OTTO PREMINGER. LA PÉRDIDA DE LAURA
—He manifestado —dijo Lucavski— que, en el fondo, todo es posible. En suma, que todo razonamiento, por más que las consecuencias a que pueda conducir sean inverosímiles, debe mantenerse, siempre que sea lógico. La mayor parte de los hombres nunca descubre la verdad, porque les parece ya demasiado pesado ir a buscarla, o porque los resultados de sus reflexiones les parecen imposibles. Pero lo que hoy es imposible, mañana será cosa obvia. Sí, hasta es concebible que las más de las cosas que ocurren sólo sean posibles porque la gente no es capaz de preverlas.
Alexander Lernet–Holenia, Las dos Sicilias
A lo largo del devenir de Occidente hay estructuras históricas que, tras su ocaso, decadencia y extinción siguen sobreviviendo como formas o maneras que crean nudos de sentido (1) que, a su vez, fundan o sostienen figuras emblemáticas del pensar y el poetizar.
(1) Es momento de decir aquí, que cuando empleamos “nudo de sentido” lo hacemos utilizando una imagen mítica: el nudo gordiano. Este, tradicionalmente, con-figura un laberinto en escala. Le fue presentado a Alejandro Magno cuando se disponía terminar sus conquistas. A quien lo desanudara le sería dada la conquista del Mundo. Alejandro lo corta con su espada, y poco después sus conquistas se detienen; en la frontera con la India, téngase en cuenta. De allí un dilema que el mitologema menta de esta manera: cíclicamente ese nudo puede ser cortado o se puede intentar desanudarlo; de allí dos posiciones que son emblemáticas sobre el operar hermenéutico. El tema, desde luego, merece un tratamiento in extenso y por separado.
Lo egipcio, lo alejandrino, lo bizantino, y lo austrohúngaro son esas figuras.
De todas ellas, lo austrohúngaro es figura hondante en el hacer del cine prácticamente desde su invención.
Así, en ciertos elementos constitutivos de la obra de Fritz Lang; toda la obra de Max Ophüls y, ya como continuación de lo austrohúngaro por otros medios, y en otros medios, la obra de von Sternberg.
Una segunda articulación de este elemento aparece, tras la primera y temprana autoconciencia, en las obras de Joseph L. Mankiewicz y de Otto Preminger; aunque ciertos elementos o maniere de lo austrohúngaro pueden rastrearse también –aunque de manera más ocasional o quizás sesgada– en films de George Cukor, Lubitsch y Douglas Sirk; y ya en parte degradada en los films de Billy Wilder. (2)
(2) Qué otra cosa pueden ser films como Sunset Blvd. (1950), por ejemplo, más que la ya temprana museificación y petrificación de este elemento austrohúngaro, vuelto mero decorado, “atmósfera”
En cuanto a la obra del español Luis García Berlanga hubo un por demás declarado elemento austrohúngaro; pero con el correr del tiempo nos hemos ido convenciendo que salvo –y quizás– en sus primeros films, ello fue más bien un wishful thinking, un intento por hacer pasar deseos por realidades.
El cine de sus últimos años, sumido en el así llamado “destape” sepultó sus primeras y mejores intenciones.
Al “elemento austrohúngaro” del cine lo hemos caracterizado también como un temprano rasgo de decadencia. Este matiz o nuance de temprana decadencia debe ser puntualizado y examinado ahora teniendo presente la repercusión sufrida tras la autoconciencia dentro de esa referida esfera del operar del cine.
La autoconciencia, en su saber que se sabe y qué se sabe, llevó de manera inevitable a que tanto los autores de films que ya venían desarrollando una obra antes de Citizen Kane (El ciudadano, 1941) como también a los que comenzaron su obra tras este film, tuvieran que reordenar o reubicar sus respectivos mundus y perspectivas tras ese temprano, prematuro y hasta “inoportuno” desocultar demandante que dio lugar a lo que llamamos “el Quia del cine”.
Este Quia dio cabida –y cobijo– a una paralela e inevitable aparición de la situación de cura; un cuidado del demandar ya autoconsciente del operar del cine. Esa cura se refractó o dividió casi inmediatamente entre una cura-custodia y una cura–coleccionista. La primera lleva a un pensar del cine a cargo del Quia del espectador; la segunda, a la cinefilia y a su inexorable decaer en diferencia tecnificada, vista como mero coleccionismo de afiches y de trivia, “cineclubismo”, et al.; en resumen, a la trivialización del cine como último avatar de la cura–coleccionista.
La cura-custodia se nos aparece, entonces, como un organizar y dar cobijo al Quia del espectador como comunidad expectante de una posible reubicación de sus menguadas fuerzas decisorias. También puede describirse como un poner fuera de campo a la comunidad, cosa que, si bien el cine se propuso desde sus comienzos, con la autoconciencia, este poner fuera de campo se volvió transparente en su demanda mediante la aparición del Quia del espectador.
Este Quia es, entonces, el poner demandante a una comunidad o posibilidad de una comunidad en un fuera de campo que recibe el saber del cine, tanto el saber que se sabe como el saber qué se sabe.
Para apuntalar esta cura-custodia, los autores de films, con la división temporal apuntada más arriba, se organizaron en su operar demandante de la siguiente manera: aquellos que ya tenían una obra anterior en marcha difuminaron, problematizándola, la transparencia de sus films. Los que empezaron a filmar tras Citizen Kane partieron de diégesis ostensiblemente más complejas que las empleadas en la etapa del reino de la transparencia, logrando así compactar el operar demandante del cine hacia el Quia del espectador.
