El origen es espiritual.
Luego de ver Kung Fu Panda 3 (2016), y de repensar las características de cada eslabón de la franquicia, uno llega a la conclusión de que no hay demasiado misterio en torno al muy buen nivel de las tres obras en su campo específico, léase el cine de animación familiar: el mismo equipo de guionistas mantuvo la batuta de la historia en todo momento (los erráticos Jonathan Aibel y Glenn Berger, que aquí supieron exprimir con inteligencia la ridiculez detrás de la premisa de un panda experto en artes marciales), se buscó explícitamente un desarrollo del personaje principal a lo largo de los opus (cada nueva película sumó una capa -tan sencilla como humana- a la idiosincrasia del protagonista, el Po del maravilloso Jack Black), y siempre estuvo presente esa versión light del humor grotesco, algo así como la “marca registrada” de la saga (a mitad de camino entre la incomodidad y el absurdo total).
Mientras que otros productos infantiles se la pasan vanagloriándose de su autoconciencia, esa que posee casi cualquier representante del mainstream de nuestros días, y de la prodigiosa “amplitud” de su animación, otro de los latiguillos más vulgares en lo que atañe al estado del arte, las estrafalarias Kung Fu Panda deslumbran en serio en dichos ámbitos y van un paso más allá porque nunca descuidan la metamorfosis del antihéroe durante este viaje -de naturaleza pedagógica- que se inauguró cuando el Gran Maestro Oogway (Randall Duk Kim) eligió a Po como el próximo Guerrero Dragón. De hecho, el film comienza y termina con un par de hermosas batallas surrealistas en el “reino de los espíritus”, que no sólo redondean la personalidad de Po y su némesis actual, un yak ambicioso llamado Kai (J.K. Simmons), sino que además ayudan a expandir esa filosofía oriental difusa de fondo.
El concepto que unifica el esperadísimo reencuentro con su padre, el también delirante y simplón Li (Bryan Cranston), y la flamante gesta en pos de salvar tanto al Palacio de Jade como a toda una aldea de pandas perezosos y glotones, sin olvidarnos del Maestro Shifu (Dustin Hoffman) y los Cinco Furiosos, pasa por el “chi”, por un lado la energía vital que fluye entre los seres vivos y por el otro el gran fetiche de Kai, que se divierte robando chis de los guerreros más importantes. Como si se tratase de una versión mejorada de tantos convites similares, Kung Fu Panda 3 se propone balancear la colección de gags de turno, mucha espectacularidad visual, personajes que se van enriqueciendo con el transcurso de los minutos y una inocencia condimentada con picardía y pasión, esa misma que siente Po por el kung fu (el típico camino del héroe se complejiza ante el fanatismo del protagonista).
Ahora bien, en esta oportunidad sin dudas el eje del relato es la paternidad, por supuesto enrolada en la vieja tradición de los huérfanos que desean reconstruir su origen para dar sentido a su devenir posterior: en el trabajo de Alessandro Carloni y Jennifer Yuh se aprovechan -desde la sutileza del resquemor y no a través del odio- los cruces entre ambos padres, el biológico (Li) y el adoptivo (el Señor Ping, un ganso dueño de un restaurant de fideos e interpretado nuevamente por James Hong), sin caer en una rivalidad extrema. Esperemos que a futuro la fórmula de la saga no siga siendo copiada por Hollywood y sus socios globales, quienes reproducen los elementos más superficiales y dejan en el vacío al corazón de la propuesta, el que se condensa en el fervor de Po por comprender su entorno y descubrirse a sí mismo, un periplo que lo aleja del conformismo y lo acerca a la sabiduría…
Por Emiliano Fernández