Fue la función de prensa “más rara de la historia argentina” (Cines Argentinos), “que quedará en la memoria de muchos” (La Nación) y en la que “se vivió una situación desopilante” (La Voz). Aunque la nueva película de Lisandro Alonso tuvo su presentación local en el Festival de Mar del Plata, los críticos porteños tuvieron el privilegio (¿?) de asistir a una proyección inolvidable en el Cinemark Palermo, que desnudó, involuntariamente, la esencia del film en cuestión.
Jauja está hablada en español y en danés, pero los diálogos en la lengua escandinava, durante la función, no llevaron subtítulos. Al principio, muchos de los concurrentes creyeron que se trataba de un efecto artístico, para resaltar lo “extranjero” de los personajes daneses, ambos de visita en la Patagonia: Gunnar Dinesen, un veterano militar interpretado por Mortensen, y su hija Ingeborg. Sus gestos -y el contexto del relato- bastaban para insinuar el sentido de sus indescifrables intercambios. Sin embargo, cerca del final, Gunnar ingresa en una cueva e inicia una extensa conversación, en danés, con una misteriosa anciana. Recién entonces se hizo evidente que algo faltaba, intuición corroborada por la abrupta interrupción de la proyección y la aparición en la sala del mismo Mortensen, quien se disculpó y explicó que, sin subtítulos, la charla en la cueva “no se entendía un carajo”, aunque inmediatamente después agregó, para el regocijo de los presentes, que con subtítulos la película “igual no se entiende un carajo”. Dio en el blanco: la escena se volvió a mostrar, con texto en español, y las secuencias que la siguieron, también en danés, resultaron ser las más crípticas del film.
En la conferencia posterior, Mortensen, Alonso y el guionista Fabián Casas no dejaron de referirse al accidente lingüístico. Casas compartió una bizarra anécdota personal, ambientada en un bar de Estambul, en el que, medio borracho, habló durante horas con un turco, sin que alguno de los dos abandonara su lengua materna. Superaron las barreras idiomáticas, impulsados por el alcohol y el clima nocturno, y lograron construir un vínculo profundo y mudo. El guionista sugirió que esta conexión emocional y psíquica, que supera las palabras, también es posible entre una película y su público, incluso (o especialmente) cuando faltan los subtítulos. Ante el fracaso comunicacional, se vuelven evidentes otros detalles, más visuales: expresiones, texturas, manierismos, etcétera.
La frase de Mortensen sobre lo inescrutable de la película, con o sin traducción del danés, no quedó en el olvido. El actor tomó distancia de sus palabras durante la conferencia: aseguró que, por su propensión a meter la pata, no tenía “que salir de casa”, y aclaró que la película en realidad “se entiende”. No hay contradicción entre la ocurrencia anterior y la posterior aclaración: Jauja “no se entiende un carajo” pero igual “se entiende”. Como en la anécdota de Casas, hay algo que supera las palabras.
Uno de los problemas que enfrentará el film, en su estreno argentino, y como ya lo indicó la debacle de los subtítulos, será el de la recepción: salvo que, en los cines comerciales e independientes, la incomprensión no será idiomática sino genérica. Es decir, ¿qué irán a ver los espectadores? Una buena película, me dirán. Pues bien, ¿pero una buena película de Mortensen o de Alonso? Porque el director, desde que realizó La Libertad en 2001, es una figura fetiche entre críticos y cinéfilos, uno de los emblemas internacionales del llamado “cine contemplativo contemporáneo”, que no es un movimiento precisamente elitista (no requiere conocimientos previos, sólo paciencia) pero que tampoco está destinado al éxito masivo. Y Mortensen, nuestro más ilustre argentino honorario, es una figura masiva.
Ahora bien, quien vaya a ver “una de Alonso”, no se llevará tantas sorpresas. O sí: Jauja es una de sus obras más accesibles, y para un admirador del director, pueden resultar desconcertantes los primeros minutos, en los que los personajes -los visitantes daneses y la diligencia argentina- conversan, comparten opiniones políticas, anuncian su asistencia a un futuro baile, especulan sobre el paradero de un ilustre (y desaparecido) oficial del ejército. La impresión es la de un guion convencional filmado al estilo de Alonso. Resultan forzadas las actuaciones: impostadas y falsas, salvo la de Mortensen. En la segunda mitad del film, Ingeborg se fuga con un soldado argentino, y su padre, Gunnar, intenta rastrearla a lo largo del inmenso suelo americano, tan distinto a sus pagos escandinavos, y entonces sí, vuelve el Alonso que conocemos. Largos silencios, eternas tomas, el hombre cosificado, convertido en pura materialidad, una silueta en el paisaje, otro elemento más de la naturaleza.
No es que el cine de Alonso carezca de tramas tradicionales o que sus personajes sean envases huecos. Lo que hay es una distancia entre protagonista y espectador: el hombre en la pantalla siente algo, piensa algo, pero nosotros no lo sabemos, o no del todo. Lo único que sí podemos compartir es la experiencia del espacio. La cámara permanece tanto tiempo en cada lugar, vigila tan detenidamente al actor, que creemos habitar (con él) el universo de la narración. Lo que prevalece es la presencia del entorno. No se trata, como diría André Bazin, de reflejar o respetar una realidad extra-cinematográfica. Todo lo contrario: el cine convierte el paisaje natural en un escenario extraño. La idea es la que también expresaron Andrei Tarkovsky y Michelangelo Antonioni, fundadores de la escuela “contemplativa”, quienes, como Alonso, demostraron que lo extraterrestre, lo alienante, lo enteramente otro no está en el espacio exterior sino acá, en el espacio que nos rodea, sea rural o urbano.
Alonso, en este film, toma un actor de películas convencionales, como Mortensen, y un guión que amenaza con ser igualmente convencional, y lentamente los desvía, tanto al actor como al guión, hacia el continente de sus habituales obsesiones temáticas. El resultado es desparejo. Personajes y situaciones son introducidos como ejes centrales del relato (el baile, el oficial desaparecido) para luego ser olvidados o retornar como ecos distantes. El protagonista se define por sus diálogos con los demás (su hija y los argentinos que lo custodian) hasta que emprende un viaje opresivamente solitario, en el que sólo habla con fantasmas. Conviven dos películas, entonces, y la segunda es la frustración de la primera. Jauja sufre -y se nutre de- la tensión entre ambas.
Por Guido Pellegrini