El proceder del Hitchcock de Shadow of a Doubt(La sombra de una duda, 1943) o Lifeboat (Ocho a la deriva, 1944) es ejemplar en cuanto al primer grupo. Films como Laura de (1944) Otto Preminger o Johnny Guitar (1954) de Nicholas Ray, del segundo.
Pero también la aparición de esa temprana y ahora vemos que tosca autoconciencia con Citizen Kane hizo que ciertas potencialidades de territorialidad que se habían mantenido en una rigurosa situación de simétrica transparencia durante la primera articulación del período clásico, saltaran también “a la vista” en cuanto a su operar demandante sobre el Quia del espectador.
De todas esas territorialidades, ninguna saltó hacia la autoconciencia tan provista de todos sus atributos emblemáticos intactos como la austrohúngara, en tanto había conservado de manera casi completa entera sus diferentes matices, nuances y maniere, apoyada además, y paralelamente, en una simétrica conservación por elementos extra fílmicos. Intentaremos explicarnos.
Lo que denominamos “elemento austrohúngaro” tuvo, a lo largo de las décadas anteriores (1920–40), un paralelo y simétrico avatar extra-fílmico. La pintura de Kokoshka, la escultura de Wotruba, las ficciones y ensayos de Hermann Broch, Robert Musil, Heimitio von Doderer, Elias Canetti, entre otros, la arquitectura de Adolf Loos, y la música de docenas de compositores –muchos de ellos en estado de diáspora permanente– articularon ese nudo de sentido.
Así como también el “descubrimiento” por esos mismos años de obras que habían mantenido una voluntad de azaroso anonimato, como son ejemplarmente las de Otto Weininger y Karl Kraus o –en la “rama triestina”– las obras de Carlo Michelstaedter o Scipio Slataper; claro que y también la de Franz Kafka como su locus mirabilis; aunque esta obra hecha fue circular de manera póstuma y en forma un tanto equívoca.
Este entramado de obras, figuras y maniere del pensar y el poetizar dieron lugar a una paralela articulación de temas y motivos que los autores de films de origen austrohúngaro refugiados en Hollywood organizaron de manera ejemplar; configurando, tras la aparición de la autoconciencia, un mundo rico y extraño en su fascinante anacronismo. Recordamos una vez más el sentido en el que empleamos el concepto de “anacronismo”: algo fuera del tiempo habitual. No necesariamente vuelto hacia el pasado, sino también hacia un presente polémico agónico y hasta con una perspectiva de futuro, si bien problemático…
Cierto periodismo cultural ha hablado hasta el hartazgo de la “colonia alemana de Hollywood”, pero no logró establecer –según costumbre– ningún punto de mira hermenéutico, ya que tal forma de banalización contemporánea no puede nunca decidir nada, tan sólo aumentar los flatus vocis y los ripios.
Ese elemento alemán de Hollywood era preponderantemente austrohúngaro. La presencia allí de docenas no sólo de directores de cine, sino también de guionistas, comediógrafos, escenógrafos, vestuaristas, figurinistas, coreógrafos y músicos de esa procedencia, es algo por demás ostensible.
Si bien muchos de ellos habían nacido dentro de la mundanidad o determinación geográfico–histórica alemana, como territorialidad o, mejor dicho, como ecumene se decidieron u optaron por lo austrohúngaro.
A lo largo de la década del treinta del siglo pasado, Hollywood se convirtió en un refugio de elementos provenientes de Alemania y de los países que conformaron el abolido Imperio austrohúngaro; la mitad, o más, eran de estirpe judía. Todos emigraron por una oposición tenaz –aunque trazada con diferentes matices polémicos– al nazismo. Por esos mismos años, nazismo y “germanismo” (o lo alemán) se habían vuelto casi sinónimos, es decir, habían creado un nudo de sentido. La pertinencia justicia, o no, de tal homologación imaginaria puede ser pasada por alto en este lugar. Lo importante a nuestros fines es cómo se resolvió ese nudo de sentido. Ese “cómo” fue posible, sostenemos aquí, por una recuperación del elemento austrohúngaro puesto en marcha –y en escena– por todos ellos, para desechar simbólicamente el “germanismo” que los hostilizaba aun de manera fantasmal.
“De todo laberinto se sale por arriba”, dice nuestro Marechal; de allí que ese “arriba” fue el arribo de todo ese elemento cultural en el exilio hacia un abrevar vivificante y purificador que les ofrecía la territorialidad austrohúngara.
Ejemplar a este respecto es la resolución que por esos mismos años desde fuera del cine y dentro de Europa acuñaron dos escritores judíos de habla alemana, nostálgicos de lo austrohúngaro abolido como política imperial: Walter Benjamin y Joseph Roth. El primero nacido en Berlín y el otro, en una de esas últimas fronteras del Imperio austrohúngaro que limita borrosamente con lo que hoy es Polonia y lo que volvió a ser Rusia.
