10 de junio
Así como Pedro Speroni visitó una cárcel durante dos años para crear confianza en los personajes de Rancho (ver nota anterior), el croata Srđan Kovačević hizo algo parecido en una fábrica durante cinco. El resultado se llama Factory to the Workers. La metalúrgica ITAS se declaró en bancarrota en 2005 pero, tomada por los obreros, reanudó la producción bajo un régimen de propiedad colectiva. Fue la única experiencia de ese tipo en los ex países comunistas que se declaraba exitosa cuando Kovačević llegó allí en 2015. Pero así como la cárcel de Speroni resulta un territorio humano, el desgaste de la épica socialista en los trabajadores de ITAS hizo de la fábrica un lugar tenebroso, castigado por la falta de capital, las demoras en el pago de los salarios, un mal humor eterno y una sórdida lucha interna por el poder encaminada a aumentar el deterioro. La película tiene un eje dramático que es la destitución del director y su reemplazo por Varga, el jefe de taller: un gran personaje, un traidor atormentado de dimensiones shakesperianas. En realidad Factory es la lucha entre un tipo de traje y corbata, formado en la universidad y otro que nunca abandona el overol ni el cigarrillo, respaldado por los obreros que se sienten más próximos a él porque se les parece. Finalmente, los obreros ejercen el poco poder del que disponen, que es el de votar el despido del director (Kovačević contó en el Q&A que era la cuarta vez que ocurría). Pero si la clase social une a los de cuello azul, la edad los separa. Los más viejos son herederos de la lucha por recuperar la fábrica, sienten nostalgia por el socialismo de Tito y la vieja Yugoslavia. Los más jóvenes están más interesados en el presente, en cobrar el sueldo y conseguir trabajo en una empresa propiamente capitalista que en mantener la antorcha del proletariado. Pero todos la pasan muy mal: los que disputan el poder en la cima y los que no llegan a fin de mes en la base y viven difamando y difundiendo rumores. El más a mano, naturalmente, es que los directivos se roban la plata, aunque el tema no se discute desde los números sino desde el malestar y la desesperación propios de un grupo humano a la deriva, impotente para cambiar su suerte porque la astucia de los contables o la la pericia de los obreros no alcanza y todos terminan esperando un milagroso subsidio del Estado. Amenazada desde el exterior por el capitalismo y desde el interior por el socialismo, acaso el problema de ITAS sea otro: que una fábrica es el infierno. Aunque algo parecido puede decirse de cualquier trabajo asalariado. Interrumpo aquí este discurso anarquista.
Una película que me irritó mucho fue Lubiana Laibach, del inglés Michael Pattison, que también tiene que ver con la nostalgia yugoslava. En principio es una película contemplativa que uno podría ubicar en la tradición de James Benning. Pero no es exactamente el caso. Cuando empieza la película, se ve un pilar de cemento de unos dos metros de altura, que presenta algunos dibujos e inscripciones en medio de un bosque. Durante una hora veremos una sucesión de fundidos encadenados en los que varía el paisaje (desde un jardín a una carretera, desde una calle a una vía de tren), pero el pilar se mantiene en el mismo lugar, exactamente en el medio de la pantalla. En verdad, no es el mismo pilar: las inscripciones varían un poco (en la más clara se lee 1942-1945), la base es diferente, la sección puede ser cuadrada, hexagonal u octogonal. Pero no deja de ocupar su lugar. La película no explica qué son esos postes, ni cuál es su sentido, pero en la presentación de la pagina web del festival se aclara que los setenta pilares (la Wikipedia habla de un total de ciento dos), señalan los sitios donde estaban los bunkers construidos por los alemanes e italianos alrededor de la capital de Eslovenia durante la Segunda Guerra para combatir a los partisanos de la Resistencia. Lo que hoy se llama el Sendero del Recuerdo y la Camaradería, (cuyas bifurcaciones están marcadas por los pilares), se extiende a lo largo del perímetro fortificado, que entre 1942 y 1945 estuvo rodeado por una alambrada de púas.
