Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Eugenio Montejo
Desde el primer plano general de Taming the Garden (2021) la imagen audiovisual de la naturaleza contextualiza la figura del hombre. Y a medida que transcurre la obra, el diseño aural acentúa la impronta de lo orgánico por encima de la presencia humana.
En esa primera escena con cámara fija suenan las olas del mar. Mientras, dos hombres pescan junto a rocas que los triplican en tamaño. No hay palabras, solo imágenes.
A los pocos segundos surge el motivo que nos convoca al menos según la sinopsis: un árbol recorre con parsimonia las aguas sobre una embarcación. Esta imagen apacible hila las próximas tomas. Aquí parece que solo el recorte del plano hace falta como intervención humana para introducirnos en el ritmo contemplativo al que invita la naturaleza, tanto como cierto cine.
Probablemente por esto mismo la música fuera de plano durante unas tomas posteriores implica un tropiezo del sentido presente también al final de la obra. Apenas a los siete minutos aparecen las primeras palabras entre los obreros que participan en estos traslados.
De todas maneras ese juicio impulsivo frente a lo humano dentro de una coproducción tan imbuida en lo natural pretende algo ilógico: que naturaleza y humanidad pueden estar aisladas. Ambas conviven como dos amantes entre instintos, acuerdos y disputas.
Y hay en escenas posteriores una sugerencia de posesión de la máquina penetrando la tierra. Tal sexualidad de lo masculino entrando en lo femenino está sugerida con planos detalles, también fijos como todas las tomas en la obra, y el efecto sonoro persistente de la máquina.
Esto no llega a plantearse como un erotismo. La fotografía y la puesta en escena buscan sentidos ulteriores y no solo que observemos. Por su parte, la banda sonora diluye la tentación de sobreinterpretar.
Las imágenes previas ya dejaron abiertas otras certezas de sentido: están deforestando los bosques, creando nuevas vías de transporte y comunicación. O más bien están dándose a conocer anécdotas de los trabajadores, la vida de los árboles trasladados o la futilidad de la presencia humana que destroza para reconstruir.
Todos opinan, chismean y sacan conclusiones apresuradas. En cambio, lo que hace la cámara es contextualizar entre planos y contraplanos, animales al fondo y sombras sugerentes. Cada uno de ellos forma el cuadro pictórico junto a los árboles finalmente relocalizados en el nuevo jardín con anclas y guayas a la tierra, como si se tratara de una fiera disecada, en una imagen verdaderamente inorgánica.
Así la directora georgiana prefiere dejar en la ambigüedad el valor ético y moral de lo que hacen los trabajadores y Bidzina Ivanishlivi, ex primer ministro. No es una postura conveniente la suya. De hecho, las reiteradas preguntas de vecinos y lugareños repercuten en la propia realización de estas imágenes. Serviría saber para quién registra esto; para qué oímos y vemos el crepitar y la caída de ramas y troncos. ¿Acaso la puesta en escena a oscuras con verdores de fondo plantea preguntas ecológicas por encima de las individuales y las estéticas?
Salomé, también periodista y reportera, no tiene respuestas absolutas y tampoco le interesan durante esta hora y media. El único jardín domado acá es el social; el espiritual se mantiene inquieto por el diseño sonoro.
Esas variaciones de sentido se entremezclan en la ubicación de los elementos en el plano y en el montaje. Así, las acciones de los obreros son asociables a las de las máquinas. Las palabras de las mujeres ancianas pueden asociarse al vaivén de las olas al inicio o a aquella música aislada. Y los cuerpos de hombres y mujeres son como los troncos de los árboles sacados de raíz. Pero estas asociaciones simbólicas no pueden tomarse tan en serio.
Otra mirada puede irse por el camino de entender qué hacen estos obreros cortando y trasladando estos árboles, a dónde los llevan o de quién hablan. Ahí la contemplación de Jashi, a la que estamos invitados, se asemeja a la labor de Ivanishlivi y su pomposo jardín. Hacer algo más allá de las causas, los objetivos y las opiniones del entorno supera los de un medio cinematográfico o ecológico. Luego, que tales acciones sean equiparables al empecinamiento de Werner Herzog y su Fitzcarraldo (1982) es un sinsabor ineludible a la experiencia humana.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Georgia, Suiza, 2021)
Guion, dirección: Salomé Jashi. Duración: 86 minutos.