En este momento estoy, literalmente, en las nubes. Voy volando desde París hacia Sicilia con la tablet del Chuchi en la falda, tratando de escribir algo con este teclado virtual que me es completamente extranjero, pero que, parece, tiene ganas de ser amigable conmigo. La tablet no tiene Word, así que me las estoy rebuscando como puedo con el programa de notas. No quiero abandonarlos, ni siquiera, en mis vacaciones. Los extraño muchísimo a todos, aun cuando estoy algo así como en el paraíso de los viajes.
Mi padre y mi madre tuvieron uno de esos brotes de brillantez que vienen con la edad y propusieron este viaje completo, ¡suck that tangerine! (“Chupate esa mandarina” digo. Pero no quería dejar de sentirme internacional). Así que el Chuchi, yo, mi hermana, mi cuñado, mi viejo y mi vieja, todos en comparsa nos vinimos pa’ las Europas a despuntar la esnobeada. En el caso de las parejas jóvenes, totalmente de arriba. No les voy a mentir, la estoy pasando brutal, increíblemente espectacular. Y como suelo vivir estas cosas expansiva e intensamente, estoy brillante, rebosante de emoción y ando en carne viva por la vida.
Siempre les digo que pertenezco a Buenos Aires aunque no haya nacido allí. He nacido y renacido varias veces. La primera, el nacimiento físico, en mi pueblo. La segunda, en Buenos Aires. Y la tercera, en París.
Los que me conocen y me amiguearon en Facebook saben que hace mucho tiempo que en mi biografía dice que soy de París, y en cierta forma, cuando vengo, me siento en el pago. Porque entre ella y yo fue amor a primera vista y para siempre.
Yo soy de acá, como soy de allá, y cuando me voy siento la misma nostalgia que cuando dejo mi casa. Si mis gatos me acompañaran, creo que casi no habría diferencia entre un lugar y otro aun cuando mi hogar hermoso, mis cosas y mi gente, están allá y los amo profundamente, como amo también a Buenos Aires.
No crean que este affaire es fácil. Apenas llego, siempre extraño Argentina y siento una punzada de dolor intenso. Pero después, París, ella, bella; mi amante experimentada y dulce, sabe abrazarme, enamorarme y retenerme con ese calor intenso de la vuelta al amor. Y cuando me voy, le prometo que volveré, se lo juro una y otra vez entre besos y abrazos desesperados.
Me gusta viajar. Sobre todo si el Chuchi viene. Y el goce de andar por el mundo tiene que ver, desde que tengo memoria, con las películas. En general siempre me conmueven destinos que he visto en el cine. Ya se los he contado: muchas veces mis elecciones están emparentadas con películas que he visto. Y cuando ando por alguna ciudad en la que reconozco locaciones, lo que más feliz me hace es mandarme a disfrutarlas. Y en París, esta vuelta, encontré dos, una planificada y la otra de chiripa.
Una de mis películas favoritas desde hace tiempo, de esas que me llevaría a la famosa isla desierta en la que nos encontraríamos todos con nuestros bártulos, es Alguien Tiene que Ceder, de Nancy Meyers, la espectacular comedia protagonizada por Jack Nicholson y Diane Keaton. Es uno de esos films que me hacen bien, como hace bien el chocolate o el helado cuando se anda deprimido, triste o angustiado. Una forma rápida de volver a tener alegría. Y entre las escenas que más me gusta, está la del restaurante en el que comen opíparamente los protagonistas, junto con Keanu, en París. En el tercer acto de la cinta, los tres se encuentran para un final maravilloso y tienen una cena inolvidable. Pasan platos deliciosos de acá para allá, vino, espumante, licores, dulces… En fin, un deleite colorido, voluptuoso y lleno de sensualidad. La escena reúne dos de mis pasiones más grandes: el cine y la comida.
El restaurante en el que cenan se llama Le Grand Colbert, está ubicado en el numero 2 de la rue Vivienne, cerca del Jardín du Palais Royal. Venía con la fija y alguien muy copado, amigo de esta colu, me paso la dirección por Twitter para que no me quedara con las ganas. Esta vuelta, me fui de cabeza a banquetear pulenta.
En la secuencia de seducción en los Hamptons entre Jack y Diane, ella le dice que conoce el mejor lugar para comer pollo del mundo, así que una vez que me senté a la mesa, no había dudas de cuál sería mi elección de menú. Y, amigos, la mina no mintió: es el mejor pollo que he comido en toda mi vida. Me devoré toda la fuente, me bebí todo el vino, me tomé todas las fotografías. Y mi arco de placer era tan intenso, que casi me daba miedo, como suele suceder con algunos momentos extasiados. Era estar en el lugar soñado, con la comida soñada, recordando aquella película tan maravillosa.
El cine creando deseos, creando nuevas formas de desear y de cumplir esos deseos. El cine como viaje y como creador de viajes.
La comida me supo tan llena de vida, tan realizada, tan triunfante, que terminé la jornada con el agotamiento de los campeones. Y entendí que la mayoría de mis sueños fueron paridos por el cine. Casi todos. Y pensé que le debo el drive que tengo, las grandes esperanzas, las sesiones de terapia y la certeza de que jamás me rendiré.
Caminando con el Chuchi, me encontré con el maravilloso parque, pequeño, verde, bellísimo, por el que caminan Ethan Hawke y Julie Delpy, en Antes del Atardecer. Veníamos deglutiendo con deleite unos macarons de Pierre Hermé y caminábamos sin rumbo, no haciendo otra cosa que aspirar París. Y allí estaba, otra vez, una película cambiando la perspectiva de todo. Aquella escena en que Hawke confiesa cómo lo calienta la palabra vulva, cobraba vida ante mis ojos. Creo que hasta me senté en el mismo banco y…
A, no, lo que hicimos con el Chuchi se los cuento otro día.
Ahora estoy en Sicilia… ¿Qué me dicen, habrá algo interesante para ver acá? Veremos si esta tierra me hace alguna oferta que no pueda rehusar.
Laura Dariomerlo