Sobre Nueve Cuentos (Nine Stories, 1953) de J. D. Salinger, según la traducción de Elena Rius para Edhasa (2004, Buenos Aires)
Los cuentos (en orden): “Un día perfecto para el pez plátano”, “El tío Wiggly en Connecticut”, “Justo antes de la guerra con los esquimales”, El hombre que ríe”, “En el bote”, “Para Esmé con amor y sordidez”, “Linda boquita y verdes mis ojos”, “Teddy” y “El período azul de Daumier-Smith”.
Una llamada incita una charla que no parece terminar, un encuentro entre amigos de antaño resulta igual de funesto cuanto sórdido y cándido, tanto como una carta perdida, no entregada -y a veces no escrita-, en relatos que acaban pero no finalizan.
Las posibilidades, los relatos circunstanciales y las fabulaciones imaginarias nutren los nueve cuentos, a través de un estilo simple y conciso. Historias que ahondan diálogos constantes, con un ínfimo lugar para narraciones empedernidas o descripciones superfluas. Los personajes de estos cuentos parten de un confinamiento tan leve como agobiante, en botes estancados, playas deshabitadas, hoteles anónimos y salitas de estar abandonadas.
Si bien el espacio es exiguo, permanentemente asistimos a un fuera de campo constante; donde se desenvuelven las más ilustres aventuras. La guerra es un bajo constante, como las travesuras intempestivas de Joanie en Linda boquita y verdes mis ojos, las narraciones extraordinarias del jefe en El hombre que ríe, los supuestos desvaríos -“haciéndose el tonto con los arboles” o sobre “lo que hizo con esas bonitas fotos de las Bermudas“- de Seymour Glass en Un día perfecto para el pez plátano o las infantiles (y trágicas) desventuras de Eloise y Walt Glass en El tío Wiggily en Connecticut. En Salinger lo superficial, que confina y agobia, sirve únicamente para ser trascendido por estas aventuras lejanas, intrépidas y traslucidas; reveladas, como claves de un misterio latente, solo para aquellos que persisten en indagarlo.
Tal vez la mayor virtud de Salinger sea su búsqueda constante por el más articulado contraste. Articulando las situaciones más intrascendentes, como la espera de Gennie Maddox en Justo antes de la guerra con los esquimales o la charla interminable de Linda boquita y verdes mis ojos, con las aventuras pasadas -y/o desvaríos presentes- como el encuentro triple con Esmé en Para Esmé, con amor y sordidez o la secuencia de los peces plátano de Seymour.
En Salinger siempre hay una situación de base que esconde otra cosa, refractada en el héroe salingereano por excelencia; ese personaje disociado o bifurcado, que capta algo que el resto se pierde. Como si tuviese un catalejo particular y localizado que lo potencia para adentrarse a otro mundo, a otro orden de cosas.
No es casualidad que el cuarteto ejemplar de héroes salingereanos este conformado por Seymour Glass, Teddy, John Smith/Jean De Daumier-Smith y Holden Caulfield. Personajes que persisten, de igual manera, una crónica incomprensión tanto como el entendimiento más puro de un orden secreto e inaccesible; a veces universal o metafísico, otras eventual y maniatado. Si el primero de estos fabulaba “un día perfecto“, el segundo ahondaba en los limites más inescrutables; y si el tercero -en ese cascaron llamado Daumier-Smith- se exiliaba para tropezarse con una iluminación perecedera, el cuarto es la suma de los tres juntos. Holden Caulfield es el personaje más perdido de todos los que Salinger escribiera, pero es a la vez el más lucido, avasallante y admirable, es -en fin- su mayor obra. En sus más concisos extremos. (1)
Justamente estos personajes disociados o partidos (la mejor forma de referirse a ellos, partidos) son -además de proporcionar el titulo de los cuentos- los que aportan ese tono ridículo, casi (sino llanamente) infantil, que los nueve cuentos tienen. Estos protagonistas, en su afán de crear representaciones nuevas y propias, chocan con el mundo que los relatos crean, contienen y apresan. Los personajes de Salinger siempre parecen estrolarse contra las paredes de aquellos espacios lindantes; mientras que dominan ese mundo otro y atípico, con el que siempre están conectados.