En ese “desierto de los tártaros”, última marca de una frontera que Dino Buzzati emblematizó de manera sui generis, nació Roth. Primero, judío más o menos liberal e izquierdizante, y que tras la derrota y la desaparición del Imperio se convirtió en su apólogo en el exilio. A lo largo de un exilio donde la bohemia se confunde con el aristocratismo errante, y que tuvo como escenario a casi todas las ciudades de la mitteleuropa hasta concluir en París, el autor de La marcha Radetzky y La cripta de los capuchinos (3), fue igualando Imperio con catolicismo, fe a la que se convirtió en los años de su peregrinar…
(3) “La marcha Radetzky” es el título de una marcha militar compuesta por Johann Strauss (padre) en 1848 para el ejército imperial habsbúrgico y que llegó a convertirse en el himno del Imperio, y cuyo título refiera a uno de sus más célebres generales. La cripta de los capuchinos es una iglesia de la orden franciscana situada en Viena, donde se sepultan desde hace siglos a los integrantes de la dinastía de los Habsburgo.
En un trabajo erudito y ejemplar, el francés Louis Vedrines nos cuenta el emocionado y emocionante entierro de Roth. “Si la muerte había sido sórdida, las exequias a pesar de la pobreza del ‘servicio’ fueron dignas de un soberano. Fue en el cementerio de Thiais, el 30 de mayo (de 1939); un inmenso grupo de proscriptos de Alemania, Austria, y de las tierras más lejanas del viejo Imperio. Se encontraban codo con codo ilustres y desconocidos; los desarraigados por quienes Roth se había esforzado, en los límites de sus medios (y quizás más allá de esos límites), en volver el exilio menos amargo; porque su compasión se había extendido a todos, cuales fueran sus creencias y sus opiniones. Muchas de aquellas que habían pasado por la vida de Roth se juntaban cerca de la tumba: Andrea Magna Bell, la actriz Sybil Rares, y una misteriosa lituana, Sonja Rosemblum (…) de la cual nadie había oído hablar. El conde Trautmannsdorf, que representaba a Otto de Habsburgo, posa sobre la tumba una corona donde el ruban, con los colores de la dinastía, amarillo y negro, llevaba un simple nombre: ‘Otto’.
“Sin duda ese homenaje imperial al pequeño judío polaco, hubiera sido considerado por Roth como la coronación soñada de su singular itinerario espiritual.” (4)
(4) Louis Vedrines: Joseph Roth ou la Nostalgie de L’Empire. NouvelleEcole Nº 44.
El caso de Walter Benjamin ha sido tan estrujado, manipulado y manoseado, que debe formarse una suerte de cordón sanitario hermenéutico a su alrededor para rescatar el pensar de una figura a la que se la ha “hecho decir” cualquier cosa, y eso aun por sus supuestos “albaceas”. (5)
(5) Sobre estos bochornosos manejos póstumos hay–y afortunadamente– todo un material crítico que pone las cosas en su lugar. Recomendamos de entre ellos: Walter Benjamin y sus afinidades electivas, ensayo de Rafael Gutiérrez Girardot, que forma parte del volumen Cuestiones. F.C.E. 1994.
Aquí solo queremos apuntar, tentativamente, cómo el transcurrir fragmentario de los escritos de Benjamin es atravesado verticalmente por lo austrohúngaro. Sus a veces laberínticas y ciertamente también confusas especulaciones sobre el coleccionismo, la pérdida del aura en la época de la tecnificación –concepto pésimamente entendido, o más bien desfigurado por ignorancia o por mendacidad–; lo apuntado sobre el flâneur y el jugador como dandis desplazados; sobre Baudelaire como acuñador de la modernité son, aunque más no fuere, briznas, chispas de unas iluminaciones breves, pero que no cesan de iluminar y que deben ser rescatadas y cobijadas –curadas– de manera precisa y preciosa.
Pero todas ellas, repetimos, son sazonadas por el elemento austrohúngaro y se refractan en el primer film (6) de Otto Preminger, Laura.
Laura es liminarmente el desplazamiento del coleccionista benjaminiano a una territorialidad diferente que actúa como punto de refracción de sus operaciones eruditas y conservacionistas. El Waldo Lydecker (Clifton Webb) de Laura es: 1) el coleccionista de una belleza abolida vuelto escritor epiceno; 2) el flâneur vuelto irónicamente un sedentario urbano; 3) el dandy baudeleriano provisto de una ostentosa fortuna, producto de su labor como columnista de un diario de gran tirada; 4) el pequeño tirano doméstico de un grupo de figuras mundanas y demimondaines a las que maneja –o cree manejar–a piacere; 5) y finalmente, el exangüe coleccionista de una belleza gélida de la que intenta convertirse, tardíamente, en “creador”; y es con ese afán de “pigmalionismo” tardío que comienza y acaba la historia de sus desgracias…
Tras una larga vida de conservación de creaciones ajenas –como el hondante Charles Foster Kane–, y tras una exitosa carrera de escritor ponzoñoso a sueldo como arbiter del gusto semimundano, Waldo Lydecker intenta crear, casi de la nada, a una mujer perfecta, Laura.
Ese “casi” indica se resume en que Laura Hunt, el soporte carnal, es y seguirá siendo esa otrora Laura petrarquesca hoy tornada “creativa” de una agencia de publicidad,una mujer que no quiere ni necesita excelsitudes de una trasmundanidad vicaria. El cínico que era o creía ser Waldo se transmuta cíclicamente en el romántico agonizante de un platonismo burgués.
