EL SUEÑO DE LOS HÉROES
Eastwood no es un director como los otros. Por lo pronto no es, como sostienen algunos, un continuador del cine clásico. Ni tampoco, como creen otros, usa el cine para expresar sus adhesiones políticas. Lo que Eastwood viene haciendo desde hace varias décadas, y no hay muchos cineastas que hayan hecho algo parecido (¿acaso Godard, acaso Fassbinder?) es discutir consigo mismo, conversar con sus películas, tomar sus últimas producciones y darles un giro nuevo, inesperado y fresco. Eastwood no filma guiones propios, pero es casi milagroso que encuentre los que le permiten renovar permanentemente su filmografía. En los últimos tiempos, el cine de Eastwood se había concentrado en el retrato de distintos héroes públicos y privados: un guardia de seguridad (Richard Jewell), un piloto de avión (Sully), un delincuente (The Mule), un grupo de soldados de licencia (15:17 to Paris), un francotirador (American Sniper), un estadista y un rugbier (Invictus). Salvo Mandela, los últimos héroes de Eastwood lo son siempre de un modo relativo, paradójico, inesperado. Héroes que, por distintas razones, no se espera que lo sean. Incluso hay entre ellos un héroe fallido y desagradable como Hoover (J. Edgar). Pero conviene remontarse a dos películas que Eastwood estrenó simultáneamente en 2006, Letters from Iwo Jima y Flags of Our Fathers que marcan, en su deliberado contraste, el interés de Eastwood por el tema de los héroes, no por lo que los héores sueñan sino cómo los soñamos a ellos y en qué medida están lejos de ese sueño. Letters from Iwo Jima y Flags of Our Fathers toman la batalla de Iwo Jima, una desde el lado japonés y la otra del lado americano. El héroe americano es un héroe falso, un soldado que ni siquiera participó en el combate pero es usado por la propaganda bélica para una foto. El héroe japonés, en cambio, lo es cabalmente aunque luche por el enemigo: es un patriota valiente, reflexivo y piadoso. El oficial japonés estudió en Estados Unidos y allí aprendió los códigos de vida que los americanos olvidaron. Esa es acaso la expresión máxima del conservadurismo de Eastwood: hubo una época en la que su país representaba una ética que podía enseñarle al mundo, pero hace mucho que no la practica porque es un ética que se esconde. A la luz de sus películas posteriores, una ética que está ausente de la política y la burocracia pero se refugia en el corazón de algunos ciudadanos simples, héroes impensados que llegan a serlo llevados por la circunstancia y por un sentido del deber cuya explicación los excede. El veterano de guerra que odia a sus vecinos coreanos pero los termina ayudando en Gran Torino, hasta sacrificándose por ellos, sería un perfecto ejemplo de esa ética secreta, inconsciente, paradójica y esencial.
Juror #2 representa una vuelta de tuerca en la preocupación de Eastwood por los héroes. Se trata de un cambio de perspectiva en dos direcciones. Por un lado, el verdadero héroe de la película es una institución, el sistema legal americano, una rara incursión de Eastwood en lo abstracto. Pero también es un héroe dudoso: porque si algo queda claro en la película es que el sistema raramente hace justicia. Como dice la jueza al empezar la película, los jurados no quieren estar ahí y eso garantiza un juicio imparcial, aunque no necesariamente sin errores. La jueza cumplirá su tarea: ejercer cabalmente su investidura para garantizar su funcionamiento. A su vez, las fallas en el juicio serán notorias, a pesar de que todos cumplen con su papel: la fiscal, el defensor de oficio, los jurados. ¿Pero, lo hacen en realidad? O, mejor, ¿cuáles es su función, hacer justicia o representar un papel?
