A Sala Llena

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Hembra

Hembra

Amo mi vida. Sí, amo mi vida… Y esa afirmación, ese descubrimiento me costó años de trabajo arduo, y horas y más horas de terapia. Amo mi vida, así, tal cual es, en el estado en que está en este mismísimo momento. Con todas sus puertas cerradas y con todas sus potencialidades y posibilidades abiertas. Con todos sus interrogantes, con todos sus miedos, con todas sus angustias y con todas sus euforias. Con todas mis pasiones, con toda mi realización, con todas mis desidias, con toda mi maldad, con mis frustraciones, mi indiferencia y mi amor. Amo mi vida, amo mi carne, mi mente y, sobre todo, amo mi espíritu.

Me gusta tener tiempo para leer (casi todo lo que quiera) para mirar televisión (casi toda la que quiera) para ir al cine, para comer, para coger, para ver, para mirar y para observar todo el asunto en el momento que me lo proponga.

Claro que no es fácil porque, rara vez, esto se adapta a la “plantilla” que nos ponen en el zapatito y nos marca ciertos cánones a los que ajustarnos. Ser un inadaptado, es bastante duro. Pero, aquí entre nosotros, la faena se ha vuelto más y más llevadera con el paso de los años. Sobre todo desde que entendí claramente, que la moneda de cambio de la existencia, no es otra que el tiempo. Y no hay nada para hacer, más que ser feliz.

Amo mi vida, sí. Y creo que lo que más amo de ella, es SER MUJER.

Adoro ser una mujer y todas las cosas que eso conlleva. Me gusta vestirme como una mujer, hablar como una mujer, caminar como una mujer, hacer pis como una mujer, resbalar como una mujer, amar como una mujer, recordar como una mujer, aprender como una mujer, destrozarme como una mujer, escribir como una mujer, llorar como una mujer, luchar como una mujer… Ser mujer sea, probablemente, la cosa más espectacular que se pueda ser sobre la faz de la Tierra. No hay lección más dura, más profunda, más gozosa y más bella, que la que se aprende cuando se entiende lo que significa ser HEMBRA en este mundito cachirulo.

Cuando era estudiante, durante un buen tiempo, viví con dos amigas. Fue una gran época para ser una chica, porque éramos muy jóvenes, muy flacas, muy rubias, muy ásperas, muy curiosas, muy osadas y muy divertidas. Disfrutábamos de todas las cosas que pueden significar se joven, y Buenos Aires representaba para nosotras, la libertad absoluta. Era la época en la que te comprabas una hamburguesa por 10 centavos en McDonald´s y llenabas el carro del súper con 50 pesos; Tower Records estaba en Cabildo y Juramento, Michael Jackson estaba vivo, Madonna coqueteaba con modelos argentinos y HBO todavía venía con el cable básico. Y esto último no era un detalle menor, porque nos la pasábamos mirando televisión y de la mejor que podía verse. A la mañana: películas de los 60 y los 50, a la tarde: telenovelas, y a la noche: los mejores estrenos de cine del mundo, en el canal premium por excelencia. Y fue en ese canal, en el que vimos esta peliculita, que nos voló la bocha. No parábamos de mirarla una y otra y otra vez. Nos parecía tan hermosa y fulgurante, que casi podíamos tocar los colores. Esa cinta era, nada más y nada menos, que: Las aventuras de Priscila, Reina del Desierto.

¡Y nos encantaba!

Así que cuando me vi en deuda de regalo de cumpleaños con mi amiga Mariela (una de mis compañeras de depto. y cómplice de macanas de aquellos días) no lo dudé: nos iríamos de gire a ver la obra y reventaríamos la noche. Porque nadie mejor que nosotras, para ver qué carajo habían hecho, con semejante pedazo de cultura “under/de culto devenida en pop”.

Saqué las entradas, me emperifollé DEVENA, despaché al Chuchi a un asado, me tomé un taxi, busqué a mi amiga que estaba DIOSA DE LA VIDA, retoqué mi rouge de Dior y nos acomodamos en la quinta fila. Mejor, imposible. Compramos unos chocolates y un agua por los que nos dieron por los dientes, y se apagaron las luces. ¡Cuánta excitación, my God!

Entonces, la música arrancó…

Protagonizada ahora por Moria Casán (que reemplazó a Pepe Cibrián), Juan Gil Navarro y Alejandro Paker, y con dirección general de Valeria Ambrosio, la obra captura todo el destello de aquella cinta maravillosa, pero decide, a conciencia, obviar la oscuridad. Si bien los momentos de violencia y dolor de la película están retratados, es en esas partes en las que el show elige quedarse corto. Esta opción, que es claramente consiente, hace que la obra tenga menos humanidad que la película, y nada, pero nada, de su carnalidad original. Por supuesto, se ha convertido en un musical brillante, al que vamos a bailar y divertirnos con ganas, y con genuina voluntad de festejo. Sobre todo porque está maravillosamente montado e interpretado.

Los laureles se los lleva Gil Navarro, en su composición de Adam. Inquieto, perturbado, casi imbancable y saltarín, resulta una suerte de Puck dentro de la obra. El espíritu taimado, risueño y bellaco, que termina siendo el catalizador dramático del viaje, cuando no el chivo expiatorio. Con una gran inversión física, Gil Navarro no para un segundo y lo compone con verdadera virtud y maravilla. Paker por su parte, también la rompe en su rol de Tick, junto con el coro de mujeres, la producción de arte y el vestuario que son, lisa y llanamente, alucinantes. Lo más flojito de la partida, sea tal vez, Moria. Todavía insegura en los diálogos, nerviosa, un tanto desafinada y sin matices por ahora, la capocómica está un poquitito por debajo de la excelencia de sus compañeros. Es que, su personaje, que era sin lugar a dudas el más oscuro, sofisticado y complejo del film (interpretado magistralmente por Terence Stamp) en la puesta teatral pierde su facetado y queda, hasta cierto punto, menos armado. Eso, sumado a que aún no se percibe una búsqueda real en la composición de la actriz, nos pone ante una Bernadette que todavía no se decide a aparecer en toda su vulnerabilidad, complejidad, refinamiento, sensibilidad y sabiduría.

Ojo, así y todo, la cosa igual funciona por esas cuestiones mágicas del teatro. En el balance final, la obra es poderosa, entretenida, brillante y muy, pero muy divertida. Una fiesta de color envolvente y sabrosa, a la que vale la pena invitarse. Porque lo que permanece intacto de aquel espíritu revolucionario de la película en este musical, es esa idea intoxicante de que, ser mujer, ya sea por nacimiento, opción, o convencimiento, vale todo el sufrimiento que nos pongan enfrente. Porque es la cosa más potente, vigorosa y hechiceramente misteriosa del universo.

Así, con todo el brillo, los tacones y la máscara de pestañas.

Mi consejo: ¡Vayan a verla! Y después, péguense regia panzada y cierren un restó, como hicimos nosotras.

 

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