(6) Preminger dirigió varios films antes que Laura; pero, como nuestro Bioy Casares (con sus primeros libros), el director impidió su distribución o redistribución. Ellos son: Die Grosse Liebe (1931), el único film rodado en su Viena; Under Your Spell (1936); Danger–Love at Work (1937); Margin for Error (1943) e In the Meantime, Darling (1944). Esta obsesión hizo que incluso, al parecer, llegara a comprar los negativos para destruirlos.
N. B: Nuestro Carlos Mastronardi persiguió a lo largo de décadas un libro de poemas (Tratado de la pena) para destruir sus ejemplares…
(7) Es importante anotar, siquiera brevemente, cómo el cine clásico de Hollywood acuñó en sus diégesis tipos, motivos y figuras que solo se hicieron habituales décadas después en otras partes del mundo; digamos Buenos Aires…
Waldo no puede “poseer a Laura”; poseerla como ese paso a la otredad que sería –para Laura– la culminación de su estar en el mundo, aun especiosamente. Hablar –como ya casi es canónico– de “homosexualidad” en el caso de Waldo es tan sólo simplificar las cosas, sacarse el problema de encima. Waldo, más que sexual –hetero u homo– es sensual; un perverso refinado, si queremos. Pero si, etimológica y tradicionalmente, perverso es aquel que toma un desvío para evitar o negar lo fatal de la especiosidad humana, tal personaje es el emblema de una diferencia que, en su imposibilidad de ser tecnificada, desemboca irremediablemente en el volverse “único y singular”.
En ese operar perverso, Waldo Lydecker utiliza ancilarmente su saber situado en lo epiceno periodístico para eliminar los cíclicos intentos de concreta posesión sexual de los hombres sobre su creación ideal. De tal modo, vemos que el primer candidato en ser eliminado es Jacobi; el pintor que crea ese cuadro ya legendario que abre y cierra el film.
Waldo utiliza su columna y demuele las pretensiones de Jacobi; describe con fruición a aquellos maestros a quienes éste copia, etc., etc. “Fue una obra maestra porque fue un acto de amor”, comenta retrospectivamente Waldo al detective (Dana Andrews) que está investigando la muerte (supuesta, como sabremos luego) de Laura.
Al parecer, Waldo ha conseguido también sacarse de encima a un nuevo avatar de aquello que juzga como un “eterno masculino”: un botarate de una “buena familia”, devenido en gigoló free lance de una madura tía de Laura…
El círculo hermenéutico vicioso
Para Waldo no hay obra maestra si no se tiene a quien comunicársela, a quien –¿cómo diremos?–, ofrecer ese don o prenda para que el otro comprenda el proceder del creador de artificios.
El detective Mac Pherson es el azaroso destinatario de tal vicariedad. Waldo lo recibe en su casa; lo atiende sumergido en una bañera de mármol a la manera de un emperador romano. Ostensiblemente, le muestra su anatomía desnuda, su trasero; se viste lentamente frente a él en una suerte de clase de detallismo sibarítico; camisa, nudo de la corbata, clavel en el ojal, sombrero de fieltro, bastón y un meticuloso arrugar coqueto del pañuelo en el bolsillo superior de su saco…
Parece “colarse” sin más en la investigación rutinaria de Mac Pherson para tener oportunidad de intercalar sus bien medidos y meditados epigramas cínicos. ¡Pobre del esteta contemporáneo sin una platea, siquiera odiosa o semi educada ante la cual interpretar su rol!
Porque Preminger muestra en este, su film hondante, cómo esa imposibilidad de conocer la Verdad; ese agnosticismo raigal que será uno de los ejes de su obra, es la otra cara de un aristocratismo ya imposible, al carecer de una corte que satisfaga sus apetencias de poder suntuario. Poder que, entonces, debe limitarse al coleccionismo privado, a una creación ex nihilo de un platonismo inoperante, por romántico. (8)
(8) Todo platonismo caído o invertido se torna en buena medida tardo romanticismo.
Pero si Waldo parece “colarse” al comienzo del film en el periplo detectivesco de Mac Pherson, es éste quien pasivamente se cuela en la interioridad erudita de Waldo. Que debe confesar a un alguien, a un “otro”, los logros de su creación artificial.
Lo agasaja en un ristorante italiano, le da a beber vino; la música de fondo con un suave violín proporciona la atmósfera adecuada (9). Antes, en el departamento de Laura, le muestra su cuadro, sus vestidos, sus joyas y sus perfumes. Describe, como un subastador de esencias, los restos inertes de una criatura artificial. El resultado inexorable es que Mac Pherson se enamora vicariamente de Laura. Se enamora de tal manera que, en su deseo (que cree propio tan sólo), parece traerla de nuevo al mundo de entre los muertos.
(9) Clásicamente, “lo italiano” es signo de mundanidad sofisticada en las diégesis del cine clásico norteamericano; tema que debe desarrollarse.
Laura es una variante especular del mito de Orfeo y Eurídice.
Así arribamos a uno de los axiomas centrales de estos estudios: el cine es la “recapturación” o de rescate de lo mítico entre los fragmentos caídos en la fosa de Babel.
