Meriendas
Desde hace algunas semanas se repiten en mi cabeza, a veces antes de dormir, algunas de las reflexiones de Michele Apiccella (Nanni Moretti) al final de Palombella rossa. A los treinta y cinco años Michele dice hablando, y luego dice gritando, que “las meriendas de cuando era niño no volverán más” (“Le merendine di quando ero bambino non torneranno più”). Y sigue Michele, en el final de la película y en mi cabeza y especifica: “las meriendas en las tardes de mayo, con pan y chocolate”. Y ahora resulta que se murió Roger Corman, e inmediatamente me doy cuenta de que las películas de Corman eran, son y serán esas meriendas del pasado, o en todo caso eran, son y serán una fórmula feliz para intentar repetir esa sensación irrepetible.
Las películas de Corman, o mejor dicho unas cuantas de las que dirigió -ya hablar de las que produjo es meterse en un universo demasiado vasto, y estamos hablando de meriendas, no de banquetes del pueblo de Astérix- no volverán a hacerse más, y de hecho desde hace mucho Mr. Corman ya no dirigía. No volverán a hacerse más, pero fueron hechas, y ese hacerse ya era -y lo será aún más- material de leyenda, de desafío, de historias hiperbólicas pero reales de genio y de creatividad. Corman fue uno de los más grandes hacedores del cine, un genio descarado, alguien que se hizo grande y también ayudó en los momentos clave a quienes luego serían gigantes. También fue actor y fue algo más: fue alguien que sonreía mucho en las fotos, nada menos. Una sonrisa real, leal, cabal, de ojos achinados: la sonrisa de alguien que había triunfado en eso de hacer películas y más aún, en inventar películas y, por si esto fuera poco, en lograr que muchas de ellas fueran películas-merienda.
Las meriendas de las tardes de los noventa buscando VHS en videoclubes, o incluso antes buscando en la televisión imágenes de algún castillo sobre el que cayera un rayo amenazante, o que estuviera al lado del mar embravecido y también del mal, o de algún mal de orgulloso cartón pintado. Leer nombres: Vincent Price, Barbara Steele, Boris Karloff, Peter Lorre. Leer esos otros nombres: Edgar Allan, o ese apellido de tres letras que pesaban como si fueran muchas más. Poe, meriendas de animarse o de intentar animarse a leer a Poe. Meriendas con el shock del color y de las torturas y de los traumas y de los pasadizos y del castillo y de la forma resbaladiza de hablar de Nicholas Medina (Vincent Price) en El pozo y el péndulo (guión de Richard Matheson y Edgar Allan Poe, así se venden las películas). Décadas después buscar en ciudades de piedra, como Santillana del mar, en esos morbosos museos de tortura medieval, los objetos de El pozo y el péndulo. Porque esa película queda en la memoria, como esas meriendas que no volverán. Entre otras de sus películas-sonrisa, El pozo y el péndulo y las extravagancias libérrimas de la “adaptación” de El cuervo son cine merienda, cine que nadie podrá volver a hacer como lo hizo el señor sonriente llamado Roger. Y cómo no sonreír cuando se hizo en absurdo e inverosímil tiempo récord La tiendita del horror para abrir la década de los sesenta. Esa no solamente es una película-merienda absoluta, además es película-milagro, una comedia en una florería, con guión de Corman y Charles B. Griffith, que vemos -o veo- una y otra vez y no puedo creer la velocidad, los chistes que anticipan unos cuantos de Woody Allen, la gracia del rayo de la velocidad y de hacer humor con todo lo que está al alcance mientras se despliega la destreza de poner al alcance de esta febril fábrica de cine todo aquello que puede parecer lejano o imposible. Ver una y mil veces La tiendita del horror, pensar que Jonathan Haze se parece un poco a Chespirito -otro ser legendario de meriendas-, buscar a Dick Miller joven -aunque nunca tuvo cara de joven- y ver cuán chiflado estaba Jack Nicholson hace más de sesenta años.
Por todo eso y tanto más, y sobre todo por la sonrisa y las sonrisas de haberse animado a más y a más y a mucho más, gracias Roger Corman. Y buen viaje.