Picco (Alemania, 2010)
Guion y Dirección: Phillip Koch. Producción: Phillip Worm, Tobias Walker. Elenco: Constantin von Jascheroff, Joel Basman, Frederick Lau, Martin Kiefer y Jule N. Gartzke. Duración: 104 minutos
Picco del director Philip Koch (quien se encuentra de visita en este 10º festival) haya sido quizá, mi peor experiencia cinematográfica. Basada en una historia real, cuenta los días de un grupo de jóvenes delincuentes en una cárcel alemana, sin ninguna expectativa de futuro ni redención, donde la violencia y la crueldad son la moneda corriente, no sólo a modo de subsistencia, sino de liberación frente a la opresión del encierro.
Hasta aquí una historia poco novedosa, pero de todos modos descarnada, cuya estética (preponderancia de verde en la fotografía por ejemplo) recuerda a Hunger, aquella película de Steve Mc Queen presentada en el Bafici del año pasado. Pero las similitudes son únicamente visuales, porque éticamente la película alemana deja mucho que desear.
Aún sigo preguntándome como Philip Koch, se aventuró a realizar su primer largo de ficción planteando de forma tan realista y sádica una temática que ya de por sí, suele ser cruel. No me considero una persona fácilmente impresionable, pero detesto el ensañamiento contra un personaje, y como en este caso sin justificación alguna.
Más de cuarenta minutos de tortura explícita, es una jugada arriesgada para cualquier director, y a Koch se le fue de las manos. Estaría tentada en recomendarle que lea a Bazin o en comentarle que existe el fuera de campo (visual y/o sonoro). Pero luego recordé que supo utilizarlo en ciertas escenas y de forma muy correcta. Entonces ¿con qué necesidad regodearse en el sufrimiento de uno de sus protagonistas… o en definitiva en el de todos ellos?
Reconozco sí el talento de los actores intervinientes. IMPRESIONANTES. Y Joel Basman se lleva todas las palmas. Sin embargo…
Por Romina Gretter
Una denuncia feroz sobre el fallido sistema en el que los correccionales alemanes de menores están insertos. Basado en una historia real, el film muestra descarnadamente cómo es en aquellos lugares la lucha por la supervivencia. Es la vida ajena o la propia; sin otra regla, los jóvenes que purgan sus penas deben atravesar situaciones límites en las que los valores que les quedan no sirven para nada.
Con planos contrastantes, el film muestra el aislamiento y la soledad absoluta de jóvenes adolescentes que pasan sus días encerrados en el reformatorio. Cercados por muros y rejas, el silencio absoluto reina por momentos, mientras que en otros los ruidos que se escuchan son estremecedores. Con un nivel de agresión y violencia casi pornográfica, la cámara es testigo directo de una realidad cruel.
Centrada en Picco, uno de los jóvenes que ingresan a la institución, la trama desnuda cómo los que allí habitan deben hacer frente al abandono de su entorno y adaptarse a la hostilidad. Llegan con miedo a un lugar en el que deben pagar su derecho de piso; lo que no pueden saber es el costo que deben enfrentar. La impotencia se refleja constantemente en sus rostros.
Los personajes de la historia, muy bien compuestos, son como engranajes de una máquina macabra cuyo trabajo es hacer aguantar a los más fuertes. Los guardias parecen amables, pero a través de su indiferencia absoluta ante hechos concretos ejercen una violencia tremenda. La psicóloga pareciera estar ajena a la realidad, y su inacción la hace en parte culpable de todo lo que allí adentro ocurre. Los jóvenes son víctimas de todo ello, pero a su vez victimarios de sus pares.
La idea es muy buena, pero el director optó por el camino de perturbar al máximo al espectador. Con un relato centrado en mostrar explícitamente innecesarias escenas de violencia que podrían estar sugeridas, sin perder por eso el objetivo de denunciar, dejó de lado la posibilidad de explorar un poco más en profundidad la evolución psicológica de los personajes. Esta se esboza en la conducta de Picco, aunque con poca fuerza.
Picco resulta un film fuerte, violento, en el que los roles de culpables y víctimas cambian constantemente.
Por María Eugenia D’Alessio