El siguiente texto contiene adelantos de la trama, antes de leer recomendamos mirar la serie en su totalidad.
1. POLOS QUE SE ATRAEN
“Y se vieron desnudos”. Dice la perícopa del Génesis, locus bíblico siempre intentado reducir a su económica sexual. Cuando ya el primer pintor renacentista stricto sensu –Masaccio– en una de sus obras más famosas, pinta a Adán con el pene en erección y a Eva tomándose/ocultándose las partes genitales con la mano.
Ahora bien, esta simbólica no era una económica para este pintor y sus pares. Se estaba ya consciente de que lo general-corporal es la forma o sostén, si pasamos al realismo creado en ese tiempo y artes, más general universal. Aparece el cuerpo, pero no como problema –¿qué cosa no lo es? – exclusivo; mucho antes de llegar al actual “fisismo”, que todo lo invade y que parece dirección única, sino como forma mentiso “cosa mentale” universal.”
Fragmento de “Hitchcock en obra” de Ángel Faretta.
Habitualmente en el género policial –o como aclara el maestro Faretta, “criminal” porque es sobre un crimen y no sobre la policía– cinematográfico o televisivo (y tal como ocurre en la temporada 1 de esta serie) encontramos que la pareja de detectives que investigan el crimen en cuestión, es una pareja “despareja”. En esta temporada 3 de True Detective la pareja despareja se pone en juego de una manera diferente, extremando su forma, convirtiéndola en sentido, en idea central, en conflicto; llegando así al extremo de lo universal de esta forma originaria del género.
Si en la temporada 1 eran dos hombres muy diferentes entre sí, unidos por la investigación, es a través de dicha investigación que aparecen sus polaridades. A lo largo de los capítulos acompañamos ese tránsito lógico de diferencia-amistad- traición- reconciliación, para resolver finalmente el crimen. En esta temporada 3 la polaridad, el caso y el melodrama aparecen juntos en y no en consecuencia.
Por un lado tenemos a la pareja de investigadores oficial –por definirlo de una manera– conformada por Wayne Hayes y Roland West, la pareja de policías designada para investigar el crimen. Sin embargo la verdadera pareja, la true detective, es la de la de Wayne y su esposa Amelia, dos polos opuestos que van a ir desentramando hasta donde pueden, la trama criminal que se les presenta.
Bien diferente es esta pareja a la de la temporada 1. Aquí Amelia y Wayne son polos opuestos en todo sentido. Él es republicano, ella demócrata. Él peleó en la guerra de Vietnam, ella era parte del movimiento hippie que estaba en contra de la guerra. Él toma cerveza, ella no. Él es declaradamente católico, ella en cambio tiene un pasado progresista (culta, pacifista y militante por los derechos de los negros). Él investiga el crimen buscando detalles, es un rastreador, un sabueso. Las pistas, las evidencias, los detalles, los objetos, los mecanismos, son lo que ayudan a Wayne a investigar y a entender lo que pasa.
Amelia en cambio mira a las personas. Mira a los ojos, descubre sentimientos y emociones y es desde allí desde donde construye y re construye el pasado y las posibilidades del crimen. Es por esto que Amelia, refiriéndose al tipo de novela que quiere escribir, cita a “A sangre fría” de Capote y dice que quiere hacer un retrato de la comunidad.
Sus miradas diferentes los complementan, construyen entre ambos una totalidad.
Amelia y Wayne no son, si no es el uno con el otro. Porque siempre deben ser dos. Esta vez, hombre y mujer, marido y esposa. Ese crimen que los une es también el que los separa. Y los separa justamente porque cada uno mira diferente. Y es esa mirada diferente la que a su vez los vuelve a unir.
Por eso Wayne, en el presente, ya viejo y desmemoriado, viudo y solitario, recurre una y otra vez a la novela que Amelia escribió sobre el caso. Porque allí Amelia le dejó a Wayne sus pasos, su mirada, esa que lo guía y que lo vuelve completo. Wayne necesita de la mirada de Amelia para poder trascender.
En ese acto de reconstrucción que hace Wayne capítulo a capítulo, entendemos que el caso está inevitablemente entrelazado con su vida personal. Los hijos y la posibilidad de perderlos, en varios sentidos, es parte también de la trama. Porque mientras es caso, es conflicto para Wayne y también para Amelia. La paternidad, la familia, el hogar. Todo esto confluye en cada capítulo. Así la simetría entre la desaparición de Julie (el caso) con la inexplicable ausencia de su hija Rebecca.
El hogar, la casa, los hijos, son el lugar de regreso, de encuentro, del amor y el sexo. Pero también el lugar del desencuentro, de los reclamos, de la frustración. El misterio del caso es tan enorme, que la vuelta al hogar parece la vuelta a una vida cotidiana monótona. El encuentro como matrimonio sin el caso, los convierte en un matrimonio más. Mirarse frente a frente, desnudos (no sólo de manera literal) es también parte de la tragedia de la pareja.
Si nos queda alguna duda respecto a esto, la clave está desde el inicio. Está señalada en la secuencia de títulos. Ella es la luna, él es el sol. Polos opuestos, que se atraen, se repelen y se vuelven a atraer, porque así está hecho el mundo. Del sol, y de la luna. Del hombre y de la mujer, que son diferentes, en su forma universal.
2. EL TIEMPO ES UN CÍRCULO APLASTADO
¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada sucediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos, pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es él y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presente, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si, pues, el presente, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo decimos que existe éste, cuya causa o razón de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto tiende a no ser?
Fragmento de “Confesiones” de San Agustín.
El tiempo es un círculo aplastado. Algo así es lo que les dice Rust a los policías negros que lo entrevistan en la temporada 1, y mientras lo dice, aplasta una lata de cerveza generando con ella una imagen que podría representar aquél círculo, aquél tiempo.
