RIZANDO EL RULO
En la programación de esta edición, el Festival de Mar del Plata ostenta una pieza cada vez más inusual: una película nueva de Martín Rejtman. Presentada en única función, La práctica se convirtió en uno de los eventos del festival. En la proyección confluyeron la celebración de uno de los directores en activo más representativos del cine argentino, con el sostenido entusiasmo que su obra despierta en la cinefilia joven.
Tuve, entonces, el privilegio de ver una nueva película de Rejtman en pantalla grande. La experiencia resultó, a la vez, familiar y novedosa: La práctica se integra sin esfuerzo en un corpus con características muy marcadas; sin embargo, lo hace explorando territorios no totalmente indómitos, pero sí desafiantes en relación con la filmografía previa del director.
El principal tiene que ver con el uso de la lengua, aspecto fundamental de la poética de Rejtman. La cadencia de su escritura tiene una cualidad que yo consideraba esencialmente rioplatense: sus acentuaciones, su ritmo, la alternancia entre monólogos y respuestas monosilábicas en las cuales un punto colocado con expertise puede provocar que la sala estalle de risa. Ese uso tan preciso de nuestro dialecto (y más que su uso, su apropiación) me hacía difícil pensar en una película de Rejtman que transcurriera en otro lugar que la Argentina.
Es esto, justamente, lo que se pone a prueba en La práctica. El protagonista es Gustavo (Esteban Bigliardi, un actor que nació para habitar el universo del director y ya había aparecido en la muy rejtmaniana Cetáceos, de Florencia Percia), un alicaído instructor de yoga que reside en Chile. Mientras su madre (Mirta Busnelli, único rostro familiar de las otras películas del realizador) lo vapulea por zoom, Gustavo intenta lidiar con una crisis matrimonial, espiritual y habitacional. La extranjería no es sólo un elemento narrativo que potencia las tribulaciones de Gustavo, siempre al borde de la depresión (otra constante, el estrecho vínculo entre búsqueda espiritual y medicación); también le ofrece a Rejtman la posibilidad de probar sus diálogos en un elenco mayormente chileno.
La traslación es novedosa y feliz: no sólo las conversaciones entre los personajes conservan, en boca del ajustadísimo reparto, toda la gracia de su autor sino que expanden -literalmente- sus fronteras. Posiblemente el secreto esté en que, para Rejtman, el diálogo no es sólo contenido sino también forma: la voz, con sus inflexiones, quiebres y pausas, es material sonoro que amasa y estira hasta volverlo casi abstracción. Mucho de esto aparece en las escenas que protagoniza Steffi (Celine Wempe), una estudiante con poca predisposición para el yoga que padece pérdida de memoria. Basta con la expresión perpleja de la actriz, alguna respuesta en un castellano chapurreado de acento germánico y un contraplano preciso, y la carcajada sale sola. Es apenas un ejemplo de una película en la cual el realizador, más que nunca, abraza el gag físico y la comedia más tradicional (hay un chiste con la tapa abierta de una cloaca que bien podría ser un rastrillo, o una cáscara de banana).
Me concentro puntualmente en el uso de la voz, pero algo de estas apreciaciones podrían extrapolarse también a la escritura de sus guiones y resulta especialmente patente en este caso. La pericia de Rejtman siempre reside en su habilidad para rizar el rulo: usa pocas piezas, poquísimas. Apenas cuatro o cinco elementos narrativos, que va devanando a través de la reiteración (no en vano, la repetición es uno de los procedimientos más efectivos del humor). La progresión se sostiene apilando situaciones en las cuales las piezas en juego se intersectan y reconfiguran, un poco como esas parejas rejtmanianas que siempre se están juntando, separando, compartiendo reuniones incómodas.
Su talento para dar forma a estos sistemas narrativos que terminan resultando tan cerrados tan redondos, tiene un peligro: terminar en el mero ejercicio técnico. De eso adolece, en cierto punto, La práctica. Cuando Gustavo parece arribar a cierta clausura en su búsqueda espiritual (con un destello sobrenatural que parece salido de una película de Apichatpong), la película clausura con el gag de la tapa de cloaca: por más cerca del Nirvana que creamos estar, todavía podemos tropezar dos veces con la misma piedra.
Hay, en ese gesto, algo más que un cierre ocurrente: también cierta admisión de que el relato que se nos está ofreciendo no pretende ser más que lo que es; no sólo no pretende serlo, rechaza serlo. “Ya no tengo la frescura de alguien joven ni la seguridad de un adulto”, decía Silvia Prieto en una de sus frases más memorables. La diferencia es que, hoy por hoy, quien enuncia sí es un adulto, y uno con muchas seguridades: un adulto minucioso que calcula, que mide. Es inevitable que eso redunde en una pérdida de esa frescura (tan inasible como esencial) de sus primeras películas. Ha ganado la práctica, entendida no sólo como disciplina (yoga, cine, o ambas), sino como su ejercicio sostenido. Es así que Rejtman puede sostener su juego, aun cuando persista la sensación de que esta vez nos contó menos cosas.
Guion, dirección: Martín Rejtman. Elenco: Esteban Bigliardi, Camila Hirane, Manuela Oyarzún, Amparo Noguera, Gabriel Cañas. Producción: Jerónimo Quevedo, Victoria Marotta, Florencia Larrea, Giancarlo Nasi, Fernando Bascuñán, Joaquim Sapinho, Marta Alves, Christoph Friedel, Claudia Steffen. Duración: 90 minutos.