Andreas Goldstein nos invita desde el comienzo de su ópera prima al paraíso de Adam y Evelyn. Son tres pistas apelando a nuestra atención por este frente. Primero, el título Adam y Evelyn (2018) encubre de forma leve la referencia religiosa. Luego, mientras vemos los créditos, escuchamos a oscuras el piar leve e irregular de pájaros. Inmediatamente después atendemos, todavía en negro pero ya sin créditos, a las noticias sobre los refugiados de la República Democrática Alemana en voz de una locutora radial. Entonces, si estamos por entrar a un paraíso, es uno donde la guerra está en las mediaciones de este terreno “idóneo”.
Goldstein y Jakobine Motz, los guionistas que se basan en la novela de Ingo Schulze, van más allá en el retrato del edén labrado por hombre y mujer. Si las escenas subsiguientes no nos bastan como prueba de que estamos ante dos enamorados en plena dislocación de identidad, será suficiente la escueta cantidad de planos que comparten ambos amantes. Vayamos de a poco, como lo hace la obra.
Adam (Florian Teichtmeister) y Evelyn (Anne Kanis) son una pareja que vive en Alemania del Este en 1989. Él es un modisto tan comprometido con sus clientas que incluso les toma fotos y ha tenido con ellas algún que otro encuentro sexual. Nos enteramos de esto ya en la tercera escena de la película, mediante tomas con un ritmo taimado. Seguimos sin ver los rostros de Florian ni de Anne, pero los escuchamos hablar. Estamos en la cámara oscura mientras Adam revela fotos de, suponemos, sus mujeres. Ya la película nos está dando otra pista: con los planos fijos desentrañaremos el amor complejo que profesan ambos personajes, sin olvidar los derredores inquietantes brindados por el sonido. Un poco de Éric Rohmer está respirando a lo largo y ancho de estas imágenes veraniegas, desde las tonalidades de la fotografía hasta la ligereza campestre.
Una alusión posterior a la biblia, cuando se ven obligados a emigrar de la RDA a Hamburgo, puede ser molesta por su obviedad. De todas maneras, apela directamente a un dios castigador que condena sus creaciones, así como los gobernantes ausentes dudan de sus ciudadanos a través de la milicia. La escena del burócrata que entrevista a Evelyn en Hungría para conocer el pasado de la pareja pasa de ser diáfana a incómoda y graciosa (ante nosotros) en cinco minutos. Para los efectos estatales, los ciudadanos son primero suspicaces o viciosos, nunca amantes. Mucho menos gozosos.
Las actuaciones de los protagonistas y de Lena Lauzemis (Katja) y Milian Zerzawy (Michael), quienes más los acompañan en el camino, conforman un elenco cohesionado por la calidez. Las miradas de Florian y Anne parecen cruzarse poco, pero coinciden en las búsquedas de los personajes, así sea a destiempo y de forma intermitente. Los desahogos nocturnos entre Adam y Michael, y Katja y Evelyn antes de cruzar los límites de la RDA son cuatro planos medios nocturnos que nos muestran, de forma intercalada, un diálogo indirecto entre lo masculino y lo femenino: la relación con lo laboral y lo formativo, la manera de ver a los amantes, y el sentido biológico de la muerte.
Procedamos, finalmente, con los planos donde están ambos personajes juntos. Son diez aproximadamente. Tal coincidencia metafórica nos sugiere que los dos son una suerte de unidad disonante que suele estar más tiempo separada. Otra revisión de la película podría asomar una suerte de decálogo de estas imágenes juntos. Me detendré solo en el primera y en el última. El plano inicial nos permite verlos sentados y de cuerpo completo. Él trabaja con la tela y ella está dormida junto a unas frutas. Llega una de las clientas frecuentes de Adam, quien además le trae un obsequio. La clienta alude su percepción de ellos como si estuvieran en un paraíso. Es la primera mención “bíblica” explícita en la obra. Una vez más escuchamos esto fuera de la imagen, como si la voz bordeara los cuerpos de ellos, mas no sus identidades.
El último plano de Adam y Evelyn juntos cierra el visionado. Es el único en el que ambos están parados y vemos sus cuerpos completos, uno cercano al otro y a unos 4-5 metros de distancia de la cámara. El sinsabor aquí viene potenciado por la inquietud de que no veremos sus rostros en esta toma, apenas el de él a tres cuartos. Han logrado conseguir un apartamento luminoso, con ventanas hacia los árboles y la ciudad. Pero el invierno muestra los árboles desnudos como ellos no han podido estarlo, al menos no físicamente. La blancura desoladora nos enmudece. Evelyn procede a motivar la imaginación a partir de árboles pletóricos y un clima benevolente para cuando su bebé nazca. El detalle clave es que no podemos vincular estas voces entre alentadas y decaídas (el Muro ha sido derrumbado, ellos parecen haber alcanzado la estabilidad en otro país) con sus cuerpos plenos. El plano coincide con la altura de ambos y sus voces lo que delatan son dudas de una época inmediata que no resultará satisfactoria. Las guerras han cesado (esta ilusión durará poco tiempo) y las personas quieren trabajar en pos del bienestar; o de eso quiere convencernos Evelyn, quien además silencia ante Adam la duda de quién es el padre de la criatura. Al final, ya no basta con el agnosticismo religioso. La quietud lacerante de esta imagen nos azota con una sensación de duda frente a todo lo creado en la realidad efectiva y a fuerza de aburrimiento.
© Eduardo Alfonso Elechiguerra, 2019 | @EElechiguerra
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