El cine de Emmanuel Mouret pareciera estar fundado sobre dos principios: todo personaje es un potencial affaire, y todo affaire es una historia, una ficción posible. Desde sus primeras películas lo que está efectivamente en juego son las posibilidades —en materia amorosa— que la aparición de un nuevo personaje trae a la mesa; cada uno configura las partes de un juego que jamás termina por establecer de manera definitiva sus respectivas posiciones. Y sus reglas, aunque precisas, son una frontera permeable, de viajantes escurridizos o indecisos o ligeros. O las tres. En principio eso, entonces, una vaga hipótesis: todo personaje anticipa un engaño y en consecuencia un posible y aparente desvío. No es hasta Un baiser s’il vous plaît [2007] que estos desvíos empiezan a cobrar la forma de una historia en sí misma, la forma de una ficción evidenciada. En los films anteriores estas pequeñas historias aparecen integradas, o más bien surgen a partir de la primera historia, la continúan. Desde Un baiser s’il vous plaît, en cambio, tiende a aparecer el recuerdo y con él la necesidad de recordar, de contar para recordar. El relato oral inaugura en esta nueva etapa de Mouret nuevos procedimientos con el espacio y el tiempo: en películas como Un baiser s’il vous plaît o L´art d´aimer [2011] se instaura en la diégesis un tiempo presente muy claro habitado por dos o más personajes establecidos en un espacio específico, un espacio fijo del cual no se mudarán sin que veamos nosotros ese traslado como una acentuada interrupción de las historias que están contando (y que conforman gran parte de la película). La decisión de evidenciar el ida y vuelta entre las historias que aparecen a modo de flashback y sus respectivas interrupciones en el presente desde el cual se cuentan es de los mayores aciertos de Mouret y un rasgo que terminaría formando parte de su identidad estilística. Le permitió encontrar enormes posibilidades de expansión tanto formal como de los mundos que meticulosamente construye: ese presente no es solamente funcional en tanto núcleo del cual nacen las historias sino que es a su vez transformado por ellas, tiene su propio movimiento; es también una historia en sí misma que alimenta el nacimiento de otras nuevas que luego la transforman. Todo esto encuentra su punto álgido en Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Les choses qu’on dit, les choses qu’on fait, 2020). Maxime, un joven escritor, llega a la casa de campo de su primo François donde planea quedarse unas semanas. Lo recibe Daphné, la esposa, ya que su primo está demorado y no llegará hasta dentro de un par de días. El primer día, como para pasar el tiempo, se cuentan sus respectivas historias de amor, Maxime con una chica de París que lo dejó por un amigo y Daphné con François. La película va intercalando entre ambas historias y el presente desde el que se cuentan, y es a través de ambos relatos que, al tercer día, Maxime y Daphné están enamorados. La genialidad de Mouret está en que incluso ese poco tiempo en el cual vemos efectivamente a Maxime y Daphné en plano le son suficientes para establecer aquella progresión, como en una suerte de diálogo entre aquellas historias que parecen lejanas en el tiempo y el presente desde el cual se desprenden. De alguna manera, el cineasta entiende que el recuerdo tiene tanto valor de experiencia actual como la acción presente o, si se quiere, que el recuerdo alcanza, en su forma de relato, un grado de realidad en tanto experiencia compartida. En todo caso, esta misteriosa adecuación es posible gracias a la precisión de Mouret en capturar gestos, leves movimientos y miradas. De pronto, ese ceñido tiempo presente al cual la película regresa aparece colmado de gestos relevantes, de silencios agitados, como si el recuerdo lo revistiera todo. Es, en efecto, el cineasta que actualiza la disposición de los elementos a partir de la progresión dramática. Lo curioso es que esta progresión, esa intimidad que de pronto se percibe entre Maxime y Daphné, se alcanzó a fuerza de una distancia entre ambos, una distancia estrictamente material; en otras palabras esa evolución es posible casi sin ver a los personajes interactuar en plano. Por supuesto que una vez alcanzada esa intimidad se cede la proliferación de historias a otros personajes, dejando a los amantes en un lugar central de la película, pero ese es otro tema.