Esta “babelización de lo mítico” puede ser o resolverse en: 1) un recordar tecnificado como en el caso, ejemplarmente, el Cody Jarret de White Heat (Raoul Walsh, 1949); 2) en una refracción del mitologema en héroes que no pueden tolerar su reaparición, como el Waldo de Laura o el Scottie de Vertigo (1958), o 3) y ya en la segunda articulación de la autoconciencia, es un intento de operar ese saber mítico dentro de un mundo que es –o ya fue-, cristiano: el Kurtz de Apocalypse Now (1979) y “El muchacho de la motocicleta” de Rumble Fish (1983)
La continuación del círculo hermenéutico vicioso, o de la autonomía de los artificiales
Ese simulacro que es Laura –según Waldo– intenta, en sus “tentativas de fuga de la esfera paterna”, (10) organizar en la periferia, en los extramuros semipoblados de signos que limitan con las tierras baldías de lo “ignoto”, poblar –a su manera– sus propios simulacros especiosos. Consigue su objetivo con dos mujeres a las que emplea como “sub-creaciones” de Laura: su criada, a la que ostensiblemente vampiriza; (11) y una “modelo” de su agencia –Diana Redfern–, que es una creación ya tan madura que en su autonomía, le roba a su vez algo, un resto o desecho de su halo: Shelby, el gigoló de su tía, y con quien Laura estaba a punto de casarse.
(10) “Tentativas de fuga de la esfera paterna” es el título que Kafka pensó alguna vez para toda su obra.
(11) Es obvio, en este aspecto, que la criada se ha “enamorado” –también imposiblemente– de Laura.
Más aún: Diana se ha vuelto una copia tan perfecta que el mismo Waldo la confunde con la propia Laura –si bien en la oscuridad de la noche–, disparándole en plena cara. Allí tenemos el círculo perfecto vicioso de una hermenéutica problemática. Waldo crea a Laura, pero no puede “poseerla”. Laura, en su especiosidad, busca hombres que puedan completar la obra de Waldo y darle paralelamente una autonomía impensable en la esfera paterna de Waldo. Waldo elimina puntualmente –ejerciendo una crítica estética sui generis y privativamente egoísta– a los posibles hombres de Laura. Al mismo tiempo, necesita a un alguien–otro para que pueda ser depositario–testigo de la perfecta genialidad de su creación; y de tal modo elige a Mac Pherson. Este acepta como “real” el simulacro del coleccionista pigmalionesco y, en su deseo que no puede concebir como secundario, parece resucitarla de entre los muertos.
Laura, al fracasar en sus intentos de autonomía especiosa, busca una autonomía redundante creando copias de sí misma. Su logro más perfecto es Diana, una “modelo” de su propia agencia de publicidad; copia vicaria tan perfecta que Shelby–posible futuro marido– tiene amoríos con ella. Pero también el propio Waldo confunde a Diana con Laura, cuando este aciago demiurgo intenta destruir su propia creación.
Mac Pherson, quien a su vez ha adquirido autónomamente los deseos vicarios de Waldo, la rescata de entre los muertos. Lo cual, lleva, empuja a Waldo a intentar–por segunda vez– destruir su propia creación; ya que Laura se ha enamorado de Mac Pherson. Pero –y allí está el nudo de sentido de este círculo hermenéutico vicioso– Waldo no comprende que el amor de Mac Pherson por Laura es también una creación propia.
El esteta autónomo vicario de la modernidad ha alcanzado la cima de su perfección artificiosa, y ha creado no sólo una mujer sino también un hombre. Porque –aunque de manera inversa– “no es bueno que la mujer esté sola”. Con lo cual Waldo ha alcanzado el status de Dios. Pero de ese “Dios” que debe cíclica y míticamente autodestruirse. Aquello que los pensadores tradicionales (12) llaman el Deus otiotus. Un dios ocioso. Uno aburrido o desentendido de su propia creación. Uno de cuyos mitologemas o variantes más recurrentes es el de Cronos–Saturno, devorador de sus hijos. Ese devorador que es el tiempo, (13) refiere también a la pérdida de una cíclica Edad de Oro que –irónicamente refractada en la modernidad– se vuelve aquí la caída de un tirano doméstico provisto de un saber colecticio y que intenta devorar a hijos en forma desplazada.
(12) cfr. Mircea Eliade, passim.
(13) La etimología que hace derivar el término y concepto de “tiempo” del dios Cronos (Saturno) es puesta en duda o cuestión por algunos filólogos.
Los relojes simétricos propiedad de Waldo (uno en su casa, y otro en casa de Laura; éste regalo de aquel) manifiestan tal estado de cosas en un periplo que es tiempo perdido de una imposible Edad de Oro vuelta coleccionismo suntuario. Esos simétricos relojes sirven para que en uno de ellos Waldo oculte -dentro del pedestal- el arma que utilizará en su doble intento de deshacerse de Laura.
Finalmente su disparo agónico sólo destruye a ese mecanismo de tiempo artificial oculto tras la “cara” del reloj; tal como no pudo destruir la cara de Laura, sino la de su copia.
Poco antes de que esto suceda vemos a Mac Pherson investigando minuciosamente ese reloj. Luego de ello, acomoda su pañuelo en el bolsillo superior de su saco, y en forma similar a la manera en que vio hacerlo a Waldo en la escena inicial del film.
El final–feliz–problemático de esta obra nos muestra a una Laura y a un Mac Pherson supuestamente “liberados”. Pero con la muerte de Waldo ¿cuánta autonomía podrán adquirir al eliminar a ese demiurgo perverso?
La muerte de Waldo esa aquí también una variante del tema de “la muerte de Dios” pero desplazado hacia un agnosticismo secular que mantiene y recurre al mito como forma de su operar.