Tómese la configuración de lugar de, por ejemplo, Un día perfecto para el pez plátano, el abarrotado hotel de los agentes de publicidad, la cerrada sala de estar, las revistas baratas e in-imaginativas, la conversación inédita, primero, y dilatada, después, entre Muriel y su madre; además del psicólogo alcohólico, las intrigas persecutorias de la familia de Muriel y las trivialidades de la mama de Sybil. Luego, la playa abierta, un espacio desierto con una Sybil deambulante y un Seymour Glass que, -¿Se confunde? (2)- al ver el amarillo, dice: “Me encanta el azul” y fabula con la pequeña Sybil y los peces plátano. Un día perfecto para el pez plátano es, ante todo, un juego de oposiciones entre un lugar mundano y cerrado, donde habitan por igual psicólogos chantas, madres insoportables, publicistas anónimos, trivialidades vacuas y relaciones insatisfactorias. Y un lugar ingenuo y abierto; adentrándonos en reglas nuevas e inéditas promovidas en un ambiente límpido y virginal, donde cada proceder es en igual medida tan genuino como memorable. Finalmente, lo único que queda para caracterizar cada espacio es: una revista donde se lee: “El sexo es divertido o infernal“, en uno, y una simpática especie de peces, en el otro. (3)
Los nueve cuentos:
Además de lo ya dicho sobre Un día perfecto para el pez plátano, resaltamos la cadencia de los diálogos y esa forma límpida que Salinger tiene para narrar. La progresión es llana y directa, lo que hace más abrupto y revelador su angustiante final.
Muy similar nos resulta El tío Wiggily en Connecticut con respecto al primer cuento. Subrayamos como el espacio se va acotando en función de una descripción mínima, donde las ventanas y nieve sucia confinan a un par de viejas amigas que rememoran glorias pasadas. Siempre parece haber una nueva anécdota que remplaza a la anterior y que, a su vez, hace más palpable la nulidad que experimentan las protagonistas; mientras habitan un presente que parece haber nacido para ser descartado.
Una incipiente historia que siempre parece estar en vías de comienzo y de recomposición. La espera es vital en Justo antes de la guerra con los esquimales, desde la protagonista que aguarda el dinero que su compañera de tenis habrá de traerle, a la del dandy que espera poder llegar a ver La bella y la bestia, y hasta la propia fabulación, donde se espera una supuesta guerra contra los esquimales. Es menester resaltar el dispositivo narrativo, el cuento sitúa a la protagonista como una suerte de eje ambivalente de lo que acontece; desde su espera inmutable van desfilando los personajes, con sus respectivas esperas, entradas y salidas.
En el siguiente cuento observamos un procedimiento que se tornaría estándar en las narraciones largas de Salinger, el narrador que de un tiempo a esta parte, rememora una secuencia quiebre de su pasado; la cual -intuimos- lo ha marcado irremediablemente. En esta vertiente, El hombre que ríe presenta el hacer más esquemático de dicho proceder; las historias subalternas (una enmarcada en la ficción, la otra en un elemento ajeno que se cuela en un mundus particular) dan paso a un desentendimiento perpetuo de parte del narrador, ya que él no comprende la historia que se le cuenta, lo que acontece a su alrededor, ni la finalidad por la que rememora lo que rememora. El fallo u equivoco frente a un orden diferente (el del jefe, el de lo femenino) que Salinger sutilmente muestra, da a esta memoriosa narración un gesto nostálgico, sentimental. Opuesta a la profunda melancolía de Holden Caulfield o de John Smith, por ejemplo.
En el bote, cuento de sucinta simpleza -divido en dos partes constituidas por dos personajes interactuando con referencias a un tercero- en donde los móviles (el barco, el tren que esta llegando a ese suburbio, y -en un bello contrapunto- la carrera con la que concluye la historia), el contraste entre los pares de personajes (compare como simbolizan lo hogareño Sandra y la Sra. Snell, por un lado, y Boo Boo, por el otro), tanto como el mundo doble (lo que ocurre en la cocina, primero, y lo que acontece en el bote, segundo), están en función de una huida. Una huida fáctica en un principio; una huida ficticia en su conclusión. Imaginada pero genuina, y tan propio de Salinger.
Cuento de inusitada metaficción, Para Esmé con amor y soridez, presenta -nuevamente- una rememoración, donde la forma de cuento dentro de un cuento da paso al tratamiento de los grandes temas de Salinger. La iluminación pasmosa, los espacios espejados u opuestos y los encuentros tardíos (amorosos y sórdidos) se orquestan en función de ese desencaje; como el enorme y sintomático reloj de Esmé. Recomendamos la comparación de este cuento con la narración de Buddy Glass en Seymour: Una introducción, y como ambos narradores (agregando en esto último al protagonista de El hombre que ríe) acaban por ser vencidos por el sueño.
