A Sala Llena

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DOSSIER

La vida es una caja de Garotos

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Mea culpa: no sé cómo hice para perderme en cines La Increíble Vida de Walter Mitty. Creo que cometí esa imbecilidad de pispear el numerito de Rottentomatoes (perezcan ya, miopes), o leer un par de “comentarios” al pasar en las redes. La cosa es que me perdí una nueva maravilla de Ben Stiller como realizador.

Stiller es un director extrañísimo, y si bien todas sus películas se presentan a priori como bastante diferentes entre sí, suele teñir a sus comedias de cierta dosis de violencia (altísima en The Cable Guy, explícita en Tropic Thunder, subterránea en Zoolander) que en algunos pasajes suele trocar las risas en una mueca indecisa. O las dos cosas al mismo tiempo.

No es el caso exacto de Mitty, que, aunque no exenta de una violencia corporativista salvaje, decide ir por otro camino. Uno donde el extrañamiento de su comedia no se encuentra ya en la capa superior, como género madre, sino debajo -y en los intersticios- de “la” película de Hollywood, de ese elefantito de colores edificante y oscarizable “con mensaje”.

La clave para optar por esta lectura y no la de una “greater than life” fallida está en las divertidas -y acertadas- citas a Forrest Gump y Benjamin Button en menos de 45 minutos. Stiller se ríe de ambas, pero a la vez las hace. Y eso que quiere hacer le sale de maravillas, al menos infinitamente mejor que la segunda de ellas. Esto no es para nada casual en un hombre que hiciera una megaproducción hollywoodense de pura cepa (Tropic Thunder) para burlarse de las megaproducciones hollywoodenses. Por otra parte, es un ejercicio similar (aunque menos logrado) que el de la enorme Cabin in the Woods con el género de terror adolescente, o el de I Love You Philip Morris con la con movie.

Es tanto el esfuerzo de Stiller por disociar a la comedia del mensaje edificante (especialmente en su elección de la banda sonora), que decenas de grandes gags quedan tapados por un violín saturado o un giro de la trama en clave melo. Pero eso no significa que no estén ahí, haciendo avanzar la acción y la emoción en una película que le da siempre para adelante, y evitando en todo momento que el azúcar se convierta en edulcorante impasable. El gag subterráneo y en voz baja como contrapunto de la emoción, pero a la vez catalizador de una emoción distinta a la que marca el reglamento del género: imaginen, si no, lo que sería esa escena de Penn intentando encontrar la foto de su vida -secuencia que resulta definitivamente cómica- en manos de otro director…

En ese humor asordinado y extrañado, apenas a un paso de lo conmovedor, hay resquicios de Nueva Comedia Americana (los “chilenos calientes” y la bicicleta, por ejemplo), principalmente el del Apatow de Funny People y el del McKay de Stepbrothers. Por eso tampoco es casual que su coprotagonista sea la extraordinaria Kristen Wiig, como mucho menos lo es que su odioso jefe con barba de cotillón esté jugado por Adam Scott, y que su personaje sea prácticamente un calco del repugnante Derek de la maravilla de Ferrell y Reilly.

Pero claro, esto no es todo. En el resto de este experimento hay una acertada lectura del pertinente tema del paso de lo físico a lo digital, desde el trabajo a las relaciones amorosas; y aunque parezca pecar de nostálgico e incluso reaccionario en el primero de los casos, dota de humanidad al segundo con la materialización (y el “face to face”) del anónimo trabajador de la web de levantes. Con símbolos bien legibles pero efectivos (que Mitty trabaje para un corporación real llamada Time/ Life que quiere volverse online es algo tan básico y bello como real y atroz),

al menos algo es claro: en dos o tres escenas, Mitty habla de lo virtual (y por ende, la no acción) con mucho más gracia y consistencia que en toda esa estampita demagógica de moda y risible (esta vez en el mal sentido) llamada Her.

Y sí, la película tiene “vueltita de tuerca” al final, pero eso no la desmerece en absoluto. Después de todo es un lindo moñito en forma de McGuffin, un simpático Rosebud que resignifica una sola vida, pero no la integridad (en ambos sentidos) de una película, ni de esas dos horas que nos pasamos volando de un lado a otro, como un Bond cruza con Sellers, rebotando entre locaciones y secuencias como en un sueño.  Una película que, junto con Paranoid Park, tiene una de las escenas de skate (o de ruta, bah) más liberadoras que se filmaron jamás.

En Mitty, el ecualizador Stiller sube el volumen de lo espectacular a decibeles impensados, exponiendo el material “sensible” a una luz extrema (como las fotos que revela el personaje), pero sin abandonar nunca su cuarto oscuro cómico, que confunde en la penumbra a quienes quisieron ver en esta obra una lección de vida. Que la hay, sí, pero que funciona más bien como cierto canto a la vida disfrazado y perdedor. Después de todo, a la vida también se le puede cantar una balada. Y por más que suene tanto Bowie, si esta película fuera un disco sería Abbey Road.

La Increíble Vida de Walter Mitty no dice que “la vida es una caja de bombones porque nunca sabés lo que te va a tocar”. A lo sumo dice, sin hacerlo explícito, que es una caja de Garotos, y que hay que apurarse a agarrar rápido antes de que queden esas cosas insulsas y horribles que no quiere nadie.  Algo que también se le puede aconsejar a quien aún, prejuicioso como yo, no ha visto esta última quijotada  de Stiller.

 

Por Leonardo Gutiérrez

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