por la paradoja de generar posibilidades de sustento y que, al mismo tiempo, evidencia la soltura de Pedro, sin demasiados líos y con una rebeldía innata. Es en un detalle clave donde Pedro remata la posible pregunta “y dónde está la familia en todo esto”: su amigo.

El conflicto callejero entre ambos amigos y un tercer niño, donde basta la presencia de una pistola para inquietarnos aunque sus consecuencias directas sean omitidas; delata el fácil acceso a la violencia y a las armas en el barrio donde vive esta familia. Pedro alcanza a huir por una casualidad significativa. El amigo de Pedro regresa a casa, mientras que padre e hijo huyen no sin levantar algunas sospechas antes. Durante dos momentos de la huida, Pedro pregunta por su amigo y no obtiene una respuesta clara por parte de su padre. No importa, la tendrá él directamente luego. Y esta decisión de los guionistas hace que el verdadero vínculo provenga de forma colateral, sugerida.

De ahí en adelante, la sensación diluida pero certera de lo inevitable alcanza otro nivel al final. La imagen de Pedro está embargada por tonos azulados que son una constante en la película. El detalle relevante es que ahora esta impresión azul de tristeza está en su rostro, en una mirada que nos grita “y ahora qué”. Para el film no habrá respuesta frente a la violencia pobremente contenida ni la incomunicación, sino una urgencia profunda que agrietó el vínculo familiar y busca rearticularlo.

También es llamativo en la película no sólo como se ve, sino sobre todo la forma como suena Caracas, donde se ambienta gran parte de la historia. Para un venezolano puede ser fácil reconocer las locaciones en el 23 de Enero, urbanización construida en la década de 1950 durante la dictadura del presidente Marcos Pérez Jiménez y diseñada por Carlos Raúl Villanueva como arquitecto consultor; y delimitada por el barrio (villa) Catia. Así, se va reconstruyendo una ciudad repleta de ruidos, amenazas y suspenso a partir del caos urbano vivido por cada espectador. Particularmente el sonido de las motos, recurrente en varias escenas, apelan a la paranoia de una posibilidad casi certera de un robo. Rondón nunca muestra directamente un hurto a mano armada. Basta la convicción de los sonidos para sugerirlo. Bien sabemos quienes hemos sido víctimas de un robo, que estos ocurren en cuestión de segundos y las motos son los vehículos idóneos para ejecutarlos.

Rondón, a fin de cuentas, nos está robando a todos los espectadores de certezas. Los preconceptos que tengamos sobre la familia no sólo están dislocados en esta historia (lo que suele ser el padre ausente, acá es la madre), tampoco es una queja ya que el salario de un segundo empleo simultáneo no alcance. Y peor aún, el asomo de un vínculo emocional (el amigo de Pedro y la madre de éste) es una isla que desaparece. El riesgo más valioso es que dentro de la misma película se plantee, a manera de huida, una reconstrucción parsimoniosa de la relación entre padre e hijo. Probablemente sea esta la única forma de plantear un diálogo de miradas entre ellos (¿y nosotros?): desterritorializados, anhelantes y evadidos.

 

 

© Eduardo Alfonso Elechiguerra, 2019 | @EElechiguerra

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

*Para tener una idea muy general del contexto, es válido saber que la historia se desarrolla en la Venezuela de los últimos años. Para el momento en que fue filmada la historia, en 2015, el sueldo mínimo era de 5000-7000 BsF., según la página www.actualidad-24.com. En el enlace, se puntualiza con más profundidad los salarios mínimos en Venezuela desde 2013.

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