De allí que si nos hemos detenido en Laura de manera por demás extensa es porque este film debe verse como uno de los inmediatos frutos de la irrupción de la autoconciencia en el del cine. Uno que muy tempranamente se pregunta por la posible muerte de un garante metafísico del saber; y que también demanda al recién acuñado Quia del espectador hasta dónde puede operar ese demandar.
Preminger nació en las postrimerías del imperio habsbúrgico. Se formó en Viena, donde su padre ejercía como fiscal general. Estudió derecho, aunque no llegó a ejercer la abogacía puesto que fue atraído por el teatro. Allí se convirtió en el alumno dilecto de Max Reinhardt, y algo después en director del Theater in der Josefstadt de esa ciudad.
Así, dos pasiones simétricas signaron desde muy temprano y declaradamente el futuro accionar de Preminger: las leyes y el teatro. La abogacía como actuación, y los actores de la historia –sea esta menuda o universal– como criaturas o marionetas de un fiscal general que ausentado de sus funciones es reemplazado por el director de la representación.
Hay mucho del mundo poético de Pirandello en el cine de Otto Preminger. Un pirandellianismo en todo caso más mullido, mórbido; suavemente confortable en su agnosticismo. Una postura que al escritor italiano nunca lo dejó conforme.
Todos los personajes de Preminger parecen deambular de un ensayo general a otro no llegando nunca a la Opening Night, a la función de estreno; a lo sumo consiguen una función privada para la prensa e invitados especiales.
El problema es que en ese interminable ensayo general se agota la vida de sus héroes–actores; y se agota también la Historia como sostén y soporte–escenario sobre el cual se representan esos devaneos agotadores; esos ensayos generales que nunca terminan. Como vemos a lo largo de Anatomy of a Murder (Anatomía de un asesinato, 1959)
Ciertamente este film se nos aparece como el non plus ultra de lo “teatral” en el cine. Pero lo teatral asimilado, rumiado, canibalizado por el cine y que de consuno lo juzga en su “función”.
Sólo unos pocos autores, como Mankiewicz o Cukor, alcanzarán tal estadio de teatralidad fingida y hasta redundante en su manejo y puesta en escena de lo azaroso.
Si –como sostenemos– el cine es “el arte del azar controlado”, estos tres autores de films se muestran como los exégetas perfectos de tal axioma. Tan sólo Eric Rohmer pareció en algún momento haber captado –entre los contemporáneos– esa capacidad del cine de reconducir lo teatral por otras vías. Si bien esto fue inmediatamente desmentido por su obra consiguiente que no fue más que una fase temprana del intento de lo que hemos llamado (*) “kasparhauserización” del concepto del cine.
Si hay mucho de Pirandello en Preminger, hay también algo, un aire de familia con Kafka en los films de este director. Pero, entiéndase, un Kafka sin intenciones proféticas ni inquietud. Este quietismo premingeriano es la contracara de un agnosticismo nunca cínico –como en Mankiewicz o en Cukor–, sino un plácido desencanto de quien contempla el mundo como un transcurrir caótico y hasta pesadillesco. Pero que por eso mismo debe –como creador de ficciones– ordenar esas máscaras, que ocultan otras máscaras y estas a su vez… en una geometría artificiosa para contener y sostener ese mismo caótico transcurrir.
El James Stewart de Anatomy of a Murder puede ser un héroe o un farsante que logró actuar de manera más verosímil y de acuerdo con las circunstancias que su rival, el pomposo fiscal (George C. Scott).
Ambos defienden y acusan respectivamente a un matrimonio (Ben Gazzara y Lee Remick) que posiblemente ha llegado al asesinato como la coronación de una actuación que acumula muchos años: los mismos que llevan como matrimonio. La clave de este film es que Stewart lleva la actuación fuera de los tribunales; de la corte. Y al seguir representando “en” la vida cotidiana consigue una “prueba” al descubrir a una “hija natural” de la víctima. Ese padre de una criatura inexistente, salvo en la esfera privada (en el pueblo donde se desarrolla la acción todos creen que es su “amante”), se refracta en esa Laura creada por Waldo como padre–amante imposible.
El llevar a una diégesis epicena lo que antes se había desplegado en una sublimidad barroca es privativo sólo de los más serenos y lúcidos artistas. El insistir con una sublimidad altiva sólo lleva a desgastar el don que se tiene.
Así Orson Welles. Si Cesare Borgia llevaba en su escudo la divisa “Cesar aut nihil”, César o nada, ese pequeño y falso Borgia sin corte que fue Welles pareció llevar en su emblemática privada el “Kane o nada”. Por el contrario, Otto Preminger, judío vienés escéptico, tras nacer y vivir en un Imperio real siempre pensó que en nuestro tiempo no hay tal disyuntiva.
Porque tras la proposición de un cesarismo imposible, por inoperante, el término de la disyuntiva no es una nada. Sino las múltiples máscaras de un mundo de actores que nunca terminan de ensayar.
Si el James Stewart de Anatomy of a Murder es un actor veterano ya resignado a su papel; el David Niven de BonjourTristesse (1958) es un viejo capocomico: un cómico de la legua que no se resigna a abandonar las tablas de ese teatro que es el mundo. Imbuido de su papel de Don Juan burgués, infatuado en su rol de un Casanova rentista, tal personaje no comprende ni quiere comprender que su hija Cécile (Jean Seberg) se ha hecho cargo de la representación desde hace mucho tiempo atrás.
