Al terminar Harvest (Athina Rachel Tsangari, 2024) persiste la sensación del inicio. Aquí, una mano sobresale de un pastizal. Un caracol la recorre mientras el hombre contempla. Él pasea bajo el cielo nublado. Luego, saborea un tronco. Nada desnudo en el lago. En esta consecución de planos, su entorno lo supera en belleza así que queda solo buscar maneras de intimar con este.
En una extensa entrevista a Athina, MarBelle indica que esta es una película sobre varios finales: el fin de las comunidades, de las certezas, de las tradiciones. Es también una reiteración de lo cíclico en cada rutina. Basada en la novela homónima de Jim Crace, digamos que aborda las relaciones en una aldea durante siete días: Walter, el personaje “más cercano a un protagonista” en la historia, es un ‘lobo solitario’. Comienza a sentir cambios a su alrededor cuando un cartógrafo llega a la comunidad.
La propuesta audiovisual sugiere mucho más que la fina trama donde el elenco se confunde con el paisaje ambientado tres o cuatro siglos atrás. Así como intencionalmente falta precisión histórica, el ponerle nombre a los personajes parece desacertado acá. Walter puede ser una alusión irónica a nuestra manera de consumir hoy. Yendo de una obra a otra, buscando pretendemos conseguir lo que en la realidad no alcanzamos. De ser esto cierto, la propuesta se queda allí. Ningún personaje genera empatía para siquiera sentir las alternativas frente a lo cambiante en la aldea.
Así, la cultura, aquello cosechable y destruible con el cuerpo, se siente efímero. Para muestra, basta detenerse en la escena del incendio y en la anécdota del plano secuencia aéreo descartado en el montaje final¹. Es entonces difícil discrepar con tal concepción cultural de Tsalgari –y de una parte de la antropología actual– porque cosechar implica recoger lo que está, junto al hombre, fuera de la tierra. Listo para consumir, cocinar o perecer.
El cine, como medio expresivo, consigue mundos de respuestas más difíciles o más persistentes que las de Athina, mera provocación. El contrapeso lo hace la estética del DF Sean Price Williams, con quien la directora ya ha colaborado antes. La elección de trabajar en 16 mm, tomas aéreas del paisaje escocés; la cámara en mano, el uso de sombras y contrastes, planos en 360ᐤ; con sus recursos, Williams y Tsalgari avasallan la pasividad del “protagonista” gracias a imágenes memorables.
El mismo DF ha dirigido cine y videos musicales. Su manera de encuadrar The Sweet East (2023), por ejemplo, explora con humores más claros las inquietudes de personajes perdidos frente al cambio. El activismo de sus jóvenes se opone, hay que decirlo, al ‘dejar hacer, dejar pasar’ en la aldea de la directora beocia.
Al final toda la belleza granulosa fortalece lo sensorial asomando reflexiones más allá de su vacuidad. Quedamos con imágenes y personajes eventualmente dispersos en la memoria, a modo de volver a la naturaleza fuera de la ficción, hasta destruirla de múltiples formas. En medio de lo totalizante, encontrar sentidos, al menos con palabras, es aquí perjudicial para valorar. Lo mejor sería sentarse a contemplarla en silencio.
¹ En el siguiente enlace hay una amena conversación entre el equipo técnico donde se puede imaginar parte de la complicidad y la gracia que enriqueció “esta obra seria”:
(Reino Unido, Alemania, Estados Unidos, Francia, Grecia, 2024)
Dirección: Athina Rachel Tsangari. Guion: Athina Rachel Tsangari, Joslyn Barnes. Elenco: Caleb Landry Jones, Harry Melling, Frank Dillane, Rosy McEwen, Gordon Brown. Producción: Joslyn Barnes, Marie-Elena Dyche, Viola Fügen, Rebecca O’Brien, Athina Rachel Tsangari, Michael Weber. Duración: 133 minutos.