Más que a las de Benning, la película se parece a 17 monumentos de Johnny Perel, un cineasta argentino cuyo tema principal es la memoria histórica y que allí filma los monumentos erigidos en los emplazamientos en los que la última dictadura militar ejerció la tortura y el asesinato. La película de Pattison me permite discutir con Perel, un gran tipo por otra parte. Podría pasarme mucho más de una hora mirando las calles, los bosques y las bicicletas de Ljubljana, pero el pilar en el medio de la pantalla no solo obstruye la mirada sino que obliga a pensar en él. Para quien ha leído la sinopsis, el pilar evoca la heroica resistencia del pueblo yugoslavo contra los invasores nazis y señala un camino a lo largo del cual, desde de la guerra, se marcha cada año como parte de la celebración oficial. La presencia de los pilares, cargados de su tremendo sentido histórico, obliga al espectador a pensar en ellos aunque quiera dirigir su atención al resto del cuadro. El dispositivo es elegante y contundente como concepto, pero no me gusta que me digan lo que tengo que pensar cuando miro una película. Y, sobre todo, no quiero que me obliguen a asociarme a la Memoria Colectiva. Aquí, además, el carácter oficial del monumento hace aun más innecesarias las instrucciones y el adoctrinamiento.
A esta altura, que fue hoy a la mañana, estaba un poco cansado. La acumulación de películas me había dejado ahogado. Sentía que necesitaba aire. Y el aire llegó a bocanadas con Summer, del ruso Vadim Kostrov. La película me inspiraba cierta desconfianza porque venía precedida de todo el murmullo de la Alta Curadoría secreta. La película y el cineasta eran un descubrimiento de Boris Nelepo (más desconfianza cuando los del comisariado recomiendan a un compatriota) y en Sheffield la habían adorado. Era el caballo del comisario. Pero a veces pasa que los comités tienen razón y yo también caí rendido ante esta película de una originalidad y una pureza artística que rayan con la santidad. Y no estoy exagerando. En un momento de la película, Pasha, el festejante tartamudo de la encantadora Kristina, le dice que necesita aire para apagar el carbón que deja la vida. Y eso es Summer, una película contra los terrores del mundo. Vadik, un chico de diez años pasa unas verano en Nizhny Tagil, una ciudad pequeña en los Urales en compañía de su hermanastra Kristina, su abuela y los amigos de ella. Están de vacaciones, no hacen nada más que pasear y mirar: Summer no solo es una película contemplativa, sino que muestra a sus personajes contemplando (la naturaleza, la noche, la lluvia, el arco iris, la planta química del pueblo, el río) directamente o a través de una ventana. Además de mirar hablan un poco (de religión y ciencia con la abuela, del aire y el fuego, de la nada), caminan, tocan música. Lo extraordinario es que Nizhny Tagil no son los Alpes suizos sino una ciudad más bien sucia, poluida, con sin un particular atractivo. Pero a Kostrov no le hace falta que lugar sea bonito: es un místico y un cineasta que, según su propio testimonio, quiere recuperar el territorio de su infancia, sentirse al abrigo de los males del mundo y tener la energía de la juventud a la que alude una cita del Libro de Job con la que empieza el film. No hay una escena fea en Summer, pero nada está trabajado para ser lindo. Simplemente lo es por el aliento del cineasta, por la frescura y la inocencia de los personajes, por la armonía del movimiento. Es una película que asombra por la sencilla belleza de cada escena, por la emoción y la sensualidad que transmite, por una rara placidez que no recuerdo haber visto muchas veces. Si en algo pensé mientras veía Summer fue en el impacto que me produjo La libertad de Lisandro Alonso, aunque Alonso resultó un cineasta oscuro y Kodrov parece completamente luminoso.
Está claro que Summer no es un documental en sentido tradicional (ni en ningún otro, creo): los actores pueden no ser profesionales pero no se interpretan exactamente a sí mismos, la sucesión de las escenas proviene de un esbozo de guión aunque muchas sean improvisadas. Pero, mientras veía la película, comprendí que no podía ser una ficción. Todo se parecía tanto al paraíso que, en algún momento temí que ocurriera un asesinato, como suele pasar en el cine. Pero un festival de documentales protege a una película como esta, a la que, en otra circunstancia, se le exigiría un volumen dramático que la echaría completamente a perder. Los rótulos, aunque sean falsos, pueden tener una insospechada utilidad.
Después de Summer podría dar las hurras en Sheffield. Pero mañana seguiremos.
© Quintin, 2021 | @quintinLLP
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