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CRÍTICAS - CINE

Crítica: Los Inquilinos (The Lodgers), por Sebastián Nuñez

(Irlanda, 2017)

Dirección: Brian O’Malley. Guión: David Turpin. Director de fotografía: Richard Kendrick. Elenco: Charlotte Vega, David Bradley, Bill Milner, Eugene Simon, Moe Dunford. Distribuidora: Distribution Company. Duración: 92 minutos.

Un cuento fantástico: La Independencia de Irlanda

Rachel y Edward, gemelos huérfanos y únicos habitantes de una mansión decadente, viven aislados del mundo exterior y a la sombra de tres reglas básicas que deben respetar: no recibir extraños, acostarse antes de medianoche y nunca separarse. Quebrar alguna de esas reglas provocaría la cólera de unos extraños seres que parecen habitar la parte baja de la casa y que durante las noches se apoderan de la propiedad.

Los elementos de la historia son los necesarios y esperables para un clásico relato de horror fantástico. Y es justamente ese el camino que desde el comienzo, y sin ningún tipo reparos, toma el director Brian O’Malley. Pero el camino es tan directo que en su inicio la película resulta muy torpe y un tanto exhibicionista. Realmente los primeros hacen temer lo peor y generan la sospecha de que Los inquilinos no será más que un recorrido de tópicos genéricos vacíos y ya vueltos clisés, bien decorados con imágenes gratuitas y obviamente impactantes, todo esto sumado al regodeo morboso sobre la perversa relación que los gemelos parecen destinados a consumar. Sin embargo, asistido por su autoconciencia irlandesa y la ayuda de Edgar Alan Poe –siempre bien dispuestos para estos asuntos–, O’Malley logra encausar su obra y dotarla de virtudes que, si bien no consiguen borrar del todo sus carencias, la vuelven una película digna de atención.

Las referencias a Poe son varias. Pero dos son claras y fundamentales: por un lado tenemos la aparición –fantasmal– de un cuervo, símbolo poeiano clásico que, en primera instancia, indica un estado anímico particular (“….al filo de una lúgubre medianoche, mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido”, comienza diciendo el narrador del poema) que luego deriva en una condena que parece eterna. Quien ve al cuervo (¿busca, convoca?) en Los inquilinos es Edward, justamente aquel de los hermanos que elige entregarse a las reglas y permite extender la maldición. Tan entregado está que no soporta las intenciones de su hermana, que es quien busca librarse de esa eterna pesadilla. Y es de esa diferencia que surge el perverso romanticismo de Edward, una siniestra melancolía de la que el cuervo es, mediante el despliegue de la puesta en escena, su emblema particular. El tratamiento del director de este símbolo es muy acertado: parte de lo universalmente identificable –el cuervo poeiano– para transformarlo en otra cosa, en algo con un sentido un tanto diferente del original, más propio de su personaje y del relato (sobre el final de la película este símbolo será acertadamente retomado, como una temible sombra siempre al acecho).

Por otro lodo, hay también en Rachel referencias a Poe. Promediando el film le recita a su pretendiente (y luego salvador) algunas estrofas del poema “El lago”. Pero su melancolía no es la misma que la de su gemelo. Su estado de ánimo responde al deseo de escapar, pero también a sentirse condenada porque recuerda que ninguno de sus antepasados lo ha logrado. Hay terror ante el mal inevitable y eso es lo que refleja al recitar las estrofas (“…la muerte estaba en el fondo de la ola envenenada”).

Esta puja de posturas opuestas encuentra su resolución mediante un tercer personaje: Sean, el ya mencionado pretendiente de Rachel, quien además es la clave para desentrañar el sentido último de Los inquilinos. Este personaje vuelve a su tierra mutilado luego de una guerra. La historia transcurre en los comienzos de los años veinte del siglo pasado, o sea mientras se llevaba a cabo la Guerra de Independencia irlandesa contra Gran Bretaña. A este personaje los lugareños lo tratan de traidor, es decir que ha peleado para el bando contrario (cabe aclarar que en la acertada ambigüedad de la película sobre este punto existe la posibilidad de que el personaje tal vez haya peleado en la Primera Guerra Mundial). Sobre todo esto son pocas las palabras que se dicen en la película, sin embargo, el fuera de campo se vuelve primordial y envuelve de sentido a todo el relato: nos permite ver en Rachel a esa Irlanda que busca despojarse de sus inquilinos (más bien invasores) que parecen ser eternos; mientras que en Edward distinguimos a la porción irlandesa que ha entregado su alma y quedará condenada. ¿Y qué podemos ver en Sean? La puesta en escena es clara: mientras pelea contra los seres que invaden la mansión, un clavo le atraviesa la mano, y luego –ya cargando ese unívoco signo crístico– desciende a los infiernos y entrega su vida para salvar la de Rachel. Para Irlanda su independencia significa también el triunfo y la afirmación de su fe católica, indivisible de su identidad nacional y factor polémico esencial frente a su enemigo. Por esto es que esa resolución, simbólica y no explícita, es el acierto final del director O’Malley, que yendo de Poe y lo fantástico a lo político y lo religioso (católico), logra superar sus propias torpezas y limitaciones.

 

 

© Sebastián Nuñez, 2018 | @sgn79

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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