Aquí estoy. En ojotas, despeinada y con los ojos hinchados, frente a la máquina. Por la ventana de vidrio repartido, puedo ver claramente la mañana levantándose sobre las cosas. Puedo respirar a medias el aire fresco, puedo anticiparme al viento que viene castigando desde hace unos días ya estos pagos míos de la infancia, y puedo aguzar el oído y escuchar la respiración tibia y amable de mi hombre, que duerme como una roca en la cama de dos plazas que improvisamos uniendo dos de una, sobre el piso rojo ladrillo de este quincho maravilloso.
Estamos instalados en mini vacaciones, en una especie de quinta que tienen mis padres aquí en mi pueblo, a la que mi hermana, con su chispa de siempre bautizó: El complejo. Nos encanta instalarnos acá en los veranos, lejos de la parentela, la mía y la de mi media naranja, así nadie nos rompe la camiseta y cada cual hace lo que le viene en gana sin presiones ni reclamos. De hecho, ahora reina el silencio y las cosas están medio dormidas todavía. La mesa robusta de madera de la galería con las sillas plásticas, el pasto verde, las innumerables plantas con flores, la pileta azul, descansada y quieta, la escalera rutilante, la palmera del fondo, la reposera antigua de madera… Todo se prepara para el primer ruido del día… Y acá voy, con mi voz ronca de minita recién despierta, a gritarle en el oído a mi hombre que se levante y haga café, después de todo, quién puede bancarse tanta tranquilidad y quietud por más de veinte minutos, con solo un jugo de duraznos en la panza, sobre todo cuando el propio cónyuge hace los mejores desayunos veraniegos sobre la faz de la tierra y el hambre ya está haciendo que la entraña se queje.
El gordo se levantó con la cara inflamada y violeta del sueño, arrastró las patas hasta el baño y desapareció por un buen rato. Después salió, perfumado, con la cabeza mojada y los ojos un poco más abiertos. En un ratito preparó café y armó una flor de comilona sobre la barra de la cocina. Mientras el queso con lactobacilus gg y las tostadas y el budín y las facturas de ayer desaparecían progresivamente ante nuestros embates despiadados, los dos volvíamos a preguntarnos las mismas cosas: “¿Para vos el tipo era gay?, ¿Estaba enamorado de su amigo?, ¿Estaba loco por ella o no?, ¿Ella se acostó con el mejor amigo?, ¿Era el amigo el que estaba enamorado de él?, y bla bla bla, bla bla bla, bla bla bla…” Las mismas fatigadas preguntas que nos habíamos hecho anoche ni bien terminamos de ver la película.
Mi vieja asiste junto con algunas amigas, a una especie de club de lectura de teatro. Las mujeres se congregan a leer el mejor teatro del mundo, en excelente compañía y con profundo compromiso. Se reparten los roles, los leen vivamente y analizan y discuten las obras después de haber terminado. Si la obra fue llevada al cine y la versión es digna, culminan el ritual comiendo algo rico y viendo la película. Particularmente la envidio, porque me parece alucinante poder charlar horas y horas sobre teatro o sobre cine o sobre literatura, y el hecho de reunirse con gente que a uno le cae fenómeno con esa premisa, me parece delicioso. Todo esto viene a cuento de que mi mamá me propuso que miráramos juntas la versión cinematográfica de la obra de Tennessee Williams, La Gata sobre el Tejado de Zinc Caliente. Anoche y después de dar algunas vueltas porque estaba cansada, acepté y nos fuimos para la casa de mis viejos a verla. Mi papá, que ya estaba de salida para su habitual recorrida nocturna, nos hizo gamba y nos compró un kilo de helado, pertrechándonos de lo lindo para gozar de lleno de la velada cinematográfica.
Acomodamos los sillones, cazamos las cucharas, apagamos algunas luces, pusimos las patas arriba de la mesa y, una vez que mi marido terminó de acovacharse en su lugar, empezó la función…
El film de Richard Brooks de 1958, comienza sin tapujos, con los títulos corriendo sobre rojo furioso, con dibujos en negro, de fondo, muy erótico y sugerente. Parece que el tipo quería reafirmar de entrada que la cosa era sobre sexo. Protagonizada por la encarnación misma de la palabra Hollywood, Elizabeth Taylor, en su rol de Maggie (la gata) y Paul Newman, el hombre de los ojos transparentes y la belleza arrolladora en el rol de Brick, su atribulado, alcohólico y sexualmente ambiguo esposo, La Gata… es una película tan magistral como transgresora y de fuerte contenido confrontativo para la época. Transcurre en una plantación gigantesca del sur de Estados Unidos, en Mississippi, en donde el calor es apremiante y las cosas parecen estar por estallar a cada momento, mitad por el drama, mitad por el clima despiadado, el sol, la humedad y los mosquitos. En este contexto, Maggie intenta con todos los medios de los que dispone (que son muchos, su belleza es despampanante) seducir y llevar a la cama a su marido, que lo único que hace es emborracharse y rechazarla una y otra vez, maltratándola y culpándola por la muerte de su mejor amigo, con quien al parecer Maggie se acostó, orillándolo a cometer suicidio. Todo esto mientras el hermano mayor y la cuñada de Brick, con la prole de hijos insoportables que tienen, intentan quedarse con la plantación, a sabiendas de que el patriarca de la familia, el muy mentado Big Daddy, se está muriendo de cáncer. Por supuesto, las cosas se salen de control y el dramón infernal que es la película, estalla en mil pedazos llevándoselos a todos puestos y transformándolos para siempre. La cercanía de la muerte del patriarca y la explosiva sexualidad de Maggie, conforman un caldo más inestable que la nitroglicerina. Si a eso le sumamos la sensualidad indolente de Newman que parece salirse de la pantalla y cachetearte filosamente y el fastidio permanente de los niños, la cuñada y el pobre hermano mayor que no sabe qué hacer con su alma tan abandonada y desamparada, como ambiciosa y ratonil, las cosas se vuelven tan calientes e inflamables, que te mantienen en vilo durante la escasa hora y media que dura la película y no te dejan respirar hondo. El miedo de mover una sola pieza fuera de su lugar y que todo se vaya al diablo, no te abandona ni por un segundo.
