Hace un par de semanas compartí una mesa de examen con Mariano Llinás. De pronto, terminamos hablando con el alumno acerca de los protocolos de rodaje. Llinás observaba lo siguiente: “¿Por qué primero se hace andar el sonido, luego se enciende la cámara, después se hace el clack de la pizarra y solo al final se indica la acción a los actores? ¿No podría ser de otra forma?” La respuesta parece simple, pero no lo es. El sonido y la cámara deben arrancar primero para asegurarnos que se grabe el ruido de la pizarra y permitir la posterior sincronización en postproducción. La razón por la que primero se enciende el grabador de sonido y luego la cámara es una herencia de la época del fílmico: la cinta magnética para el Nagra era mucho más barata que el negativo de imagen. Hoy esa diferencia sigue existiendo, aunque en menor medida, ya que el espacio en disco que ocupan los archivos de audio es notoriamente menor que el que ocupa la imagen. Pero podemos decir que se trata más de un hábito establecido que de una necesidad económica. De hecho, una costumbre relativamente nueva en los rodajes es la de no cortar la cámara entre toma y toma, sobre todo cuando se corta antes de que termine la acción. Al contrario de lo que se puede creer, en esta época del digital no se filman muchas más tomas por plano que antes, aunque sí se deja correr más la cámara antes y después de la acción. Al fin y al cabo, lo que sigue siendo caro en el cine es el tiempo. La repetición de tomas no implica un gasto relevante en cuanto al material virgen (es decir, los discos rígidos), pero retarda los rodajes y eso sí tiene implicancias económicas.
¿Pero por qué la acción es el último paso del protocolo habitual de rodaje? No podría ser de otra manera, ya que si la acción fuera lo primero se correría el riesgo de perder el registro (tanto sonoro como visual) de una parte de la misma. Sin embargo, hay algo arbitrario -y que podría tener consecuencias estéticas- en el procedimiento. Este orden habitual presupone que la acción es algo subordinado a la presencia de la cámara y la grabación del sonido. Solo encendemos la cámara y el grabador cuando hemos manipulado lo suficiente los elementos que están en el set, solo cuando sabemos que tenemos el control sobre lo imprevisto inherente a lo real. Podríamos pensar, entonces, que este protocolo sería el procedimiento mediante el cual aceptamos la presencia de la ficción. Sin embargo, sabemos desde hace décadas que lo propio del cine, lo que lo ha hecho distinto a todas las otras manifestaciones artísticas, es el peso de lo real sobre lo narrado. Aún en la ficción más artificial los elementos puestos delante del cuadro llevan la huella de lo real. Volviendo a esa mesa de examen, recuerdo que ante la pregunta de Llinás mi respuesta fue que en el documental, precisamente, el orden es el inverso, ya que la cámara se suele encender cuando la acción ya está iniciada. Ahí lo miré a Rafael Filippelli, que también estaba en la mesa, y recordé que él sostiene que no hay diferencia alguna entre el documental y la ficción, que son nociones viejas que deberían desaparecer, que solo se trata de hacer películas. Entonces le dije: “Aunque es cierto, Rafa, que vos no creés que existan los documentales”. Filippelli asintió: “Efectivamente, yo siempre prendí la cámara una vez que la acción ya estaba iniciada, aún cuando estuviera trabajando con personajes reales”. Llinás intervino: “Es que vos, Rafa, nunca filmaste documentales.” No nos pusimos de acuerdo. Además, nos acordamos que teníamos que seguir con el examen.
Ahora que vuelvo a pensar en el tema, recuerdo La fabrica de Cuento de verano, el extraordinario documental de Jean-André Fieschi acerca del rodaje de la película de Rohmer. La primera escena del documental, tras un breve prólogo, es el registro del equipo de rodaje preparando la primera escena de la película, adentro de un barco que se acerca al puerto. Vemos a la camarógrafa, al actor principal, al propio Rohmer, a otra gente que viaja en el barco. Todos parecen concentrados, pero más relajados que tensos. De pronto, nos damos cuenta de que la toma ya fue realizada. Lo notable es que no se percibe ninguna diferencia en la actitud de todos los presentes entre el momento de rodaje y los momentos de espera o los posteriores al corte. Uno sospecha, entonces, que uno de los secretos de la impresión de realidad en las películas de Rohmer tenía que ver con sus estrategias de rodaje: un equipo reducido, ambiente relajado, la mínima imposición posible del artificio inherente a todo rodaje en la realidad que se está registrando. Kiarostami, otro director preocupado por el realismo, contaba que uno de sus secretos para que sus actores no profesionales mantengan la naturalidad era evitar el clack de la pizarra una vez que la cámara se encendía. Había descubierto que la presencia de ese artefacto extraño los cohibía, los desconcentraba. Era preferible, razonaba, la dificultad para sincronizar el sonido con la imagen en postproducción que perder la verdad que buscaba en sus actores.
Los protocolos de producción son necesarios, pero la gran historia del cine es también la historia de los que rompieron las reglas.
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