UN PARTO COMPLICADO
Una película con la voluntad de “hacer nacer” de nuevo a un emblema del cine tal como lo es Jurassic Park (1993, Spielberg), es una película con una ambición que requiere de un dibujo de trazo limpio, fino, elaborado, para lograr llevar a cabo su cometido.
Si partimos de esta premisa, creo que se pueden evaluar dos lógicas con las que el film intenta avanzar, muy a su propio pesar, pues el mencionado trazo delicado que pudiera haber dado armonía y estabilidad a Jurassic World: Renace es en la práctica una suerte de graffiti disperso donde algunos dibujos se pueden reconocer y hasta disfrutar, por separado, entre rayones genéricos y manchas de humedad. Vamos por partes.
La película promete de entrada en su escena inicial una novedad: mutaciones y mutantes. Mutantes de verdad, no un velociraptor azul de mayor inteligencia o un insecto alterado para tener el tamaño de un gato. Hablamos ya no de animales, ya no de Naturaleza (que es la máxima comparación a la que se pueden llevar los dinosaurios: la Naturaleza en sí, antigua, misteriosa, atractiva por ello pero también peligrosa, indomable y muchas veces incompatible con lo Humano). Hablamos de monstruos, diseñados pero paridos deformes, pensados y calculados, pero ejecutados en el tiempo y por tanto en lo imprevisible; hablamos de vida diseñada quirúrgicamente con fines instrumentales (económicos, sean farmacéuticos, militares, etc). En las películas previas de Jurassic World, este era un estado final de cosas a evitar por los protagonistas; en Jurassic World: Renace, el estado del mundo es un poco más complejo: el punto de partida es un laboratorio con el suficiente poder para diseñar una criatura más cerca de Lovecraft que de cualquier tratado paleontológico, pero el material humano es lo suficientemente desatendido como para permitir la catástrofe con tan solo un envoltorio de chocolate.
¿Nuestros héroes? Un grupo de mercenarios liderados por Scarlett Johansson, relacionados a la CIA y al combate militar, que si bien son caracterizados de forma afable, no dejan de ser “héroes” muy lejanos a paleontólogos y científicos de campo. Otra cosa: la motivación en este mundo es pura y exclusivamente el dinero. Tanto para los mercenarios que aceptan un trabajo suicida de dudosa moral como para el villano-estereotípicamente-CEO de una farmacéutica (encarnado por Rupert Friend). Este es el punto de partida de Jurassic World: Renace. Quien intentará combatir esta lógica de mundo y, habiendo sido alumno de Alan Grant, llevará la antorcha de un positivismo humanista para intentar unir a los mercenarios contra el complejo farmacéutico, será el único científico del film, interpretado por Jonathan Bailey.
Aquí el problema: la novedad es anunciada de forma atropellada y su efecto se pierde. Donde trabajar el fuera de campo hubiera revestido al film y a la figura de los mutantes de un halo de misterio y suspenso, Edwards decide mostrar de entrada la “novedad” y usarla de gancho para hacer quedar al espectador hasta unos muy comprimidos últimos minutos en los que aparece nuevamente esta criatura y nuevamente se la desaprovecha. No se logra construir jamás una situación de suspenso o riesgo real: para esa instancia ya murieron de forma absolutamente impertinente algunos “personajes” que no llegan a 15 minutos de pantalla ni aún sumados todos juntos. El enfrentamiento final con el mutante, que es la novedad fundamental del film, no hace nunca asumir al espectador una posición de riesgo o fuera de la zona de confort, dado que aquellos que quedan son aquellos que sabemos no van a morir, así como no lo hicieron a lo largo de una película que está más interesada en mostrar imágenes bellas y esplendorosas de dinosaurios cada vez más grandes pero cuyo efecto ya es neutro (sigue siendo notoria la excesiva puesta en escena digital; uno de los grandes atractivos de Jurassic Park reside en el fantástico trabajo visual y conceptual que hay tras sus efectos especiales mixtos). De hecho, la introducción del elemento antinatural, monstruoso del mutante casi alienígena tan al principio y tan frontal, hace que luego de las primeras secuencias de acción con dinosaurios uno se pregunte cuándo va el film a explotar ese elemento con el que decidió presentarse y a cuya identidad parece que la saga intentará pegar su futuro. Es decir, las ambiciones del film se exponen de una forma desordenada que le cuesta caro a la propia película. Y vale remarcar que no estoy hablando solo de ese mutante; todo el concepto de mutante, de criatura mutada, dismórfica, de laboratorio “embrujado” más que abandonado, es desperdiciado por el film que empero insiste en presentarse atado a estos elementos. La película, luego de sus primeras secuencias, se va volviendo un terreno liso, familiar pero ejecutado hasta el hartazgo, y sostiene al espectador como rehén de sí misma para al final tirarle desprolija, insultántemente un hueso: tomen, acá tienen al mutante, disfruten sus cinco minutos y esperen a la próxima franquicia si quieren ver algo más.