La hija adolescente maneja a un padre inoperante, y lo maneja fabricándole “amores” imposibles porque se pactan económicamente de antemano. El coleccionismo erótico fue el último avatar de un dandismo también ya imposible. Un tenorio sin infierno católico; un Casanova sin barroco veneciano –con su más casuística, aquí sí por barroca, culpas y exculpaciones–; un seductor sin angustia kierkegaardiana y sin diario auscultatorio con la excepción del llevado, trivialmente, por su hija.
Todo ello conforma al Raymond (David Niven) de Bonjour Tristesse. Salvo aquella trivial náusea de las caves existencialistas de ese entonces en donde regodearse con un jazz de segunda mano. (14)
(14) La aparición de Juliette Greco como intérprete de la canción central del score de este film, es usada como elemento irónico–sarcástico ya que J. G. fue un subproducto de tal atmósfera de época.
Preminger, es por demás sabido, fue un maestro en tomar resonados best-sellers como punto de partida para sus films y convertirlos en obras de arte del cine. El tema no se limita a que Preminger haya sabido explotar el supuesto encanto, el “hechizo” banal de cosas como Forever Amber (Por siempre Ámbar, 1947), Anatomy of Murder; Exodus (Éxodo,1960);, Advise and Consent (Tempestad sobre Washington, 1962), y un larguísimo etcétera; aunque con sus excepciones: (15) la novela Laura también fue best-seller en su momento. (16)
En Preminger hay una suerte de forzador de sentido (cosa que lo igual a Douglas Sirk); de cavador hermenéutico (17) que logra extraer agua de las piedras más resecas e inertes. Hay algo de zahorí en Preminger. Una suerte de chamán que con su rama o cayado logra descubrir una fuente secreta en los páramos más lóbregos y en los eriales más burdamente insignificantes.
El obligar a decir algo a un escritor banal; el forzar la interpretación de obras escritas para el consumismo más ramplón parece ser uno de los dones secretos del cine de Hollywood clásico y en el período autoconciente. (18)
(15) Las excepciones fueron, desde luego, Santa Juana (1957, basada en la obra de Bernard Shaw con guión de Graham Greene y El factor humano (1979), aquí una novela de Graham Greene. También son excepciones: Carmen Jones (1954, basada en Merimée y en Bizet), su versión de Porgy and Bess (1959. de Gershwin; y su curiosa y poco frecuentada The Fan (1949), basada en El abanico de Lady Windermere de Oscar Wilde.
(16) Por siempre ámbar de Kathleen Windsor; Anatomía de un asesinato de Robert Traver; Advise and Consent de Allen Drury; Éxodo de Leon Uris; Si el lector se toma el trabajo de, siquiera, hojear esos libros y ver los respectivos films de Preminger, se entenderá más claramente lo que intentamos decir.
(17) En un ensayo publicado pocos años atrás, Jean Guitton narraba una de sus visitas a Martin Heidegger en su célebre refugio (Hüte) de la Selva Negra. El filósofo francés lo visita un día de crudo invierno. Heidegger al recibirlo le entrega una pala y le pide que lo ayude a despejar la nieve acumulada en los alrededores de la casa. Cuando a mitad de la tarea ambos se toman un descanso, Heidegger le dice al invitado: “Ve, esta es la esencia de mi filosofía, cavar y cavar…”.
(18) Cosa notoria en algunos films de autores como Friedkin, DePalma, Carpenter, Coppola, et al.
N. B.: al corregir estos ensayos, y tras la relectura de las novelas de Vera Caspary y Françoise Sagan, debemos puntualizar que también se trata de “excepciones”; ambas son excelentes novelas…
Si de Lubitsch se dijo que tenía toda una serie de comediógrafos húngaros a su servicio, Preminger pareció contar con una especie de balbuceadores de signos; de limitadísimos cronistas de costumbres que escribían sobre la burguesía liberal neoyorquina, las derivas mentales patológicas, o las vacaciones suntuosas en la Costa Azul; sobre chismografía política norteamericana, legajos oficiales y oficiosos sobre la Iglesia católica, o sobre la creación del estado de Israel.
Preminger contó con la mayor cantidad de escritores fantasma –aunque aquí involuntarios– a su exclusivo servicio desde los tiempos Alejandro Dumas padre. Con una diferencia: aquellos sabían que armaban tramas o pergeñaban historias para que Dumas las convirtiera en historias como Los tres mosqueteros. En el caso de Preminger, esos amanuenses no sospechaban que borroneaban anécdotas banales o de una seriedad acartonada para que este autor los interpretara forzándolos; mostrando hasta los entresijos de una producción mercenaria.
Los ya citados ejemplos de Éxodo o Advise and Consent son por demás gráficos sobre la capacidad de Preminger para lograr dar sentido al material más bajo o elemental. Pero seguramente esto es todavía más sutil y complejo en su operar en aquello que llamamos “la tetralogía grotesca” rodada casi al final de su vida y compuesta por Hurry Sundown (Lo que trae el mañana, 1967), Skidoo (Id, 1968) Tell me that you Love me Junie Moon (Dime que amas, 1970, y Such Good Friends (Tan buenos amigos, 1971)
En todos ellos se da un relevamiento único e insuperable sobre moralidades contemporáneas donde los años sesenta del siglo pasado son su acotado perímetro histórico. Todas las manías, tics, vicios y necedades, modas y submodas se reflejan en esta tetralogía de films: una forma de grotesco a la vez controlado y desenfrenado una suerte de nave de los locos a la deriva. Una representación donde actores de reparto, segundones y partiquinos parecen haberse adueñado de la escena.
