Cuando tenía unos cuatro o cinco años, o tal vez seis, mi abuela y mi madre me llevaron a ver a Sandro a un club del pueblo. El recital se hizo en el tinglado gigantesco de la Sociedad Italiana, que llevaba como nombre (y aún lo ostenta) “El Coloso de Acero”.
Había sillas plegables de chapa a lo largo de todo el piso de mosaicos del lugar, frente a un escenario montado de manera espartana, con grandes parrillas de luces. A mí me habían ataviado de manera elegante, pero bastante sencilla, ya que el show no sería en el teatro del pueblo, si no en un lugar con más latitud en la etiqueta. Pude ir entonces con mis pantalones de gabardina blanca con conejitos rosados y mi camisa haciendo juego. El pelo suelto, lacio, largo y rubio, llevado hacia atrás con una vincha celeste rematada en moño. En los pies: un par de skippies en rosa con gloss plateado y, detrás de las orejas, tres litros de “Vieja Lavanda Fulton”, que seguramente escamoteé de la farmacia de mi padre, atraída por los envases recargados. El olor era como a fumador empedernido, mezcla con chocolate, lavanda y heno.
Mi abuela, a quien siempre le gustó hacer todo a lo grande, había sacado primera fila. En el pueblo la gente es cholula pero mucho más respetuosa que en la ciudad. Tal vez porque nos conocemos todos y nadie es anónimo, no resulta tan extraño ver a alguien famoso entre nosotros. Es decir, todos estábamos chochos de ver a Sandro, pero nadie iba a ir a tirársele encima, o a gritar como loco. Nadie decidiría atosigarlo con pedidos de autógrafos, fotos, o lanzamientos de lencería.
Él entró al club antes de tocar, ataviado con todo el look enigmático de quien espera, aunque sea, no ser reconocido hasta subir al escenario: sobretodo con solapa levantada, enormes anteojos oscuros con marco dorado y séquito. La gente, que ya estaba ubicada desde temprano, lo vio llegar entre murmullos entusiastas, pero ni se le acercó. El público guardó prudente y respetuosa distancia, permaneciendo en los asientos, lo que volvió a todo aquel atuendo un poco gracioso y fuera de lugar. Parecía un villano sensual y misterioso, pero de La Pantera Rosa.
Por supuesto, una vez comenzado el show, apareció con un unitardo de cuero negro adherido al cuerpo, que rajó la tierra y cavó una grieta hasta china, por donde se perdieron miles y miles de calzones.
Mirando Sandro de América, la serie de Caetano, recordaba y recordaba todo el tiempo aquel show. La vibración de la obra tenía todo ese espíritu de exceso, un poco rococó y salvaje, romántico, cursi, caliente como los besos de zaguán de los que uno lee en los cuentos Asís. El show se mueve con un espíritu que oscila entre el cine de Leonardo Favio y Muchacho. Pasando también por películas que retratan el éxito como Eso que tú haces, La Rosa, El Cantante…
Con grandes interpretaciones de un casting impecable que fue cambiando de rostro godardianamente, entre los que se destaca de manera virtuosa Marco Antonio Caponi, como el Sandro más oscuro, anacoreta, obsesivo y sufriente, la serie es uno de los enormes productos que ha dado la tv abierta en los últimos tiempos. Y la respuesta del público no se hizo rogar. La gente responde a quien lo invita a ver algo genuino, vivo y valeroso.
El cierre en el Gran Rex fue imponente, de una emotividad apabullante.
Desde chica fui fanática de Sandro. Mi vieja tenía sus vinilos en su antiguo cuarto en la casa de mi abuela. Así que yo los ponía en el tocadiscos combinado y me daba con todo. Bailaba, cantaba, imaginaba que se enamoraban de mí como en esas letras tan apasionadas, tan salvajes, tan recargadas de erotismo y exceso. Era la gloria.
Más tarde, con algún peoresnada motorizado lo suficientemente interesante como para aceptar su fanatismo por el gitano, bailábamos a la luz de la luna, en la terraza, abrazados y pudorosos aprovechando la penumbra.
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