En una entrevista a propósito de la adaptación al cine de su novela It, Stephen King intenta hacer una descripción breve, pero efectiva, sobre el espíritu de varios de sus escritos: “Me interesa escribir sobre la infancia; sobre los niños y los adultos, sobre lo que ganás y lo que perdés cuando crecés y cómo te afecta”. Acto seguido, desata nuestra imaginación con el rescate de una anécdota sobre la introducción que el mismo William Golding escribe en su libro El Señor de las Moscas. Sería algo así: una noche Golding estaba sentado con su esposa al lado del fuego y le dijo: “¿Qué pensarías si escribiese un libro sobre chicos, pero en vez de escribir un libro sobre cómo los adultos recuerdan la infancia, escribo como los chicos realmente son?”. Y así fue que nació la historia sobre la tierna infancia, la inocencia y sobre cómo olvidarnos de todo eso y ver a los niños como realmente son: seres humanos con contradicciones, intereses propios, sentimientos opuestos y algo que se percibe muy macabro cuando nos damos cuenta que todo lo que lleven consigo se escuda en una supuesta e inherente inocencia. “¿Quién sospecharía de una mariposa?”, piensa Bart Simpson en el afán de prender fuego la escuela. Bueno, ¿quién sospecharía de un niño?
No, Stranger Things no ahonda sobre los aspectos sórdidos de la juventud más que sobre la responsabilidad de los adultos en ella, pero sí recupera ese espíritu ochentoso de ver a un chico de 12 años capaz de lanzarse a las aventuras más peligrosas y hacerse cargo de situaciones imposibles cuando los grandes están demasiado ciegos para ver.
Frankenstein televisivo
Lo que más se destaca a la hora de leer sobre Stranger Things es la palabra “referencia”. Las citas a innumerables películas, libros y figuras del mundo sci fi y del fantástico no se camuflan en lo más mínimo, de hecho todo lo contrario. Un pastiche de posters cinematográficos, nombres a personajes icónicos, vestimenta, música, colores, ¿le falta algo?
Esta construcción de obra basada en el reconocimiento de otras en ella como una especie de muñeca rusa de referencias, y la creación de un público modelo que se regodea en cada una de los guiños y citas que no se le escapan, es un elemento explotado de manera casi inherente por el género de terror. Teniendo presentes el modelo de saga o la reconfiguración del subgénero slasher de la mano de Wes Craven, la conciencia de la autoreferencialidad se volvió imprescindible a la hora de encarar este tipo de textos. La supervivencia de un género que aparenta (énfasis en la palabra aparenta) no aportar novedad alguna y repetirse una fórmula llena de clichés, se piensa gracias a la inclusión de lo anterior para así crear la idea de pertenencia. Yo te reconozco porque soy parte, los que no, están afuera.
El horror genre crea así su dimensión de recursos retóricos y textuales en la idea de tropos, figuras con significados propios y que pueden reutilizarse infinitamente ahorrándole un trabajo previo de generar base, de pavimentar el terreno por decirlo de alguna manera.
Cabe aclarar que reducir el género a un simple aprovechamiento de elementos conceptuales tales como la Final Girl o el asesino psicópata en el terror, el camino del héroe en el fantástico, es un acercamiento infértil. Sí, es parte de su constitución, pero, ¿es una mera repetición o esas figuras son constantemente resignificadas?
Nadie puede negar que Stranger Things es, bajo esa lupa, un Frankenstein moderno, formado por los retazos de todo aquello que nos genera nostalgia, que nos retrotrae al lugar donde más cómodos nos sentimos pero no se queda ahí. La novedad de la serie de Netflix reside en la expansión del universo a referenciar, para abarcar el campo literario, televisivo y musical. Acá no sólo tienen cabida los fanáticos de Halloween o Hitchcock, sino también los lectores de Stephen King o los oyentes de la música de John Carpenter a Jonathan Snipes así como el espectro de edades al que apunta; Spielberg está presente para la generación 80’s pero también se estira cual superhéroe elástico para tocarle el timbre a las puertas de la calle Mapple imaginada por Rod Serling como testigo de lo asombroso, lo extraño.
No se debe cometer el error de quedarse en la anécdota de la referencia y no explorar la fuerza narrativa, la construcción de sus personajes, la figura paterna casi invisible, salvo por aquel que ya no tiene a su hijo en esa realidad y se dedica a buscar otros. A fuerza de actualización a la época, los papeles ya no están tan definidos, chatos, sin dimensiones. El grupo de amigos, los outsiders, dejan de serlo para pasar a ser el motor del conflicto cuando aparece Eleven, suerte de ET moderna, andrógina, que a diferencia de nuestro alien preferido, ya no busca volver a casa; dejan de esconderse, se enfrentan a los malos quienes tampoco son tan malos sino un producto más del ambiente, de los supuestos tan evidentes en esta especie de domo atemporal que es el pueblo donde viven. Los dramas que nos constituyen se exponen, los padres están juntos por razones más allá del amor, el chico popular quiere a la nerd no sólo porque es linda sino porque le importan los demás. Esta superación del relato de aventuras de los 80 convive con todo lo que se toma de esa época y es por eso que va un paso más allá de la emulación estilística.
Mención aparte para Winona Ryder, esa madre que es un poco doctora incomprendida y la responsable de traer a esta vida a aquello que se creía muerto, justamente con luz, energía, electricidad. Frankenstein televisivo, dijimos.
Volviendo a la escena imaginada del fuego, William Golding, su esposa y la intención de escribir sobre la verdadera naturaleza de la infancia, miramos de nuevo a Joyce, Hopper, Jonathan, Nancy, al nuevo club de perdedores, y es inevitable pensar si acaso no es la intencionalidad de Stranger Things no sólo contar sobre chicos y cómo verdaderamente son frente a las adversidades más extrañas sino cómo, a fuerza de valor, todos podemos volver a serlo, quitarnos el traje de adulto, la falsa sensación de valentía que nos hace creerle a los malos, agarrar la linterna y luchar. ¿Una realidad paralela esperando alimentarse de un pueblo olvidado? Cosas más extrañas han pasado.
Fiorella Valente