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CRÍTICAS - SERIES

Tokyo Vice – Temporada 2

LA CURA DEL OFICIANTE

La segunda temporada de Tokyo Vice tiene a su favor dos méritos evidentes: abre el abanico del elenco con talentos muy enriquecedores; y honra a sus viejos personajes secundarios con mayor relevancia argumental.

Aquellos se manifiestan como puntos de partida, medios y finales. El balance a priori es envidiable. Es el sueño de toda secuela contar con más personajes -que todos sean indispensables, que gracias a ellos aprendamos más sobre la intimidad de quienes ya conocíamos- y esta conquista se debe en gran parte al director Alan Poul, quien estuviera a cargo de despedir la temporada anterior y comenzar esta nueva en sus dos primeras horas. 

Con un salto temporal de tres meses de por medio, entre diversas relaciones, Sato (Shô Kasamatsu) se convierte sin dudas en la gran promesa narrativa al perdonarle la vida a su hermano de clan después de que este lo apuñalara varias veces en el abdomen. A su vez, los semblantes de ambos serán engrandecidos al posicionarse paulatinamente como los dobles opuestos de Hayama (Yōsuke Kubozuka), el hermano “académico” que amenaza con sustituir a Ishida (Shun Sugata) en el rol paternal de los yakuza Chihara-kai y también con asesorar la vida privada del hermano menor de Sato.

Katagiri (Ken Watanabe), por otra parte, es desplazado como detective en la División de Crimen Organizado y designado a un cargo administrativo que lo distancia por completo de su principal interés -y conflicto central de la serie-, que es la traición de Shinzo Tozawa (Ayumi Tanida) hacia los otros clanes yakuza, sus supuestos pares. Esta desmotivación de Katagiri, y su inclinación por interrogatorios furtivos, de a poco se verá enderezada por su más reciente relación profesional con Shoko Nagata (Miki Maya), detective de la Agencia Nacional y su nueva jefa.

Retomando a personajes nativos angloparlantes -o gaijines-, Samantha (Rachel Keller) asume la enorme posibilidad de que su mejor amiga Polina haya sido asesinada por el clan Tozawa, sin perder de vista la gran meta de gestionar su propio club de anfitrionas de tragos, que es a la vez financiado por Ishida, y de abrirse camino a eventuales negocios inmobiliarios. Al mejor estilo True Detective, su labor ocupará un rol central en la balacera ubicada en la exacta mitad de la temporada. 

Todo lo cual nos deja con la interrogante: qué destino le depara a nuestro protagonista, Jake Adelstein (Ansel Elgort).

Jake, el primer gaijin en trabajar para el Meicho Shimbun, se encuentra en el mejor momento de su carrera periodística. Su ingenio por proponer historias de interés general y obtener fuentes confiables es reconocido por su asesora Emi Maruyama (Rinko Kikuchi), constantemente festejado por Shinohara (Takaki Uda) y progresivamente envidiado por Kurihira (Kosuke Tanaka), alias “Tintín”, sus dos colegas y amigos desde el día de aprobación del examen de ingreso. De estos tres personajes secundarios conoceremos más sobre sus vidas privadas, nada que no haya sido sugerido en la primera temporada, pero con estas se apalancarán las líneas argumentales de la segunda.

Sin embargo, todos los costados personales de todos los personajes aportarán su desafortunada tendencia a obstaculizar la puesta en escena y la trama como no ocurría en la temporada inicial. Todos.

Es enriquecedor conocer a la familia de Jake en Estados Unidos y es favorable aplicarla como excusa para develar las fechorías de Tozawa, pero cada interacción con cada pariente son más lastre que progresión en la continuidad representativa del relato que ocupa a este segundo año de Tokyo Vice.

Un contraejemplo del primer año. Las hijas de Katagiri comparan a Jake con la figura de un Tengu. Veremos también que hacen caricaturas, representándolo con la cara de uno de estos demonios alados, y posteriormente Jake se pondrá la máscara de un Tengu mientras está intoxicado con metanfetamina para extraerle información a un adicto fanático de Tozawa. El costado traicionero del periodista -ese inevitable gaje del oficio- es puesto en escena mediante una sucesión de ironías. En este nuevo año, la traición está dramáticamente impostada. Es la enfermedad del oficiante. No lo quiere hacer, lo tiene que hacer y la continuidad se pierde incluso en el fuera de campo.

Ocurre lo mismo con las relaciones sexuales: Emi consagra un noviazgo, a expensas de la psicopatía de su hermano, para una eventual función profesional; a Shinohara lo encontramos liberado en su intimidad homosexual -sugerida en la temporada anterior- solamente para que sea una pérdida, para que su amante sea amonestado por el FBI a causa de la traición personal y la rectitud profesional de Jake.