No es arriesgado afirmar que Las cosas que decimos, las cosas que hacemos significó un límite, una suerte de magistral condensación de todos los elementos con los que Mouret venía trabajando. Aún más teniendo en cuenta lo que filmó después: Crónicas de un affaire (Chronique d’une liaison passagère, 2022) y Tres amigas (Trois amies, 2024), sus últimas películas hasta ahora. Si Las cosas que decimos, las cosas que hacemos es una culminación de la máquina de contar historias, lo que le sigue pareciera, a simple vista, querer tomar distancia de ella: un film-diario que concentra en sus entradas la totalidad de un affaire y, en el caso de Tres amigas, un film narrado por un muerto. Más allá de estas decisiones estructurales es posible identificar en ambas otra madurez, nuevos temas que se integran a su sistema como la viudez, la culpa o la muerte. Una madurez probablemente equiparable a la edad del cineasta, cuyos personajes —y sus problemas— fueron creciendo a la par de él.
Así es que Crónicas de un affaire, como lo dice su título, es una crónica sobre la relación entre un hombre casado y una mujer soltera, los dos en sus cuarenta. El film está estructurado a modo de diario, dividido por entradas que funcionan como capítulos y que muestran cada uno de los días del affaire. A contramano de lo que sucedía con Maxime y Daphné, acá presenciamos todo: no hay momento de la relación que el film no muestre y la intimidad entre ambos aparece con absoluta naturalidad desde muy temprano. Sandrine Kiberlain y Vincent Macaigne tienen rostros específicos, incomparables, y sin dudas Mouret lo sabe y los filma en consecuencia. Los filma insistentemente. De allí también la ausencia casi total de personajes subsidiarios, una gran diferencia con las demás películas del cineasta. Por otro lado, Tres amigas nos presenta a Joan, una mujer de cuarenta y tantos, de la cual nos enteramos al poco tiempo que ya no está enamorada de Victor —nuevamente Macaigne—, su marido. Si bien está claro que en películas anteriores de Mouret esto sucede todo el tiempo, las angustiosas confesiones se mantienen fuera de campo: lo que importa es el affaire y se narra desde el affaire. En Joan, en cambio, vemos la tristeza irremediable en su rostro durante la confesión a su amiga. “Es como si de repente algo hubiera desaparecido a pesar de mí misma”. Justamente lo más terrible es que no haya affaire. Joan ya no ama a Victor y no sabe por qué, no hay razón externa que lo explique. Este es el punto de partida de la película. La voz en off de Victor conduce la narración, incluso después de contar su propio fallecimiento en un accidente de auto el mismo día que Joan decidió separarse definitivamente. Ese es el comienzo de otro conflicto interno: Joan y su culpa, cómo afrontarla y luego cómo amar más allá de esta culpa, o más bien con ella. Cómo vivir con ese fantasma que la película de pronto materializa, primero con su voz y después con su aparición física. Todas estas preguntas son nuevas en la obra de Mouret y es el signo más visible de un crecimiento, una transformación. Sin embargo —y ahí sí está el Mouret de siempre— se mantiene un equilibrio dramático entre la historia de Joan y lo que sucede con las otras dos amigas: al poco tiempo de película se da a conocer que Rebecca es la amante de Eric, el novio de Alice. Tres amigas sigue en paralelo a estas tres amigas a lo largo de unos meses donde los entramados amorosos seguirán teniendo la relevancia propia de Mouret aunque esta vez revelen en su despliegue nuevos tonos o colores acaso más oscuros, con lugar para el duelo o la angustia; para llorar desamparada en el piso de la escuela.
Por lo demás, si se habla de madurez es necesario pensar el término en relación a todos los elementos de la obra y no solo a su materia narrativa: lo valioso de Troi amies reside también en su capacidad de evidenciar la transformación formal de la obra de Mouret a lo largo de los años. Hay ciertas diferencias de puesta en escena que se pueden encontrar entre el jóven y el adulto Mouret que marcan una trayectoria o una suerte de recorrido; entre Vénus et fleur [2004] y Señorita J (Mademoiselle de Jonquières [2018], entre Cambio de dirección (Changement d´adresse, 2006) y Crónicas de un affaire, o entre Enredos de amor (Fais-moi plaisir!, 2009) y Tres amigas. A modo ilustrativo puede ser útil tomar este último par y desglosar de cada película una escena que certifique sus respectivas características, que permita dilucidar entre una y otra —entre sus quince años de diferencia— sus adecuaciones o desencuentros, en lo posible sus desencuentros.
