MÁS CORAZÓN QUE ODIO
Mediados de los 50. George y Margaret Blackledge son una pareja de abuelos, viven en su apacible y hermoso rancho en Montana, en el norte de los Estados Unidos. Él es un policía jubilado y ella supo ser una profesional domadora de caballos tiempo atrás. Viven con su hijo, el cual parece seguir los pasos de su madre: la película nace dentro de un establo, mientras el joven James prepara su caballo con la misma predisposición, amor y paciencia ritual que pudo haber tenido su progenitora en el pasado. Su padre, que se quita el sombrero ante la performance de su hijo, yace a un lado del corral como espectador. Junto a ellos vive la joven nuera de los Blackledge, Lorna, primeriza en su inexperta aunque bien intencionada labor maternal, eclipsada por su matriarcal suegra. La primera imagen que nos regalan de Margaret (descomunal Diane Lane) es organizando; sentada con pilas de papeles, boletas, anotando y calculando. Viste de amarillo, color que representa la luz del sol, además de simbolizar la energía, el poder, la fuerza y acción. Lo que declara, sin gritos ni subrayados, que la obra está atravesada por lo matriarcal.
Parece un día normal como muchos otros. James sale a preparar y probar su caballo; vemos las limitaciones de Lorna como madre y las tensiones con Margaret, sombra rectora que no deja lugar para que su nuera aprenda más allá del regaño y del control, tomando a su nieto para descontento de la joven. Por la ventana de la cocina se divisa solitario y un poco desorientado el caballo con el que James salió a montar. Margaret, madre instintiva a la que nada se le escapa, advierte que algo malo sucedió. Corre con el niño en brazos en busca de George, quien toma su caballo y sale rápidamente perdiéndose en el horizonte. George encuentra a su hijo a las orillas de un río, tendido en el suelo, muerto, aparentemente víctima de un desafortunado accidente. Del otro lado, en el rancho, Margaret jamás suelta a su nieto: se aferra a él premeditando la pérdida, abrazando la última voluntad de su hijo, su sangre, lo que queda de él en cuerpo y alma. Esa contención hacia el niño no es más que un presagio: el regaño de Margaret hacia Lorna fue justamente porque el agua en la que iba a bañar a su hijo estaba muy caliente y podría dañarlo. George, por su parte, es guiado por el río mismo hacia el cuerpo de James. El agua, como bien sabemos, ejerce como apoyo simbólico dentro de la diégesis cinematográfica. Acá presagia el mal, lo trágico, lo fatal. Corte. Pantalla en negro. Título de la obra. El corte en el montaje y la pantalla en negro, además, son representación de muerte.
Margaret y George se preparan para el funeral de su hijo. Engañosamente advertimos que se trata del casamiento de su ex nuera con su nueva pareja, Donnie Weboy, unos años ya desde la muerte de James. Para Lorna y su pequeño hijo es un nuevo comienzo; para los Blackledge o lo que queda de ellos sigue siendo un funeral: la ceremonia sella definitivamente la muerte de su hijo, junto a los vínculos familiares. Es la muerte definitiva de esa unión, de ese “lazo”. Sin ir más lejos, los domadores de caballo utilizan lazos en su oficio. El lazo simboliza la contención, la unión entre dos seres: el que doma a su vez instruye, enseña, como una madre; y el domado es el recién iniciado, el que debe ser instruido, como un hijo.
Los Blackledge parecen no llevarse muy bien con Donnie, a quien tratan con distancia y desconfianza. Más sabe el zorro por viejo que por zorro: mientras hace sus compras matutinas en el pueblo, Margaret es testigo a la distancia de cómo Donnie maltrata física y psicológicamente a Lorna y a su nieto Jimmy. En ese momento, el pequeño Jimmy lleva puesto un saco rojo, signo de peligro en manos de su monstruoso padrastro. Que sea Jimmy el único que lleva este color (el rojo representa entre otras cosas el peligro) hace énfasis de quien tiene toda la atención ante semejante cuadro. Margaret, a pesar suyo, decide callar, cargando con el peso de saber más de lo que quizás querría. Un día, de visita en casa de Lorna, una vecina le cuenta a Margaret que los Blackledge se mudaron sin previo aviso. La mujer no sabe decirle exactamente dónde, pero supone que a Dakota del Norte, donde la familia Weboy está asentada. Desesperada, Margaret toma una decisión drástica pero necesaria: viajar en búsqueda de su nieto, lo que se entiende como rescate y a la vez, redención. Redención por la muerte de su hijo, al que no pudo salvar de aquel fatídico accidente, depositado su instinto materno en el pequeño Jimmy: no por nada, nieto e hijo llevan el mismo nombre. Convence a George y ambos salen en su vehículo hacia terreno desconocido.
