EL INOXIDABLE LEGADO DE HOWARD HAWKS (PARTE 2)
Kate, una joven cazadora de tornados, temeraria y pragmática y su pequeño grupo que incluye a su novio, recorren en camioneta las eternas carreteras del sur de los Estados Unidos con el propósito de atrapar alguno de estos colosos de la naturaleza para estudiarlos y poder predecir así su paso destructor e impredecible.
Es, al parecer, su día de suerte y se topan con uno, al que catalogan como un posible EF 1 (según la escala Fujita). Pronto el entusiasmo se transforma en asombro y el asombro, en cuestión de segundos, en desesperación y espanto. Jugar con la naturaleza es jugar con fuego y Kate, como toda aventurera, deberá aprender de ello.
Nada saldrá como lo habían previsto: la monstruosa columna vertical, de un tamaño colosal, mayor a lo que esperaban ver, arrasa con todo, incluyendo con su equipo y novio, salvándose sólo ella bajo la protección de un puente inamovible, además de un colega que observa la catástrofe a distancia.
La tragedia, en una película física y sanguínea, siempre se vuelve carne: una herida, tatuada en su pierna, perpetrada por un escombro transformado en proyectil, cala profundo como recordatorio físico y de corazón; marca eterna, emocional y psicológica de una pérdida insuperable. Aquel día fatídico, que carga a sus espaldas, la obligan a abandonar la apasionante pero riesgosa tarea de cazar tormentas, refugiándose, cinco años más tarde, en la seguridad de un trabajo de oficina en New York, junto a un grupo de meteorólogos de traje y corbata. Y claro, la modernidad promueve el falso confort de pequeño burgués.
Uno siempre puede huir y esconderse, pero el pasado siempre vuelve. Y para Kate, no es la excepción.
Javi, el único sobreviviente de su viejo equipo, trae consigo un invento innovador que puede salvar más vidas si se utiliza correctamente. Pero para ello necesita de la ayuda de la mejor cazadora de tormentas que existe. Kate, al principio, pone resistencia: duda si volver al lugar que la vió crecer y si escarbar el pasado es buena idea. Pero los sueños, ahora rotos, vueltos inagotables pesadillas, necesitan ser domados, como todo relato de pérdida y culpa y que encuentra al final del túnel la redención.
Javi logra convencer, entonces, a Kate, al menos, de pasar unos días con su nuevo equipo. Es hora de regresar al ruedo, dirá la joven, porque esa vuelta a casa es, a su vez, salvarse a sí misma y enfrentar sus peores y más profundos demonios. Volver a casa, siempre, es doloroso porque jamás luce como lucía antes.
El pasaje hacia ese espacio rural opera como catábasis obligatoria, como espacio rudimentario que despabila de una cachetada (o ráfaga de viento) de ese otro sitio dormido, horizontal, aburguesado, si se quiere. Volver al ruedo, embarrarse, meterse de lleno en el ojo de la tormenta, ante aquello que se yergue vertical, despierto, en movimiento, es también una resurrección: porque recordemos que todo lo que permanece por mucho tiempo dormido, muere lentamente. Y Kate, al parecer, pasó cinco largos años en ausencia de la vigilia.
Kate, bajo su inconfundible intuición, con el nuevo equipo, aún temerosa e insegura de lo que está haciendo, encuentra en un osado vaquero de la zona, arrogante y varonil, un igual que, en su función especular, siente, predice y saborea lo impredecible como ella. Tyler Owens, con su sombrero texano, sonrisa pícara y acento marcado, logra captar la atención de la joven, como suelen hacerlo las nubes que se forman a lo lejos en los oscuros y amenazantes horizontes antes del desastre.
Tyler, que es pura adrenalina, trae consigo una caravana conformada por un grupo pintoresco y estrafalario, pero humilde y eficaz. Un grupo que en cuya camaradería profesional forjada en hierro, subyace la autoconsciente resistencia de la eterna unión hawksiana. Recordemos que la Tornado original de 1996, obra maestra del cine de aventuras, era puro amor por el cine del inmortal Howard Hawks.
Kate, una vez que reconoce en Tyler aquello que no todos ven tras su férrea fachada, se cargará de valor para derrotar el duro pasado petrificado en su cuerpo, su mente y espíritu. Y de eso se trata la nueva Tornados: de salir a la cancha, transpirar la camiseta, magullarse el cuerpo como costo insoslayable para alcanzar lo inalcanzable, pero también para atrapar viejos monstruos. Monstruos que se cuelan en las heridas más traumáticas y sin cauterizar y que el alma, dolida, pueda albergar.
Pero también, si se quiere, es un poco más: de las fauces simbólicas del tiburón spielbergiano, recordemos, brotaba una lúcida crítica y reflexión sobre el capitalismo devorador y espejaba así la figura del mercachifle y avaro alcalde de las playas en Amity Island con la del enorme y mortífero escualo.
Acá, en Tornados, la falta de humanidad abraza con éxito el avance indiscriminado del cainismo económico: son los terratenientes que aprovechándose de medio país siendo devastado paulatinamente por la ira de Dios, materializada en los aterradores tornados, sirven como representación de la desolación y deforestación social. Para enfrentarse a ese costado burgués liberal, falto de espíritu, claro, existen los héroes desinteresados. Los que unen fuerzas, los que fallan, se caen, se vuelven a levantar y siguen peleando. Porque en Tornados tampoco hay espacio y tiempo para llantos prolongados, caras largas y deprimidas ni sensiblerías modernas que piden a gritos la atención del espectador emocional.
En la aventura movilizadora e inagotable, en la acción evasiva pero jamás pueril, en la unión amorosa y combativa de la Screwball comedy, en el eterno regocijo del espectáculo y la narrativa anti bostezos. En ese espectro se mueve la película. Falla, eso sí, en su dimensión psicológica en cuanto a representación, acá menos sutil y más literal, principalmente si la yuxtaponemos con la original de Jan de Bont aún cuando sus historias sean totalmente simétricas, especulares.
Lo que se mantiene es un espíritu festivo, clásico, con las demandas de la modernidad a cuestas, sí, pero con un vigor que se siente palpable más allá de que algunas cosas no convenzan del todo y, claro, no confieran una película redonda o perfecta. Igualmente, que hoy en día un film de aventuras, hecho a la vieja usanza funcione, ya es un milagro. Que un tipo de cine como éste quiera dar pelea y no renunciar a su costado más tradicional también: en el ADN del Hollywood actual todavía se respira el legado inoxidable de quien alguna vez enseñó que para filmar obras maestras sólo hacía falta un vaquero montando sobre las vastas llanuras del mítico e inmortal lejano oeste. Y Tornados, película noble, inteligentemente autoconsciente, divertida, que jamás se rinde en su impulsiva espectacularidad y que reemplaza los caballos por camionetas 4×4 se vive gracias a la herencia del enorme e incansable Howard Hawks.
Porque el inexorable tiempo lo destruye todo. Todo menos su cine.
(Estados Unidos, 2024)
Dirección: Lee Isaac Chung. Guion: Mark L. Smith. Elenco: Daisy Edgar-Jones, Glen Powell, Anthony Ramos, Brandon Perea, Maura Tierney, Sasha Lane. Producción: Patrick Crowley, Frank Marshall. Duración: 122 minutos.