A Melina Cherro
En el epos crístico de los Evangelios se me hizo comprender de muy joven, casi niño, una cosa o hecho narrativo-hermenéutico fundamental. El disgusto, el fastidio, la molestia con la cual Cristo realiza cada uno de sus milagros. No solo eso, es a su propia madre a quien trata malamente en el episodio de “Las bodas de Caná”. “Mujer, no ha llegado mi hora”. (Juan 2: 1-11) El inolvidable padre Emilio apuntaba en las clases del Calasanz que este “mujer” sonaba peor en arameo. (*)
Está “hombres de poca fe” (Mateo 8: 23-27) antes de calmar la tormenta en el mar de Galilea; las reticencias didascálicas antes de la misma resurrección de Lázaro (Juan 11: 41-44). Es decir, hace estos hechos fuera de lo normal, fuera de las leyes físicas y biológicas y lógicas conocidas, a disgusto, como para quienes necesitan pruebas visibles para ver la verdad, para resucitar a una nueva existencia, para moverse dentro del torbellino de una naturaleza ciega o directamente hostil. Pero incluso para aquellos que en el jolgorio de una boda no les alcanza el vino que han llevado hasta allí para celebrar una unión amorosa en trance de realizarse. Quieren más vino, más vida material, más comida, más visión material de las cosas.
Incluso en las dos “multiplicaciones de los panes y de los peces” (*), éstas son realizadas por Cristo tan solo cuando la multitud regresa no al hambre del logos hecho carne, sino al de la carne hecha logos y traducida como hambre corporal, apetito.
Así la ceguera, el hambre, la fiesta, la propia muerte son drásticamente superadas mediante algo fuera de lo natural, realizado mediante gestos que debemos imaginarnos, dada la reticencia de lo escrito -esto es un motto estilístico de los Evangelios, por cierto. También se nos trasmiten algunas –escasas- palabras, y estas son de reproche, de molestia, de fastidio por tener que rebajar su poder simbólico hecho de parábolas y de metáforas a cosas que podían ser vistas -y así fueron calificadas- como “magia”.
Los milagros son el estado de excepción de la teología política de Carl Schmitt, y son para nosotros los efectos especiales en el concepto del cine. Sencillamente viendo su empleo en el todavía más grande autor de films, la truca, el efecto es o técnicamente excesivo (Psycho) o transparente (Los pájaros), o directamente expuesto en su carácter de efecto (Marnie). Puede incluso ser todo el soporte diegético del film y en un tour de force; así una reducción espacio-temporal (La soga), como la reducción de lo mismo pero en lo abierto (Lifeboat)
Es siempre un llamado de atención, un plus donde la trama y su representación se despegan, a veces drástica y sobre todo violentamente, de la diégesis desplegada hasta ese momento. Irrumpe súbita, como una epifanía que tanto puede ser exceso –potlatch– como un decrescendo ascético de quien exhibe la drástica elementariedad de su atrezzo o el contenido de su caja de herramientas.
En la autoconciencia tenemos que el efecto especial como diferencia visible y alteración del orden habitual y diegético, termina destruyendo su propio soporte material, así sucesivamente Apocalypse Now y Titanic. El gasto se desgasta a nuestros ojos como finale. Y así pasamos de quemar un simple cuanto exiguo trineo de madera que lleva una borrosa palabra grabada y que es arrojado al fuego desconociéndosele o negándosele todo valor material o crematístico, hasta destruir todo el decorado y escenario diegético, viendo como en una katábasis la destrucción de ambos tinglados.
Aquí debe hacerse una traslación imprescindible. Cosa que habíamos apuntado en parte en “El concepto del cine” referida al empleo del potlatch o exceso ritualizado en el cine, y dando como ejemplo “la escena de la ducha” en Psycho. Aquí se trata de un exceso técnico -inútil per se– para el desarrollo de la representación, pero que paradójicamente muestra o de-muestra en su perfección y exceso técnicos la imposibilidad extrema de toda imitatio Dei por parte del artista. Y ello en extrema polémica con la autarquía renacentista, si bien aquí naciente, pero y luego llevada al exceso tanto por tardo románticos como por nihilistas.
Tenemos que el efecto especial puede ser potlatch o concesión fantástica, del mismo modo que la multiplicación de panes y de peces como el vino de “Las bodas de Caná”, lo son, por su exceso alimentario y de bebida embriagante. Así como puede ser concesión fantástica, “truco”, “pase de manos” para interrumpir por unos instantes el curso de la naturaleza y de la biología -resurrección de Lázaro, curación de los ciegos.
Tenemos finalmente la expulsión de los demonios llamados “Legión” (Marcos 5: 1-20). Aquí tenemos un milagro que en su simetría con el efecto especial del concepto de cine, es el terror, el suspenso, el estremecer (“to thrill”). Todos son golpes de efecto necesarios para una multitud creciente de espectadores que necesitan de estos sobresaltos a la continuidad espacio-temporal para aprehender, siquiera para intuir, ese logos hecho imagen.
Si Bachofen escribió hace casi dos siglos que “el mito es la exégesis del símbolo”, podría argüirse aquí que el efecto especial es el milagro o la suspensión momentánea de la realidad y de la credulidad para que el logos sea entendido.
Golpe de efecto, timbal percutido gravemente, bemol sonoro o estallido de montaje, estas suspensiones de la realidad y continuidad diegéticas son exabruptos, impromptus, que además deben -en su necesaria aparición algo dislocada- si bien apartarse algo del continuum simbólico, no por eso rozar siquiera la alegoría.
*: Primera en: Mt. 14: 13-21; Mr. 6: 30-44; Lc. 9: 10-17; Jn. 6: 1-15
Segunda en: Mt. 15: 29-30; Mr. 8: 1-10
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