Let Him Go, de Thomas Bezucha, es un viaje hacia la América profunda, donde las carreteras conducen hacia destinos inciertos y los destinos, más que inciertos, son un viaje de ida al infierno. Algo que, justamente, el film tiene muy presente en el momento en que los Blackledge son advertidos sobre la mala fama que arrastra la familia Weboy. Desde ese mismo instante, lo que parecía un drama personal sobre una tragedia familiar y las dificultades para sobrellevar el duelo se transforma en una oscura road movie hacia una América salvaje que contrasta con la apacible vida que los protagonistas llevaban en Montana. Se podría decir, entonces, que el film es una clara relectura de Más corazón que odio (The Searchers), la obra definitiva de John Ford: lo crepuscular, además, no le es ajeno a la obra de Bezucha teniendo en cuenta el tono con que arranca: reposado, relajado, sin lugar para la épica del western. Es más, parte de lo que el realizador toma para narrar es justamente una mirada al cine puramente estadounidense y en esa raíz de su cultura ya casi perdida: el gótico americano, las rutas interminables, los peligros inherentes al viaje, los lazos familiares, los choques culturales, la carga del apellido y su legado familiar, etc.
Cuando los Blackledge forjan el choque con la familia Weboy el tono de la película cambia por completo. Otra vez, lo que advierte este proceder es el agua: la lluvia funciona como cortina hacia otro mundo, otro estadio, no solo narrativo (cambio de clima) sino también simbólico. Es un pasaje a un infierno oculto, escondido, perdido en caminos ajenos al hombre. Sin ir más lejos, en la casona del clan Weboy parece encontrarse lo ominoso, lo abominable, lo inconcebible. Ese grupo familiar, liderado por la viuda Blanche Weboy, no es más que una representación del maléfico, una imitación del género humano. Lo interesante es como Bezucha conforma el pasaje de representación malsano paulatinamente: el primer Weboy que conocemos, Donnie, es un ser despreciable que oculta su monstruosidad bajo el disfraz de un hombre normal; el segundo es Bill Weboy, quien conduce a los Blackledge hacia donde se encuentra su nieto. Bill al principio no se muestra agresivo, pero bajo la información que tenemos de los Weboy sabemos que nada bueno se trae: de a poco su posición se delata, como quien no puede contener su verdadera naturaleza. Pero es la casa donde habita la matriarca Weboy donde se encuentra la barbarie: el enfrentamiento verbal con los protagonistas es tenso, al igual que las amenazantes presencias familiares. En un momento Blanche le dice a los Blackledge que su familia está atravesada por la tragedia y que desde generaciones la muerte, la enfermedad, el dolor y la sangre no le es ajena, refiriendo su legado hacia lo maldito. Una marca que los guiará, ineludiblemente, hacia un infierno anunciado. En ambos casos, tanto para George como para Margaret, la lucha entre el Bien y el Mal, entre la luz y la oscuridad, arrancó cuando Lorna formó una unión con Donnie.
Las mujeres enfrentadas en Let Him Go tienen deudas pendientes con los legados familiares y en definitiva, con la maternidad. Podríamos decir entonces lo siguiente: la viuda Blanche, sin ir más lejos, es la reina alienígena que debe enfrentar Ellen Ripley en Aliens (1986). El viaje hacia el corazón de las tinieblas de Margaret está para reivindicar su doloroso rol materno. Ambas féminas, la reina Alien y Blanche, son reflejo (monstruoso), espejo (roto) de la protagonista salvadora, Ripley/Margaret. Por eso George, presencia inmensa en la historia (representado por el no menos inmenso Kevin Costner) adquiere en el relato una importancia política que ahonda más en profundidad la esencia crepuscular antes mencionada, además de ajustarse a un relato donde el camino está formado por las mujeres. No por nada es un ex representante de la ley y tanto el patriarca de los Weboy como el padre del pequeño Jimmy están muertos.
El tramo final de Let Him Go adquiere atmósferas asfixiantes, sórdidas, que reflejan ese mundo perdido a la vez que salvaje y sin esperanzas: una antesala a los infiernos devoradores de una América que ya en la mitad de los 50 alertaba sobre su disfuncionalidad incomprensible, aberrante. Bezucha, como quien entiende la tradición sin forzarla, es sutil en la construcción de su discurso: jamás sermonea, evangeliza ni reparte panfletos militantes. Lo suyo es destreza absoluta en pos del símbolo, las líneas de diálogo y su ajustada y acertada puesta en escena.
Neowestern cargado de hermosas simetrías ya casi olvidadas dentro de la tradición hollywoodense en tiempos de tanta falsa información autoconsciente y vacía, Let Him Go resulta una obra maestra más profunda de lo que aparenta; un viaje a ese infierno anunciado, a ese purgatorio ineludible. Una película ejemplar, a fin de cuentas, sobre la eterna lucha entre el Bien y el Mal.
(Estados Unidos, Canada, 2020)
Guion, dirección: Thomas Bezucha. Elenco: Kevin Costner, Dianne Lane, Kayli Carter, Ryan Bruce. Producción: Thomas Bezucha, Mitchell Kaplan, Paula Mazur. Duración: 113 minutos.