Había pasado una hora más de las que suponía el visionado de la película cuando dejé el cine teatro 25 de Mayo. Vi Historias extraordinarias (2008) el día del cambio de uso horario del verano; en todo el camino a mi casa intente descular cuál era el truco, cómo era posible que me hubieran ganado así. Se supone que si uno ve muchas películas, muchas, casi todos los días una, de diferentes estilos y latitudes, los trucos se advierten rápido, pero no fue el caso. Este elefante me había aplastado, convirtiendo la llanura pampeana en Londres, un club de barrio en una sociedad secreta. Agustín Mendilaharzu ahora era Tintín.
Esa noche la obsesión de los trucos y la certeza del Cool Hand Lukismo de la película habían ganado casi toda mi atención. De modo breve aclaro lo de la frase en inglés. En la película La leyenda del indomable (Cool Hand Luke), George Kennedy bautiza como Cool Hand a Paul Newman. Este apodo refiere al hecho de que Newman (o Luke) es esa clase de tipo que tiene una alegría tan grande como inteligencia y convicción. Entonces, en esa prisión del sur de los Estados Unidos, es capaz de ganar cualquier apuesta con nada, con una mano fría de póker (con una “cool hand”).
Volvamos.Tema trucos y blah blah en la cabeza… Pero algo más había dando vueltas. Me dije “listo, esto fue voz en off, se hace una vez. Ya está, dormí tranquilo, una vez se puede hacer distinto, listo”.
Octubre 2016. Estoy viajando a la ciudad de La Plata a ver La flor (2016). Llego temprano, no quiero perdérmela, y sabia que la sala no era muy grande. El tráiler -el único que hay- dice lo único que sé de la película: son varias historias, se filmó a lo largo de ocho años (quizá más), las mismas cuatro actrices van cambiando de rol en cada historia. Y algunos datos más. Reconozco que el tráiler me había impactado, pero no era EL COMIENZO DE HISTORIAS EXTRAORDINARIAS.
Comienza la película.Una hora y media después me muevo en la butaca por primera vez para acomodarme.
A las tres horas llega el intervalo. Al salir al hall del cine tengo la certeza que toda Historias extraordinarias ha sido superada por completo. Cuarenta minutos después, la película termina.
Dejo la sala ensayando en tiempo record un intento de verbalizar el tamaño de lo que acabo de ver. Es imposible, una quimera total y absurda. El lenguaje del cine descompuesto en todas direcciones y vuelto a organizar. La tradición del género elevada con una alegría aplastante… y uno ahí, deambulando con una trompada al mentón, preguntando que micro lleva de vuelta a casa.
La flor es así. Pasa por arriba lo que se ponga en su camino, haciéndolo ver tibio y mezquino. Una obra que respira y se divierte con el cine y todo vericueto de su lenguaje, omitiéndolo e invocándolo cada vez que se lo necesita. Me llama un amigo cinéfilo al teléfono y yo arriesgo un… “Mirá, es como si Dreyer hubiera hecho una de Corman, o como si Dario Argento hubiera hecho un musical, o Fantomas o Kill Bill, o Europa de los 70 mezclada con Pimpinela… no sé”. Corto. Me es imposible decirlo todo. Lo intuyo, lo pienso, lo charlo con alguno que estuvo ahí pero hay un lugar donde nos detenemos: la emoción.
La flor es emoción, dicho de ese modo suena reduccionista pero es así. La flor aparece en un mundo donde el cine enfermo de nostalgia solo es capaz de volver sobre sus mitos con un ramo de flores, para rendir tributo a las tumbas de autores que asesinó. Donde los celulares, Ipads, notebooks y Netflix conforman templos que adoran reyes del consumo episódico y reiterado. Donde en un rincón el lenguaje agoniza; comprado, vendido y degradado por un sistema que inventa consumidores y no espectadores. Una maquinaria infernal que no para de generar obesos audiovisuales. Seres extraños de un planeta que se extingue, hombres y mujeres que chequeo tras chequeo de celular ven los archivos en forma de película correr (no) delante de sus ojos e ignoran, no solo tramas remanidas, sino la aventura total del relato y por ende, su poder.
Acá llega La flor. Actuada por narradores en cuadro que construyen ficción al mismo tiempo que la sienten con todos sus átomos. En La flor se llora, se ríe, se canta, se juega y se exorciza. Cuatro actrices de otra galaxia le ponen el cuerpo y el talento como nadie jamás lo hizo en este país, y lo hacen al servicio del género, del cine y su tradición.
Sí, amigos míos, La flor es también la más comprometida y feliz película de género de toda nuestra breve historia. Montada sobre una fe gigante y sobre su capacidad de discutir el lenguaje, La flor (su primera parte) invita a todo aquel que festeje volver a respirar ideas. No necesita nada, solamente tiempo. Qué poco pide. Y Cuánto da.
Me dormí feliz, soñando con cabecitas de indios, momias, frascos con tierra, plumas de aves que vuelan, escorpiones, jeringas, discos de vinilo, cabelleras con mechón blanco, vasos de whisky, micrófonos, cigarrillos, lluvia y canciones. Demasiado. Y faltan dos partes más.
© Sebastián De Caro, 2018 | @SebaDeCaro
Nota previamente publicada como parte de la cobertura del 31° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.