En los años ochenta y noventa, los coming-of-age nostálgicos trataban sobre los cincuenta o los sesenta. (Pensemos en Cuenta conmigo o The Sandlot). Hoy, en cambio, son los ochenta y noventa las décadas nostálgicas por excelencia. Hay toda una industria alrededor de esta moda: libros y películas como Ready Player One, series como Stranger Things, consolas retro como la Nintendo miniaturizada del 2016.
El director Raya Martin se suma a la movida con Death of Nintendo. Ambientada en 1991, retrata a un grupo de amigos que navega por las aguas tormentosas de la pubertad, el amor adolescente, las fricciones con los padres y la obsesión por los videojuegos.
Hasta acá todo bastante predecible, excepto que los clichés del género y de la época están adaptados a un contexto filipino, lo que le agrega una textura interesante a muchas escenas.
Por ejemplo, el bully de turno que molesta a Paolo, el protagonista, siempre se expresa en inglés, como una manera de tomar distancia del resto, que habla más en tagalo, la lengua autóctona del archipiélago. A su vez, los videojuegos, para la familia adinerada de Paolo, son objetos de distinción, marcas de estabilidad socioeconómica. Los productos y figuras de culturas extranjeras, sea la japonesa de Nintendo o la estadounidense de Michael Jordan, se mezclan con la cotidianeidad filipina.
Paolo vive sus días con amigos, probando suerte en el básquet (sin embocar un solo disparo al aro), enamorándose de una chica y averiguando cómo circuncidarse, que él considera un rito de iniciación para ser adulto (y poder tener sexo). También convive con la inminente erupción del volcán Pinatubo, un desastre natural que, en este contexto, se reduce a una explosiva –y poco sutil– metáfora del despertar sexual.
A través de todo lo acompaña Mimaw, la hermana de uno de sus amigos. Y si bien arranca como personaje secundario, ella lentamente se impone como la verdadera protagonista, dueña del arco argumental más interesante de la película.
Paolo repite los rituales y absorbe las creencias de los demás varones de su edad, mientras que Mimaw cuestiona mandatos sociales, rechaza estereotipos de feminidad, explora su sexualidad, y sueña con el extranjero y con la nieve estadounidense que vio en fotografías.
Son dos búsquedas distintas. Paolo sabe qué quiere ser, pero no cómo llegar a serlo. Mimaw, al revés: conoce el cómo, no el qué. Deja que su curiosidad la arrastre hacia una eventual epifanía.
Pero por más que maduren sus personajes, Death of Nintendo se queda atrás, en un estado de desarrollo detenido.
Su reproducción de época es superficial e impostada. Quiere transportarnos hacia 1991 a los golpes y empujones. Nos enrostra las zapatillas Reeboks, las golosinas, los muñecos troll, la banda sonora pop, los nombres de Magic Johnson y Michael Jordan. Pero son detalles artificiales y poco genuinos.
Y no hay detalle más artificial y menos genuino que todo lo relacionado a la consola Nintendo del título.
Ahora bien, el cine en general tiene un problema con los videojuegos: no sabe cómo representar el acto de jugarlos. Y aunque en general se trate de un problema menor, es más grave cuando la película pretende usar los videojuegos como metáfora o hilo conductor.
En este caso, el videojuego The Legend of Zelda, editado por Nintendo en 1986, funciona como reflejo del periplo adolescente de Paolo. Durante toda la película, él y sus amigos buscan llegar al final y solo lo logran (spoiler alert) en la anteúltima escena, marcando su ingreso a la joven adultez.
Pero esta metáfora nunca es más que un artificio. Nunca nos creemos que los protagonistas estén jugando un videojuego porque, en realidad, no lo están jugando. Están sentados frente a una grabación y tocando botones al azar.
Siempre hay dos pibes martillando dos controles a la vez, aunque The Legend of Zelda sea para un solo jugador o jugadora. Y cuando estos pibes cierran su partida y se retiran del dormitorio, notamos que el videojuego en el fondo sigue andando y el héroe de túnica verde continúa atravesando pantallas aunque nadie lo controle.
Lo peor de esta metáfora, lo más superficial, es el remate narrativo. La maduración de los protagonistas se subraya a través del abandono de (o pérdida de interés en) los videojuegos. Es una visión anticuada, que entiende los videojuegos como juguetes para niños y niñas, y no como un medio cultural y artístico en ascenso.
De la misma manera, el guión se queda en la superficie, en la potencialidad, en la relación irresuelta entre Mimaw y Paolo. El cambio de protagonismo, de él a ella, no le hace justicia a ninguno de los dos: perdemos interés en el crecimiento de Paolo, mientras que la epifanía de Mimaw nos toma por sorpresa y desemboca en un final abrupto. (A mi juicio, hubiera sido preferible enfocarse en ella solamente).
Death of Nintendo no tiene la poesía de un coming-of-age como George Washington, en el que no importa la trama tanto como el clima y la atmósfera, y en el que la adolescencia es un momento de incertidumbre bajo el sol. El film de Raya Martin es más convencional y, por lo tanto, depende más del desarrollo de sus personajes, que no termina de concretar.
Al atenerse a las tradiciones del género –estética y argumentalmente–, Death of Nintendo solo puede sorprender a través de su microscopía: es decir, a través de su atención al detalle, a la interioridad de los personajes, a la especificidad del lugar y de los objetos rescatados del recuerdo. Y ahí tambalea.
© Guido Pellegrini, 2021 | @beaucine
Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.