“La guerra cambiaba el tiempo de todas las cosas
pero la luna insistía en contar el paso de las horas y
éstas no dejaban, a pesar de todo, de ser tiempo y acaso
tiempo del tiempo, madre de las horas.”
Carlos Fuentes en Instinto de Inéz.
Una pareja se sienta frente a una suerte de entrevistadora y responde preguntas sobre su matrimonio. Hay algo de incomodidad en las respuestas que dan, o en el modo en que las dan… es casi como si no supieran del todo qué decir o si estuvieran dando respuestas ensayadas. Intuimos que es una relación que, como todo, ha cambiado con el tiempo. Ellos están casados hace 10 años, tienen una hija en común y (según nos contarán luego) bastante indiferencia entre ellos. Esta serie no muestra mucho más que eso: un matrimonio en crisis. Y nosotros entramos ahí, sin saber nada de ninguno de los dos ni tener idea de cómo era su “antes”, y tampoco vamos a conocerlo mucho más a lo largo de este relato. Ellos son Mira -una exitosa empresaria- y Jonathan -un respetado profesor de filosofía-, y esta es una remake de Scenes from a Marriage, la famosa miniserie (luego convertida en película) que Ingmar Bergman estrenó en la televisión sueca en 1973.
Esta versión, dirigida por Hagai Levi (responsable de series como In Treatment y The Affair), prácticamente calca la original aunque pone más el foco, principalmente desde lo formal, en transmitir el encierro, la monotonía y la codependencia en la que anda inmersa esta pareja casi sin percibirlo (hay prácticamente una única locación que es la casa matrimonial, a la que en algún capítulo incluso vuelven después de haberla vendido). Esta versión de la serie también busca aggiornarse -de manera obvia, hasta forzada y remarcada hasta el hartazgo- invirtiendo los roles arquetípicos (vigentes en los ´70) del hombre y la mujer, hablando de “temas actuales” y metiendo algún beso entre dos mujeres (y solo cuando una de ellas está medio pasada de copas). Pero nada de eso queda más que en el canchereo posmoderno de un relato bastante tímido y demasiado precavido emocionalmente (además, ¿es tanta novedad que una mujer gane más que un hombre y que él cuide a los hijos, o que un hombre abandonado llore y se cuelgue del cuello de la mujer que quiere dejarlo?).
En medio de todo esto, nosotros vemos a esta pareja acontecer mientras no sabemos con cuál de los dos encariñarnos, a cuál hacerle caso, a quién odiar, a quién respetar… y tampoco sabemos si vale la pena tomar partido en un relato que viene a plantearnos una tibia y obvia parcialidad: son dos y de a dos es la cosa. Sin embargo, más allá del contrato matrimonial que va caducando, hay algo de amor -y del amor- en esta historia. Y ahí aparecen Jessica Chastain y Oscar Isaac a darlo todo: solo ellos consiguen mostrarnos que el amor es, varias veces, una cadena perpetua y no precisamente porque dure para siempre si no porque, simplemente, nos condena a recordar para siempre. Despiertos, dormidos, casados, divorciados, felices o no, ese otro que estuvo siempre permanece en algún lado. Y pedazos de todo eso intentan aparecer en la estructura de este relato que se equivoca mucho más que el original básicamente, de nuevo, por hacerse el canchero (las fallidas intervenciones del backstage al inicio de cada episodio no son más que muestras de ello).
Pero bueno, decíamos que llegamos a este matrimonio muy al final del preámbulo a una guerra arrastrada quién sabe desde cuándo y que durará hasta el último capítulo. En las batallas, bastante más tibias que aquellas que sabía sostener la pareja retratada por Bergman, el más herido suele ser Jonathan pero la que terminará arrastrándose veremos que será Mira. Justamente, lo más interesante de esta historia y de sus interpretaciones es que retratan un matrimonio que colapsa como contrato social pero también retratan una relación de pareja que nunca se extingue: para Mira y para Jonathan el vínculo con su ex es la constatación universal de que ellos siguen con vida. Esa relación representa, para ellos, aquella luna mencionada en la cita que inaugura este texto, ese astro que mira fijamente las horas y que, por lo tanto, le otorga entidad temporal (y, por lo tanto, real) a cualquier acontecimiento. Entonces, de la misma forma en que nada sucede ni existe si no está inmerso en el tiempo, nada (ni siquiera enamorarse de otro) le sucede a Mira si no atraviesa a Jonathan, y nada le sucede a Jonathan (ni siquiera la muerte de su padre) si no tiene algo que ver con Mira.