Por supuesto, el personaje más rico es el de Maggie. Compuesto prodigiosamente por la Taylor, que se mueve de manera animal, pronunciando sus acaloradas palabras con ese acento sureño tan característico y calentando al punto del delirio hasta la última piedra de la plantación. Maggie es sensual, inteligente, bella de manera encandilante, malvada en su justa medida y sobre todo, femenina, femenina en una proporción tan intensa, que parece que destila el olor de su celo de manera brutal y que podemos percibirlo a través de la pantalla. Si, si, me simpatiza Maggie. Tal vez porque no está del todo segura de poder tener bebés, tal vez porque no soporta a los hijos ruidosos y vulgares de su cuñada, gorda y enorme como una ballena, con su vestido plisado rematado en moño en el cogote y su necesidad de tratar a todos con una familiaridad estúpida y pretendida, artificial, forzada y espantosamente fingida. En la primera escena de la película, Maggie le desparrama crema helada en la cara, a una de las niñas que de manera grosera, le tiró helado en las medias. La madre se queja lastimosamente, mientras se pregunta qué clase de persona le haría eso a un niño. A mí la escena me causó un placer superlativo. Maggie hace lo que muchas mujeres quieren hacer, cada vez que un pendejo insoportable, les rompe soberanamente las guindas, sin que los padres les pongan un solo límite. Es capaz de eso y de mucho más. Esclava de sus pasiones, joven y vibrante como es, su estado salvaje se desparrama por todas las cosas engrasándolas y sacándoles un brillo irresistible y pecaminoso. Dentro del relato, Maggie es el catalizador, ella lleva las cosas al extremo necesario, para que su marido salga de su crisis de identidad, resuelva las cosas con su padre y pueda por fin, volver a acostarse con ella.
La película atraviesa los grades temas de la humanidad, sin perder la maravillosa simpleza de la trama y de la carne cercana de los personajes. Así la amistad, la falta de coraje para crecer, la frustración, la incapacidad para ver el futuro, la complejidad de las elecciones sexuales, el afecto transmitido a través del dinero, la vergüenza que generan los padres y como esto engendra en los hijos una fuerte necesidad de diferenciación, los conflictos de un hombre que cree haber perdido lo que lo definía como tal, los celos, el adulterio, la proximidad de la muerte, la vejez y el conflicto de la llegada o no de los hijos, atraviesan esta obra soberbia de manera natural y orgánica, volviendo las cosas complejas y misteriosas, pero tolerables, cercanas y entendibles. La puesta simple de la cámara, la luz brillante y vieja, las actuaciones impolutas y el apoyo rotundo del director en la utilería, el arte y el vestuario (el vestido blanco de Maggie trascendió los umbrales del tiempo y de la moda volviéndose ícono) construyeron un entramado dramático sin fallas, resistente, fuerte y elástico, que entretiene al espectador, lo provoca y lo cuestiona. Poca subtrama, poca metáfora (la única que hay que incluye a Maggie y a una muleta, es gloriosa) y mucha sutileza textual, se combinan de esa manera en que lo hacen solo cuando construyen un clásico. La película es actual, está viva y es extraordinariamente sólida. Aún con sus composiciones teatrales y sus artificios cinematográficos denotativos, puede meterse en el corazón y anidar en la mente de la manera más eficaz y directa, con contundencia rotunda.
Ustedes podrán decirme que no descubrí nada que no estuviera descubierto y tendrán razón. Las preguntas que me hago y las afirmaciones que me permito sobre este film devoto y tibio, no son ningún descubrimiento llamativo. Pero tienen que entender que a mis pagos se viene a contemplar, no a inventar la rueda.
Terminamos de desayunar y mi hombre se volvió a acostar roncando sonoramente. La mañana ya está bastante arriba y la pileta está locamente azul y tentadora. Tal vez y viendo como están las cosas, la manera más rápida de enfriar el calor de La Gata… sea solo una: Bombazo criminal tomando carrera desde acá…