Linda boquita y verdes mis ojos es el cuento más escueto de la colección. El relato se restringe a un hombre hablando por teléfono con un inestable amigo, mientras que el primero se encuentra en su cama con su mujer, el segundo esta desconcertado por la ausencia de la suya. Resaltamos el contraste entre la quietud de los personajes y las historias referidas por estos, donde siempre hay una extravagancia que incrementa la distancia entre los personajes; y el final, donde las relaciones entre los pares de parejas se invierten prodigiosamente.
El Salinger más sorpresivo y contrastado, Teddy enaltece por su calidad operativa, desde su comienzo, el cuento se tiende con disimulada cautela, hasta que el homónimo Teddy se desenvuelve ante nosotros. Particular uso del bote -como estado de transito- en el que transcurre la historia, que, a su vez, crea una simetría con el sentido trascendente de Teddy y las acciones circunstanciales que el resto de los personajes emprenden. De esta forma, en lo detenido y anodino subsiste algo perpetuo y profundamente vivo. El cuento llega a su cúspide cuando la acción se detiene y el rebosante Teddy se encuentra con el nulo Nicholson. Resaltamos la bella imágen de Teddy en la soledad de la cubierta, donde su completitud se ve contrastada por las vacías reposeras desperdigadas a su alrededor.
Probablemente el cuento más singular de la colección, El periodo azul de Daumier-Smith, es sin dudas la pieza más parecida a la única novela del autor. El alejamiento, la mascara y la soledad melancólica se trasladan de Holden Caulfield al protagonista de esta historia. Haciendo una síntesis de su simbólica, Salinger coloca a John Smith en un periodo azul de su vida -de carácter iniciático- donde el pasaje de un estado a otro, diferente y elevado, sigue un camino de purificación. Con respecto a esto véase la referencia a Picasso y su periodo azul; si Picasso -por los albores del siglo XX- perdió, en el transcurso de ese periodo, la mimesis en su representación pictórica, para abordar definitivamente la abstracción cubista, Smith operaría de manera opuesta al pintor español. De esta forma, el protagonista del cuento pasa de la abstracción a la representación, del caos a la iluminación. Véase cuando un Daumier-Smith melancólico tiene una suerte de epifanía frente a un negocio de artículos ortopédicos. Sabemos de la prestancia con que Picasso cercenaba el cuerpo humano en su obras; y no es casual que John Smith abandone ese mundo alterno, para perseguir una rememoración, unarepresentación. Al fin y al cabo, producir el cuento que nos encontramos leyendo.
© Pedro Seva, 2018
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(1) Afinando un poco más la interpretación, podríamos pensar en estos cuatro personajes como dos grupos separados. Si Seymour y Teddy lograban, en sus respectivas historias, coronar una visión de mundo fantástica, para luego ser condenados (por mano propia, literalmente) en su propia invención -como si sus mundos, trágicamente, solo pudieran continuar sin ellos-, Daumier-Smith y Holden Caulfield operarían diametralmente al revés de estos. Si el primer par de personajes ascendía para luego caer irremediablemente, el segundo par emprendería una dura caída -tan física como espiritual- que los llevará, a su vez, a una ascensión ulterior; no es casual que ellos sean expulsados de un orden que no compren para así emprender una suerte de viaje iniciático. Donde la esfera infantil/afectiva se une con la melancólico/trascendente; solo basta recordar la parte del carrusel, durante la conclusión de El guardián entre el centeno, para evidenciar este punto.
(2) Desde el supuesto daltonismo de Seymour, a la impuntualidad del hermano de Selena en Justo antes de la guerra con los esquimales, pasando por la inapetente Franny de Franny, observamos el mismo proceder. Curiosamente en Salinger, el distanciamiento de sus personajes suele evidenciarse sintomaticamente por un falla, cortedad o rareza (incluso un conocimiento o hacer extravagante) que estos tienen para con lo fáctico. Justamente es esta marca especial la que los caracteriza como entes atípicos, foráneos del resto pragmático en el que se encuentran.
(3) El artificio de Salinger en este cuento es verdaderamente perfecto. Centrándonos primero en el mundus de Muriel y el hotel -y poniendo principal hincapié en la aparente locura de Seymour- pasamos al encuentro entre la niña Sybil y el adulto/infante Seymour. El contacto entre estos dos nos resulta altamente siniestro y hasta nocivo, ya que Salinger nos hace suponer -habiendo escuchado a la madre de Muriel- que Glass le hará algo malo a la niñita, in crescendo este proceder cuando ambos se meten en el mar en busca de los peces plátano. Aquí el cuento cambia al exacto opuesto, y nos damos cuenta que lo que intuimos era todo lo contrario a lo que en verdad sucedía.