Esta voluntad de novedad es la primera lógica del film y colapsa sobre sí. Nos promete algo, jamás lo entrega, y pretende hacernos creer que sí. Por lo menos no es aburrida, pero sí insustancial.
La segunda lógica del film es lo contrario. Es la voluntad de algo tradicional ya en la saga de Jurassic Park. El elemento de la relación humana, el vínculo humano en distintas modalidades y entre distintos estadios de la vida. No una novedad, sino un elemento que está bien arraigado en el núcleo desde el primer film de la serie. Esto se presenta en la segunda tanda de personajes del film: Un padre, interpretado por García Rulfo, que navega junto a sus dos hijas y el novio de la mayor.
Esta segunda historia, paralela en principio hasta que se reúne con la trama de los mercenarios, nos evidencia otro problema grave del film. Si ya nos encargamos de los “monstruos”, hablemos ahora de los protagonistas. Es muy difícil construir un lazo con autómatas. Por eso el grupo mercenario de Johansson es redundante y le sobran soldados o planos de ellos; no es lo suficientemente grande como para filmarlo como a un batallón, desde lejos y de manera impersonal, así como lo hace Jurassic Park: The Lost World; sí es lo suficientemente pequeño como para armar una dinámica de grupo interesante. Sin embargo, estos personajes que no comparten casi tiempo de pantalla o diálogos, a quienes no vemos accionar, con quienes el film no nos hace relacionarnos, nos resultan indistintos, tanto en sus muertes y en la construcción del suspenso y peligro que de allí intenta derivar la película, como en el tiempo perdido en sus presentaciones y únicos dos o tres momentos de cámara.
A este grupo disfuncionalmente narrado de personajes se le suma el segundo grupo, el de la familia. Esta familia, lanzada al naufragio por un dinosaurio, es rescatada para luego ser llevada a la boca del lobo por los temerarios paramilitares. Esta pululación de personajes termina por ser un bocado demasiado grande para digerir: hay mercenarios que no interesan y con los que perdemos el tiempo pero, además, sus muertes terminan por lograr el efecto contrario al del suspense y la tensión. Además, tenemos una familia donde podemos reconocer cierta lógica similar a la de películas previas: en Jurassic Park, Alan Grant se ve obligado a enfrentar y hacerse cargo de dos niños (Grant detesta a los niños) cuando todo se despelota. En The Lost World, un abandónico Jeff Goldblum debe enfrentar su responsabilidad y hacerse cargo de su hija, asumiendo así una posición y una acción concreta frente a su filosofía y su teoría del caos. En Jurassic World, un hermano mayor debe reconocer y hacerse cargo de un hermano menor, y una tía distanciada debe reasumir su responsabilidad y la noción de familia, y así poder ver, ver de verdad, a los dinosaurios de su parque por primera vez como seres y no como objetos. En Rebirth, cuando el padre no logra actuar para salvar a su hija mayor, es el novio, quien es presentado como un absoluto imberbe maleducado, quien toma acción y se tira al agua tras ella. Así, el padre deberá reconocer a su hija como una persona independiente, que está creciendo, y al novio como una buena influencia o una persona que, por lo menos, irá al frente por ella.
Lamentablemente, tirarse al agua es la única acción concreta del novio. Durante el resto del film, la constante comedia blanda y sin compromisos más que el de encadenar gags con ataques de criaturas se lleva puesta a la familia como personajes. No dicen nada, no hacen nada, simplemente les pasan cosas hasta que llegamos a verlos reunirse por casualidad con los mercenarios. Esa educación emocional de los personajes, a medida que las relaciones forzadas van adquiriendo matices y van volviéndose más voluntarias, colaborativas, hasta transformarlos, icónica de Jurassic Park, es apenas una caricatura aquí. Lo cual es una pena, porque a una primera lógica del film ya atropellada (película de militares contra criaturas) se le cruza una segunda lógica que también resulta por no desarrollarse. Lo que es más, Mahershala Alí da una gran interpretación en la medida de lo posible, en calidad de un soldado que es padre y perdió a su hijo; es una muy fácil conexión de allí al relato de la familia en peligro, y a la decisión del personaje de arriesgar su vida para salvarla. Sin embargo, así como sucede con el personaje del novio, esta es la única acción donde Kincaid (así se llama el mercenario interpretado por Ali) se hace cargo de algo y se arriesga.
Los elementos están servidos, y la película podría haber hecho de estos autómatas personajes reales, del “riesgo” sólo representado en una banda sonora tensa al verdadero riesgo de los personajes. La puesta en escena para la presentación de un nuevo monstruo, de un nuevo estado de mundo, de algo que ya no es el error inocente de un positivista enceguecido como Hammond sino de una monstruosidad buscada y diseñada como tal, pedía una renovación. Ese es el renacer que Jurassic World promete y sin embargo jamás pone en marcha.
(Estados Unidos, 2025)
Dirección: Gareth Edwards. Guion: David Koepp. Elenco: Scarlett Johansson, Jonathan Bailey, Rupert Friend, Mahershala Ali. Producción: Frank Marshall, Patrick Crowley. Duración: 134 minutos.