En el cine como en la vida las venganzas requieren de paciencia. Por esto mismo, aludir que el gusto o disgusto por una película es inversamente proporcional a su ritmo parsimonioso deja por fuera el vigor de ejemplos como Cadejo blanco.
Dirigida, escrita, co-editada y co-producida por Justin Lerner, esta obra financiada entre Guatemala, Estados Unidos y México participó en la reciente edición del festival de Toronto. También estará participando en el Festival de Cine Internacional de Guadalajara a celebrarse a partir del próximo 1º de octubre.
Ella tiene por lo menos cuatro elementos audiovisuales que marcan la pauta de los peligros por los que Sarita (Karen Martínez), la protagonista, pasa en Puerto Barrios y ciudad de Guatemala para buscar a Bea, su hermana. Ellos son la música, las armas, las tonalidades amarillas y el cambio de su propio nombre.
Por su parte, los ritmos y letras de las canciones parecen el elemento inofensivo de los mencionados. Sin embargo advierten riesgos futuros durante las movidas estratégicas de Sarita, quien luego se presentará como Ana Lucía. Sus significados se hacen más evidentes cuando usan por primera vez el arma de fuego de Andrés (Rudy Rodríguez), líder de la banda por la que desapareció Bea.
Desde que suena de fondo “Reina del caos”, por Marroquín y Rebeca Lane, la banda musical prepara lo que Ana vivirá. Ella lucía inocente e indefensa y desde entonces será templada por los imprevistos para vengar esa desaparición sin las indispensables exageraciones que suele remarcar el cine de vendettas.
Además, la manera en que Lerner rebate el supuesto común de que para vengar hay que equiparar o superar al vengado se enriquece durante el transcurso de la obra. Aquí, para bien y para mal, la venganza es un plato torpe en su ejecución y que además se come, ciertamente, helado. Esto es algo entendido por César Díaz y Justin, quienes en el montaje sacan provecho del ritmo sinuoso de su obra con escenas prolongadas seguidas por canciones de arcos melódicos y de letras donde surgen las pistas de lo que busca Analu, como la terminan llamando los miembros de la banda.
La planificación de estos homicidios es ignorada para que nosotros, espectadores, nos tensemos con el comedido efectismo de los movimientos de cámara y con el éxito o fracaso de sus planes. Pero los amarillos claros en el diseño de producción de Myriam Ugarte Estrada sugieren pálidas alegrías y crisis más profundas en los procesos de estos personajes.
Provoca contextualizar Cadejo blanco con películas norteamericanas donde la venganza es central. Esto se siente también por las canciones en inglés presentes en momentos claves de la trama. Cuando suena “Kiss and Say Goodbye” de The Manhattans mientras se ve la cámara lenta del viaje en moto, podemos recordar obras icónicas del cine donde dos personajes disfrutan la travesía mientras de fondo suena algún clásico musical.
De todas maneras, semejante arbitrariedad asociativa sería innecesaria cuando transcurren los créditos finales de esta ocasión. En ellos Ana, ya a solas y en lágrimas viajando en el autobús, viste una musculosa amarilla. Así la escena ejemplifica una certeza con este plano sostenido de su perfil desahogándose mientras suena de fondo “Sleep”, canción tradicional de los Garifuna. En definitiva, el viaje ambiguamente heroico apenas comienza con el atenerse a las consecuencias de sus decisiones previas. Este final no resuelve el destino de Sarita por haber vengado a los perpetradores y huir de vuelta a la ciudad. Simplemente es el fin, el inicio y la respectiva aceptación de ambos, como ocurrió al perder un nombre y adquirir otro.
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.
(Guatemala, Estados Unidos, Mexico, 2021)
Guion, dirección: Justin Lerner. Duración: 125 minutos.