Y aunque suena trillado y parece menor, es curioso cómo en esta serie -también en la original- vuelve a ser central solamente la pareja. Porque en este relato cuasi monocromático (gracias, Chastain, por ser pelirroja) sí vemos que se termina el amor pero nunca vemos que se termine la necesidad de hacer pareja con el otro que acaba de macharse, de tenerlo aunque solo sea como un fetiche. Es que el matrimonio, la cordialidad, el respeto, la fidelidad, la monogamia… pueden esfumarse. Puede haber nuevos compañeros y también nuevos amantes con quienes traicionar a esos nuevos compañeros. Puede haber violencia verbal y hasta física, confesiones ridículas, descuidos, nuevas formas de mirar, de besar, de coger… pero en todo eso que pasa, tener siempre al “mismo otro” enfrente por tan solo un rato, y aunque solo sea de testigo, parece devolverles a estos protagonistas la certeza de que han sido y de que todavía son, mientras luchan por ser.
En la novela citada al inicio de esta nota, Carlos Fuentes cuenta -entre otras cosas- la historia de un hombre que ha perdido un gran amor y que vive atormentado por su recuerdo. Para este señor, ese pasado está encarnado en un sello de cristal muy frágil que para él retiene todos sus recuerdos y que además le regaló aquella mujer que amó. El tema es que, al estar hecho de un fino cristal, ese sello corre siempre el riesgo de romperse. Sin embargo, el protagonista no resguarda al objeto del acechante peligro si no que lo expone permanentemente a él, exhibiendo permanentemente el sello sobre un pie situado frente a una gran ventana: “¿Era peligroso un sello de cristal que acaso contenía todas las memorias de su vida pero que era tan frágil como ellas? Mirándolo allí, posado en su tripié cerca de la ventana, entre la ciudad y él, el viejo se preguntó si la pérdida de ese talismán transparente significaría la pérdida, también, del recuerdo, que caería hecho pedazos si, por un descuido de él mismo o de la afanadora que le servía dos veces por semana (…) el sello de cristal desapareciese de su vida.
-Si le pasa algo a su vidriecito, señor, no me eche la culpa. Si tanto le importa, guárdelo en lugar seguro.
¿Por qué lo mantenía así, a la vista; casi, se diría, a la intemperie?
(…)
Guardado en un armario, el sello tendría que ser recordado, él, en vez de ser la memoria visible de su dueño. Expuesto, convocaba, él, los recuerdos que el maestro necesitaba para seguir viviendo”, escribe Fuentes en uno de los más sentidos pasajes de la novela.
Tanto ese libro como esta miniserie llegan a decirnos que, para cada uno de nosotros, las personas no son más que la suma del tiempo que hemos pasado con ellas. Y en el tiempo somos, vivimos, lloramos, gozamos, reímos… existimos. ¿No era el tiempo la madre de todas las cosas? El tiempo nos engendra, nos pare y nos constituye de la misma forma en que terminan constituyéndonos todos aquellos con quienes lo hemos pasado y, sobre todo, aquellos de quienes en ese tiempo nos hemos enamorado. Y ahí se va nuestra cadena perpetua.
En el capítulo final de Secretos de un matrimonio, Mira le dice a Jonathan: “¿Por qué lleva tanto tiempo separarse? ¿Por qué nadie habla del hecho de que es un trauma interminable?”. Precisamente, a lo largo de cada entrega de esta serie vemos a dos personas aterradas frente a la posibilidad de perder a un otro que representa cierta porción de su pasado y que, de quedar fuera de vista, podría volver esos recuerdos invisibles. Es que nunca se puede perder el tiempo, y mucho menos el tiempo que ya hemos vivido. Porque ¿de dónde venimos si no es desde el pasado?
Entonces, si los personajes de Bergman se retenían solo para recordar por qué no estaban juntos y se veían sólo para lastimarse, los personajes de Levi se retienen solo para seguir exponiéndose el uno frente al otro y así constatar no solamente que el otro todavía existe, sino que quien observa al otro también sigue existiendo. Por lo tanto, si cada uno se convierte en esa especie de memoria visible y tangible del otro, ninguno debería temer el avance de su tiempo. Aquí Chastain e Isaac son piezas claves para transmitir lo agobiante de convertirse en ese sello de cristal: ni las decisiones estéticas, ni los poquísimos movimientos de cámara, ni el particular ritmo de las escenas contribuyen, en la misma magnitud en que lo hacen ambos actores, a que esta serie sea más que una remake o un homenaje. Solo ellos, y la química entre ellos, consiguen que sus personajes trasciendan esta conocida historia y se conviertan más que en una pareja, en un modo de relacionarse que consiste en ser un talismán para otro. Aquí ambos encarnan no solo a dos personajes sino a la mismísima obsesión de nunca perder de vista a quien podría irse cargado con nuestro tiempo…
Gracias al cielo la luna, que carga con nuestras horas, sale también de día.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Estados Unidos, 2021)
Creador: Hagai Levi. Elenco: Jessica Chastain, Oscar Isaac, Sophia Kopera.