El tiempo es uno de los temas centrales de esta segunda temporada. Y es sin dudarlo, el tema estructural del relato. Desde el comienzo nos ofrecen una trama que se despliega a lo largo de tres tiempos, que luego serán cuatro. Estos tiempos entrelazados, que parecen aportar diferentes pistas a la investigación central, es en realidad la memoria de Wayne; quién ya desde joven padece una enfermedad que le hace olvidar progresivamente hechos del pasado.
El secuestro de Julie, encerrada en esa habitación rosa, ocupando el lugar de la hija muerta, nos devuelve una vez más al problema del tiempo. A ese círculo aplastado. La hija perdida reemplaza a la otra hija perdida. Encerradas madre e hija sustituta en una habitación, intentan suspender el tiempo, intentan conservar aquello que se pierde, que pasa, que se escurre. A la manera, una vez más y tal como enseña el maestro Faretta, de la Casa Usher de Alan Poe –y por qué no de nuestro Bioy en su perfecto relato “El perjurio de la nieve”–, el tiempo parece detenido, apresado en una habitación en donde las dos mujeres encerradas repiten diariamente un ritual perverso de conservación. Conservar la infancia, conservar el vínculo, y si se quiere, hasta revivir a los muertos. Porque la mujer busca a través de Julie revivir a su pequeña hija muerta un tiempo atrás.
Cuando finalmente Wayne encuentra a Julie, ya adulta y con su pequeña hija, ese pasado en la habitación rosa vuelve a multiplicarse. El viejo detective a consecuencia de su pérdida de memoria, está perdido. En ese estado encuentra a la chica perdida, a esa que buscó durante años. Pero ahora, es la chica perdida la que rescata al viejo Wayne. La hija de Julie descubre a Wayne y lo mira asustada, y es esa mirada la que nos vuelve a traer al otro negro, al de un solo ojo, y gracias a la pequeña podemos recuperar o imaginar que así miró Julie por primera vez a ese hombre que luego la llevó a la habitación rosa. El tiempo se aplasta, se vuelve sobre si mismo, replicando una y otra vez cada uno de los hechos del relato. Pero cuando Julie asiste al viejo Wayne y la niña descubre que es un pobre hombre que está perdido, entonces su mirada se ablanda, y es esa mirada de niña la que cura el pasado oscuro que vivió su madre.
El problema de conservar el tiempo, o de detenerlo, aparece también con el personaje de Brett Woodard –el indio que recolecta basura– que vive atrapado en su pasado de soldado, y por más que intenta salir de allí, no puede. A tal punto está atrapado que su casa termina siendo una trinchera, una verdadera trampa de guerra. Vivir atrapado en la guerra, volviendo una y otra vez a Vietnam no es sólo el estado de Woodard; hay una parte de Wayne que nunca salió de la selva. No sólo podemos verlo en su forma de investigar, cual buscador en medio del campo de batalla, también asistimos a sus recuerdos en donde confunde una cosa y la otra. El regreso de Wayne –y de Woodard– a la guerra de Vietnam es también esa vuelta recurrente de la historia de Estados Unidos. Y porque no, la nuestra. La historia que se repite y nos lleva nuevamente a ciertos lugares por los que ya hemos pasado.
Y esto nos lleva al final. Si de conservar el tiempo se trata, el que es capaz de hacerlo es el propio Wayne, porque no lo convierte en un perverso ritual. Su estar en el tiempo (pasado-presente -futuro) es un estado del alma. Esto se construye a lo largo de los episodios. Y si al principio parece repetirse el mecanismo de la entrevista, es en realidad para ir construyendo paulatinamente otra cosa. En el capítulo final la coexistencia de los tiempos se produce de manera fantástica. En la escena en que Wayne y Roland viajan en auto para finalmente descubrir la habitación color rosa, los tres tiempos confluyen entre ventanas y espejos, como si ese lugar tuviese un poder sobrenatural, una capacidad de hacer converger los tres tiempos en uno. Esta idea llega a su cumbre en ese plano casi final, cuando el viejo Wayne ve a sus nietos andando en bicicleta –al igual que en el capítulo 1 Julie y Will– y es esa visión la que nos hace adentrarnos en su ojo que es también su alma, y volver a vivir una vez más los hechos pasados.
Los recuerdos de Wayne lo llevan de un lado al otro en el tiempo. Recuerda el pasado, piensa en el presente en busca de un posible futuro –entiéndase resolver el caso finalmente–. Gracias a Wayne los tres tiempos funcionan entrelazados. En ese deslizar de los tiempos del relato, en los intersticios de memoria de Wayne, volvemos a pasar no sólo por los pasos de la investigación, sino por su relación con Amelia.
Para Wayne recordar los momentos pasados con Amelia es doloroso. Porque su vida de pareja estuvo llena de escollos, malos entendidos, sufrimientos. Porque el amor para Wayne y Amelia duele. Porque el amor los confronta y potencia sus trágicas diferencias. Y sin embargo, por más terribles que sean esos recuerdos, Wayne prefiere volverlos a vivir. Porque era mejor el tiempo pasado en el que Wayne estaba con Amelia, que el trágico presente en el que Amelia no está.
Así, en esta True Detective el tiempo cobra forma de una espiral. Esa espiral en la que está encerrado Wayne, en donde una y otra vez vuelve a recordar, vuelve a pasar por cada uno de esos momentos. Desde sus pasos por la selva vietnamita, los chicos paseando en bicicleta, y los ojos de Amelia que lo llevan una vez más a preguntarse qué fue lo que ocurrió.
La espiral vuelve otra vez modelando al tiempo, que es vivido de otra forma. Aunque siempre es el mismo, porque es eterno.
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