Enredos de amor es, antes que nada, una comedia. Una comedia excepcional que no solo remite muy claramente —como tantas otras— a Chaplin, Keaton o Lloyd sino también a la obra temprana de Woody Allen, quien recogió a estos tres mucho antes que Mouret. La similitud es notoria incluso en pequeños detalles. A modo de ejemplo se puede tomar el oficio del personaje de Allen en Bananas [1971] —algo así como un catador de productos o máquinas deportivas— y el oficio de Mouret en Enredos de amor —un inventor de objetos particulares, casi inútiles—. Lo más característico de ambas películas es que los objetos o las máquinas direccionan la puesta en escena y funcionan como eje para la realización del gag. En esos términos, el trabajo del cineasta con el espacio es el de una disección; ese espacio del gag es dependiente de la estabilidad de los objetos —su carácter de obstáculo— en contraposición a la movilidad del cuerpo. Esta relación entre elementos se traduce en la puesta en escena de Mouret como una relación entre el plano fijo y el cruce de fuerzas móviles e inmóviles que este contiene, es decir, el objeto inútil, el objeto-obstáculo y el cuerpo inquieto, su neurosis inflamable. Dentro de este problemático conjunto se esconde una efectiva adecuación de los elementos que debe leerse como una suerte de musicalidad alcanzada, cierta gracia del cuerpo cómico en relación con aquel espacio que lo rodea. En Enredos de amor esta musicalidad responde más bien al orden de lo absurdo. Tan solo pensar en las cortinas que se enganchan en los pantalones, en el extraño invento que Mouret-personaje lleva a todos lados (una especie de pintalabios enorme —lo suficientemente grande como para no servir de pintalabios— cuyas marcas son muy fáciles de borrar; un invento que él mismo admite no tiene funcionalidad, no responde a la razón) o el cuchillo flexible (con el fin de cortar un triángulo de queso brie, prescindiendo el accionar lógico de cortar primero un lado del triángulo y luego el otro, el personaje decide doblar a tal punto la fila del cuchillo que, con un solo movimiento, sea posible extraer de aquella circunferencia que es el queso, un triángulo. Transformar un cuchillo para obtener algo que no necesitaba tal transformación. ¿Qué se gana? Haciendo cálculos: ahorrar un movimiento. Pero a la vez doblar de tal manera su hoja —acción que queda fuera de campo— conlleva un esfuerzo mucho mayor de lo que hubiera implicado hacer aquel movimiento extra. El truco está quizás en la decisión de no mostrar el esfuerzo: no verlo hace pensar, en primera instancia, en la efectividad del invento. O al menos de esa aparente efectividad se desprende su momentánea gracia. A los dos segundos se entiende el absurdo, su inutilidad o su efectividad descartable. En fin, un inventor de lo inútil; apenas un inventor de malos chistes. Por qué no allí también su gran carácter cómico).
Tan solo pensar en eso, entonces; en esos elementos alrededor de los cuales se organiza la puesta en escena. Ahora, un plano de Enredos de amor. Su contexto es el siguiente: Mouret-personaje se despierta y al lado está su novia. Se ve, a partir de un plano detalle, que los pies de este se encabalgan sobre los de ella; después se escucha en off: “…en una hora”. Mouret-personaje se levanta de la cama y mira una revista en la cual hay una foto de un par de piernas con una flecha apuntando hacia los pliegues de aquel lugar detrás de la rodilla, entre el femoral y la pantorrilla, donde se lee: “Solo el 30% de los hombres conocen esta zona, y es la más irresistible de todas”. Acto seguido, un plano entero en el cual aparece Mouret-personaje arrodillado en el piso, a derecha de cuadro, del lado derecho de la cama. La cama ocupa los otros dos tercios del encuadre. Sobre ella está Ariane acostada del lado izquierdo, a izquierda de cuadro, casi en el límite. Mouret-personaje mete su mano bajo las sábanas, la estira empezando el largo recorrido de atravesar casi todo el colchón hasta llegar a aquella “zona irresistible”. De pronto parece sorprendido. Al sacar la mano tiene en ella un peine que rápidamente descarta. Vuelve a intentarlo pero esta vez el obstáculo es una bolsa. Se aventura una tercera vez hasta darse cuenta que ella tiene puesto un pantalón de pijama que no permitiría el contacto directo con la zona. Después la situación continúa, pero ese es el pequeño gag del plano. El espacio vacío de la cama ocupa el centro de la imagen, aquel centro por el cual la mano recorre bajo las sábanas y del que salen, como de la galera de un mago, objetos inesperados. Acá el artificio es evidente: hubiese sido mucho más sencillo para Mouret-personaje intentar alcanzar la zona desde el lado izquierdo de la cama. En este punto el verosímil importa poco y nada, es su omisión lo que también hace posible la existencia del gag. Por otro lado, hay otra serie de características