No hay en todo eso una dualidad dramática, que sí se había aplicado anteriormente. La vida sexual de Jake era trágica. En la primera temporada solo lo veíamos en pleno coito cuando se le pagaba a una prostituta. La tragedia carnal pasaba por no poder concretar un encuentro amoroso en su máxima expresión, ya sea por la incompatibilidad con Rachel o por los riesgos de vincularse con Misaki (Ayumi Ito), la amante de Tozawa.

Hablemos de Misaki. Por un simple dialogo en el que Jake se autodenomina “hermano” de Rachel, el triangulo amoroso con Sato es anulado durante la temporada entera, y apenas en el segundo episodio Jake logra acostarse con Misaki. La pareja es carismática y lo que les ocurra es tan alarmante como el destino de cada uno de los personajes, porque ese, repetimos, es un gran logro en esta temporada, pero las dualidades simbólicas están mayormente suprimidas, salvo para líneas de dialogo como “no debí venir, eso fue imprudente” (“I shouldn´t have come, it was reckless”), que es más bien un chiste genital culposo.

Las relaciones sexuales en los trabajos de Michael Mann, el gran iniciador de esta serie, no son ni azarosas, ni inocentes. En Ferrari, el protagonista tiene intimidades una sola vez y es con su esposa, no con su amante. En la versión cinematográfica de Miami Vice, Sonny Crockett es el único que no se pone por encima de la mujer en la cama, la “combate” como una igual y verticalmente. A estos gestos, estas repeticiones y ausencias de ellas, Mann los llama “simetrías”. 

Había un dialogo simétrico, entre cada director del equipo de la primera temporada, que esta vez se perdió. La línea argumental no pierde coherencia, ni lógica, pero la intriga tiende a atenuarse. Pierden relevancia los casos paralelos, como el de los ladrones de motocicletas o las instigaciones al suicidio por las aseguradoras financiadas por Tozawa.

Uno puede comprender que Jake abandonó sus clases de defensa personal por su compromiso laboral y porque, al final de la temporada anterior, solo le sirvieron para que la yakuza le diera una paliza, pero esto es lógica argumental y no narrativa puesta en escena. Si quieren: se entiende, pero no se siente.

A lo largo de 18 episodios, los dos años -que plantea el flashforward con el que comienza el piloto dirigido por Michael Mann- avanzan casi imperceptiblemente en esta temporada. En el octavo episodio hasta nos olvidamos de que Jake y Katagiri usan chalecos de kevlar para protegerse de las navajas del clan Tozawa.

Hay, no obstante, un gesto que podríamos catalogar como intrínseco de las series “mannianas”, que es la ausencia de tecnofobias y determinismos tecnológicos. Mann ha dicho que su película de 2006 opera como una respuesta al fenómeno The Wire, de cómo esa serie supo explotar algo que estaba constantemente presente en los primeros episodios de División Miami, algo que se cortó después de la aparición de Bruce Willis. Acá tenemos un contraargumento doble de la mano de Ken Watanabe: en primer lugar, cuando descarta la intervención de las comunicaciones móviles de Tozawa, en una breve charla con un vendedor de celulares; en segundo lugar, en el preciso final de esta temporada, cuando se burla de sí mismo por no poder mantener su atención fija durante diez segundos, en una escena ambientada en el año 2001, cuando nuestras vidas no estaban permanentemente enlazadas con el internet. En otras palabras, no le rinde cuenta ni a la creación de David Simon, ni a su legado telecomunicacional, los tiros van por otro lado. Y la estupidez humana no es causa de la hiperconectividad, por más sobreoferta que haya en pos de acrecentarla.

Los personajes de Tokyo Vice están por encima del pasado gracias a esta segunda temporada y, tanto por sus virtudes como por sus vicios, se curan al converger sus oficios en beneficio del bien común. 

El acabado visual es mayormente superior al de su antecesora, pese a algunas perezas leves.

El resultado no es decepcionante, ni desalentador, ni desilusionante. Es descuidado. Dramáticamente descuidado, en medio de una serie de hechos verídicos ficcionalizados. Aun así, esperamos su -para nada urgente- tercera temporada con la única reserva de que pueda llegar a nunca ser realizada.

(Estados Unidos, Japón, 2024)

Creación: J. T. Rogers. Guion: J. T. Rogers, Brad Caleb Kane, Karl Taro Greenfeld, Francine Volpe, Ashley M. Darnall, Adam Stein, Annie Julia Wyman, Joshua Kaplan, Arthur Phillips, Jen Silverman. Dirección: Alan Poul, Josef Kubota Wladyka, Takeshi Fukunaga, Eva Sørhaug. Elenco: Ansel Elgort, Ken Watanabe, Rachel Keller, Shô Kasamatsu, Rinko Kikuchi, Miki Maya, Shun Sugata, Ayumi Tanida, Ayumi Ito, Takaki Uda, Kosuke Tanaka, Yōsuke Kubozuka. Producción: Ralph Winter, Satch Watanabe.

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