Arde Luca, Arde.
Suspiria de Dario Argento lejos está de ser la obra maestra que se pretende construir alrededor ella. La verdadera obra maestra de Argento es Profondo Rosso, film donde los sentidos históricos, políticos y hasta cinematográficos logran entre sí una perfecta comunión.
Esta moda por Suspiria es signo de los tiempos: la forma por sobre el sentido, el deslumbramiento y no el contenido. Es el truco que intenta suplantar la puesta en escena, porque recordemos que la puesta en escena es la alianza total e indivisible entre una idea y su expresión. En Suspiria brilla de forma estridente la forma, una forma que solo expresa no el vacío, pero si un grave infantilismo.
Argento, que no cree en el mal como una entidad por fuera del hombre que lo ejecuta, tiene el problema del sentido último cuando toca un tema sobrenatural. Si el mal solo reside en el hombre, en forma de locura, de crimen, de tortura, ¿cómo justificarlo cuando hay potencias que lo sobrepasan, como es el caso de Suspiria? Negando la genealogía tradicional de las brujas. Ninguna bruja de Argento hablará jamás del demonio. Su mal comienza en ellas, y en ellas termina. Y luego de sacar a las brujas de su esencia, que es la conexión consciente con los elementos de lo bajo, se las reduce a figuras de cuento infantil. Por eso en Suspiria se recurre a las escobas voladoras, a las risas, al bosque oscuro y a seguir las huellas para escapar, o entrar, de la casa de la bruja.
Argento recién se tomará en serio el problema del mal en un relato fantástico en esa suerte de continuación que es Infierno. En este film concluye que el único mal que sobrepasa al hombre es la presencia de la muerte como último y temible ejecutor. Lástima que para plasmar esta interesante idea la expresión se redujo a una ridícula alegoría en forma de capa, espejo y esqueleto.
Suspiria de Guadagnino nos hace recordar a varias películas. Por sus fallos, claro está. Dividida en actos y un epílogo, comparte con el cine de Lars Von Trier no solo esta división literaria, sino también ese ritmo de montaje que más se asemeja a un caprichoso “poncheo” televisivo. Esa clase de puesta que ya amenazaba en Llámame por tu nombre y que aquí se vuelve nausea, como si Michael Bay y sus Transformers pudieran hacer escuela. ¡Escuela de magia negra!
Más atrozmente también nos hace recordar a Las veredas de Saturno, de Hugo Santiago. O como la llamamos en nuestro libro Más allá del olvido: “Aquilea alegorizada”. Como Santiago, Guadagnino está menos interesado en las brujerías, lo fantástico y el terror que en la violencia social, el feminismo y los alcances de la democracia. Los temas pueden ser nobles, pero ningún tema justifica el mal cine.
La Suspiria de Argento, pese a su infantilismo, es también muy política, pero con un grado de sutileza que convierte a Argento en un nuevo Salinger. La Suspiria original es una evidente denuncia a los sedimentos nazis que aún ¿quedaban? en la sociedad alemana. Señalemos un par de estos elementos, sorprendidos aún por lo poco analizados que se encuentran. Miss Tanner, el personaje de Alida Valli, más tiene de guardiana de campo de concentración que de preceptora. Las alumnas deben dormir todas juntas en literas como si estuvieran en barracones y hasta un inválido es despedazado por un perro negro en una plaza donde se sospechan fantasmas de enardecidos manifestantes.
Guadagnino carece de este tipo de rigor poético. Y las vinculaciones entre las brujas, la furia terrorista y la aparición de un fantasma víctima de la Alemania nazi son tan incoherentes como poco argumentadas. Por supuesto que con un poco de retorica cualquier argumento puede ser sostenido, pero esto intenta ser cine, y el cine solo se sostiene por su puesta en escena.
Así llegamos a la culminación del desastre. Guadagnino y su guionista, que ya no saben cómo vincular tantos temas, tantos datos históricos, tantos datos esotéricos y poéticos, al fin se deciden, como cualquier artista escaso de talento pero lleno de orgullo, por el fácil camino de la alegoría. En uno de los finales más estúpidos de los últimos tiempos, la película se explica a sí misma de una manera tan burda como directa y simplista (que no es lo mismo que la virtud de lo simple). Brujas que hablan a cámara y por sus “elecciones democráticas” deben morir, encima parodiando al clímax Carrie de Brian de Palma. Vueltas de tuerca absurdas, insostenibles, directamente ridículas, como desconocer la naturaleza de la protagonista hasta cinco minutos antes de terminar la película, en algo que no es una trampa noble, sino un invento de desesperados. Personajes que hablan de forma altisonante y bajan línea sobre la memoria, el dolor, la culpa y el perdón. En definitiva, un papelón con vergüenza al género y aires de pose snob.
Mala Suspiria, mala. Y lo peor es que las brujas existen, claro que existen, aunque la película lo niegue. Las brujas se burlan de las buenas intenciones progres y construyen sobre el dolor, el sufrimiento, los suspiros y las lágrimas. Algunas viven en las tinieblas y otras vuelan contra el sol. Se ríen en los bosques porque ahora se las quiere hacer buenas mientras comentan sorprendidas que ni el mejor conjuro habría hecho por ellas tan espléndido trabajo.
@ Diego Ávalos, 2019
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