comprendidas dentro de la lógica formal de esta etapa de Mouret que pueden verse reflejadas en la situación que sigue al plano descrito. Luego de los reiterados intentos del personaje en seducir a Ariane y fracasar en el intento, este recibe una llamada de otra mujer. En principio Ariane se molesta y mientras este intenta explicarse ella lo esquiva dando vueltas por la habitación, vistiéndose, acomodando o preparando café. Él va detrás de ella recorriendo todo el espacio mientras intenta probar su inocencia. Así como en el gag el obstáculo determina la segmentación, acá lo hace cada nueva actividad de Ariane. Cada rincón del departamento (casi un monoambiente) significa una relación entre un cuerpo y su obstáculo, como en una suerte de aprisionamiento de Ariane por parte de Mouret-personaje-obstáculo. La diferencia es que esta vez no es en favor del gag sino a modo de establecer islas, pausas del recorrido. Obstáculos del recorrido. En estos puntos detenidos se manifiesta la posibilidad dramática, el despliegue ya no de los cuerpos cómicos sino del rostro actoral, el detenimiento en planos medio-corto que dan pie al despliegue gestual, al movimiento de las manos, al entrecruce de cabezas, las miradas cruzadas, todo encontrándose en una misma composición. Es decir, el recorrido se traduce en una segmentación de planos mientras que los detenimientos no exigen más que un solo plano fijo, apenas quizás con una leve corrección. Es en estos momentos que el cine de Mouret se siente más cercano al de Rohmer (además de los contactos evidentes como el enredo, las infidelidades, los cruces de parejas, los encuentros casuales o las bellas coincidencias): en la precisión del gesto, en la atención al detalle, en un par de manos que se mueven al hablar o en la mirada del que escucha sobre aquel que tiene la palabra; la precisión de la palabra, el diálogo como un componente rítmico de la imagen o como una música, otra música.
Si bien esta precisión aparece en cada película que Mouret filmó a lo largo de su carrera, es a partir de Señorita J que se hace evidente una nueva relación con el espacio. Si en Enredos de amor (así como también podría ser Venus et fleur, Caprice [2015] o Cambio de dirección) el recorrido de los personajes por el departamento aparece a partir de segmentaciones seguidas de extensas pausas, desde Señorita J se manifiesta una suerte de insistencia en comprender aquel tipo de recorridos en un solo plano que conforma, en sí mismo, la totalidad de una escena o una secuencia. Hay una escena al comienzo de Tres amigas que lo evidencia: se trata de una larga discusión entre Joan y Victor acerca de qué es lo que le viene pasando a ella, su distancia o frialdad con respecto a él y que culmina con la confesión de Joan: “Ya no estoy enamorada”. Empieza con la pareja llegando a su departamento y se desarrolla a lo ancho de todos los ambientes. Joan como escapando, yendo de una habitación hacia la otra, de la sala de estar al comedor, del comedor al baño, del baño a la habitación principal, Victor todo el tiempo insistiendo en obtener una respuesta precisa, casi que persiguiéndola hasta que la respuesta llega. Mouret decide filmar este gran despliegue de los personajes en un solo plano, con reencuadres constantes y un preciso montaje interno fruto de prolijos seguimientos, primero condicionados al movimiento de Victor —al Joan estar siendo esquiva con Victor lo está siendo en consecuencia con la cámara, como si evitara coincidir en plano con él— y luego supeditados a ella. La habilidad de Mouret reside en conquistar una aparente simpleza a partir de estas coreografías internas; coreografías del plano que permiten, en su extensión, nuevas intensidades del desarrollo dramático. Teniendo en cuenta la cantidad de ensayos de cámara, movimiento, actuación y diálogos en conjunto necesarios para lograr una toma definitiva, sumado a la cantidad de planos de una complejidad similar que hay en Tres amigas, no es difícil intuir que Mouret esté encontrando —y de allí su obstinación—en ese despliegue actoral una nueva posibilidad expresiva; nuevas relaciones de movimiento, del traslado material de los personajes, del rastro que dejan detrás —esos ocasionales momentos en los cuales el cuadro queda vacío porque Joan y Victor ingresan en una habitación y la cámara queda afuera— o de su anticipación —Victor en plano mirando hacia Joan que se encuentra fuera de campo—. Es decir, nuevas relaciones ofrecidas por esta disposición móvil del plano que complejizan ciertas operaciones previas de Mouret y dan cuenta de una reflexión insistente sobre el espacio y sus frentes. De qué lado atacarlo.
(Francia, 2024)
Dirección: Emmanuel Mouret. Guion: Emmanuel Mouret, Carmen Leroi. Elenco: Camille Cottin, Sara Forestier, India Hair, Damien Bonnard, Grégoire Ludig, Vincent Macaigne. Producción: Frédéric Niedermayer. Duración: 117 minutos.