Esta “segunda manera” de Preminger; ese reflorecimiento de un segundo estilo en plena madurez que hace recordar la obra tardía de W. B. Yeats -por ejemplo-; ese reverdecer de un sarcasmo casi juvenil en un artista que se despedía de su obra, habría sido desolador –deslumbrante pero seguramente también desolador–, si Preminger no hubiera podido agregar un último matiz; un colofón.
En The Human Factor (El factor humano), su último film, Preminger hace converger todas las líneas de su obra: su actitud agnóstica ante el conocer; la historia y la política contemporáneas como representaciones teatrales; la mirada irónica sobre hombres y mujeres que mezclan inextricablemente la moral con su performance.
Todo eso, a la vez modelado o reflejado en un protagonista que engaña o “representa” aquí por un fin ético y aun trascendente.
En la imagen final de este film -y que sería la última imagen de la obra de Preminger-, ese auricular telefónico que se balancea bamboleante y esa comunicación que alguien ha cortado del otro lado, parecen las cifras, las claves de obra y las de una posibilidad agónica de un volver a preguntar/se cuando todas las “líneas” habituales parecen agotadas.
Porque Preminger como autor de films agnóstico jamás se fabricó un sucedáneo de fe o de saber. Ni se refugió en un onirismo irresponsable ni en una alegorización de lo metafísico. Simplemente preguntó y demandó en zonas que parecían inertes. En eso reside posiblemente su grandeza esencial: en no inventarse mundos inhabitables, sino en aceptar un devenir con la suave y pulcra gracia de una estilización de lo efímero que no desespera en su propio final.
Una de las formas epónimas de la herencia austrohúngara.
1: denominamos así a un “procedimiento típico de la cultura europea a partir de la modernidad, mediante el cual intenta ser el rétor de lo americano; el guía o dador de palabra a lo supuestamente atávico, inconciente o “primitivo” americano. Este procedimiento es, a su vez, más subrayadamente característico de cierta tendencia de la cultura francesa” (v. “El concepto del cine”. ASL ediciones. Tercera edición 2021. Pag. 249)
Addenda
Puede apuntarse aquí, referido al elemento o si queremos a la tradición austrohúngara, que Kafka temió al cine. En relación a ello podría argüirse que el cine en su concepto y despliegue desocultaba –y no de una manera agradable ni llevadera– ciertos mundos particulares, estrechos, privados, en donde ya acechaba el germen de lo que hemos llamado “diferencia tecnificada”. Esos “pequeños mundos” se vivían, y no se veían (¡he allí el quid!) como refugios precarios de esa interioridad descubierta e inoculada a partir del giro de horizontalizacion positiva y drásticamente secular.
De allí los remedios desesperados cuando, puesta en marcha la movilización total, tales minúsculos universos privados –subproductos ya tardíos del romanticismo–eran desocultados súbitamente por la puesta en escena del cine y su concepto.
Como ya hemos sostenido –y es hora de repetir aquí–, a partir del concepto del cine es muy difícil, sino imposible, cuanto grotesco y hasta ridículo, “hacerse el raro”, el diferente; posar de algo misterioso. Salvo que se asuma o reasuma nuevamente el misterio y todo lo que ello implica. Pero ese trance existencial ya era para ese entonces –y tras la caída y la abolición del Imperio habsbúrgico– una intemperie que se intentaba paliar con refugios y madrigueras. Relatos de Kafka como “La construcción” son más que ilustrativos al respecto.
Las “tentativas de fuga de la esfera paterna” (*) eran certeras y hasta nimbadas aún de cierta belleza poética; pero ya irrealizables.
Lo opuesto polémico a la “construcción” kafkiana es la defensa agónica y finalista de “El busto del emperador”, como en el relato de Joseph Roth ejemplo; o en la novela “Las dos Sicilias” de Alexander Lernet-Holenia.
Otro sería también el caso de Freud, y sus escritos y teorías, que guardarían ciertas y más que ciertas similitudes con la actitud de Kafka. Pero lamentablemente no podemos extendernos sobre el tema; al menos en este lugar.
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N. B. v. Gustav Januch. “Conversaciones con Kafka”. Ed.Fontanella. Barcelona, 1969. Trad. Bárbara Wickers de Sánchez-Rodrigo. (pags. 223-24)
N. B. 2. Queda siquiera por apuntar el juego de espejos ya nominal en las en las mujeres dobles. Laura de nombre, es “Hunt” de apellido, es decir Laura una mujer ideal del imaginario de poético desde Petrarca, pero que aquí también “caza”. Su doble lleva por nombre Diana: nombre mítico de la epónima diosa cazadora, y cuyo apellido es Red-fern: literalmente “helecho rojo”. Pero en inglés antiguo “fern” era sinónimo de “former”: lo de antes; lo anterior.
Prolegómenos a “El concepto de cine”. Escritos 1991-1995
1 comentario en “Prolegómenos a “El concepto del cine” | Otto Preminger. La pérdida de Laura”
La excelencia habitual. Gracias por compartir, maestro.