El jurado nº 2, el protagonista de la película, es Justin Kemp (Nicholas Hoult), un ex alcohólico rehabilitado que una noche de tormenta creyó atropellar a un ciervo pero, en realidad, atropelló a una mujer que había discutido violentamente con su novio en un boliche de la ruta (algo parecido ocurre en La mujer sin cabeza de Lucrecia Martel). El acusado es justamente el novio, James Michael Sythe (Gabriel Basso), un ex pandillero al que todas las pruebas circunstanciales condenan, aunque Kemp sabe que es inocente porque él es el culpable. Otro jurado, ex policía, también piensa que es inocente y su experiencia lo lleva a pensar que sus colegas no hicieron su trabajo y, en otra falla de las instituciones, acusaron al primer candidato que tuvieron a mano dejando de lado una investigación más profunda. La situación del jurado nº 2 es casi idéntica a la de una película célebre, Doce hombres en pugna (Sidney Lumet, 1957), donde Henry Fonda debe convencer al resto del jurado de que el adolescente latino acusado de un crimen es inocente o de que, al menos, le cabe una duda razonable. Aunque en la película de Lumet todo está claro: los más fáciles de convencer, los buenos, son educados, y tolerantes, mientras que los malos son ignorantes, racistas y resentidos, gente a la que nada le importa o se deja llevar por la mayoría para terminar rápido. En Juror #2 también hay de esos, gente dispuesta a condenar de antemano, que quiere irse para atender a su familia, o que no está dispuesta a interpretar adecuadamente lo de la duda razonable.
En un principio, Kemp empieza a convencer al jurado de su punto de vista y consigue dar vuelta a unos cuantos. Hasta que consulta a un abogado, que le dice que si el fallo no es condenatorio, la policía terminará yendo por él, no podrá demostrar siquiera que mató sin saberlo y así perderá para siempre la libertad, a su mujer y al hijo que está por nacer. Entonces, Kemp se encuentra en un dilema moral: hacer lo que debe o lo que le conviene. Sus compañeros de jurado están, en cierta medida, en un dilema parecido. Pero también la fiscal Killebrew (Tony Collette), a quien la condena le significará un triunfo en su carrera política pero tiene dudas sembradas por el defensor, que fue su compañero de universidad (acaso su ex novio) y le dice que cuando eran estudiantes pintaba para ser una abogada brillante pero terminó siendo una política.
Eastwood crea un suspenso muy divertido y hasta usa una elipsis radical mientras la película va delineando su premisa: el sistema de justicia es el mejor pero puede lograr lo peor, porque detrás del interés general que supone representar hay cien batallas entre intereses particulares. Y así, en Juror #2, a diferencia de otras películas del director (y de casi todas las películas), la duda no es si la justicia va a triunfar sino quién es el héroe secundario que la ayude. O mejor, quién lo terminará siendo, quién ganará (si es que alguien lo hace) su batalla interior contra el cinismo. En una escena que transcurre en Alcohólicos Anónimos se pronuncia la célebre invocación a reconocer lo que cada uno puede hacer y a obrar en ese sentido. AA, como el sistema jurídico, es otra institución perfecta en su objetivo que fracasa en muchos casos concretos. Dicho de otro modo, puestos a tomar parte de un juicio por jurados, cada individuo es un alcohólico anónimo y esa regla se extiende a todo el comportamiento social. Esto coloca a Eastwood en un lugar muy particular. El avance de Juror #2 sobre su propio sistema cinematográfico implica una mirada más amplia sobre el cine como máquina moral, que lo aleja de la previsibilidad, pero también del sermón. Si Eastwood se muestra conservador cuando sostiene que alguna vez la gente supo cómo comportarse, es también un demócrata y un republicano cuando apuesta finalmente por las instituciones y cuando deposita su confianza en el libre albedrío de los ciudadanos porque es lo único que tienen para no convertirse en monstruos a fuerza de contemplar solo sus intereses más inmediatos.
(Estados Unidos, 2024)
Dirección: Clint Eastwood. Guion: Jonathan A. Abrams. Elenco: Nicholas Hoult, Toni Collette, J.K. Simmons, Zoey Deutch. Producción: Clint Eastwood, Adam Goodman, Jessica Meier, Tim Moore, Peter Oberth, Matt Skienna. Duración: 113 minutos.
https://www.youtube.com/watch?v=EhkkBFhW-MM