“Y es difícil estar contento,
porque critico pero yo estoy dentro”.
T.O.T.E. King – “La parte más fea de mi curro”
“Continúe”.
Robert Bresson en una carta a JLG luego de ver “El soldadito” (1963)
1. Coreanos, a las cosas
En la nota anterior no escribí nada sobre el cine coreano. Lo cual puede sonar raro, ya que estas dos primeras entregas están dedicadas a festivales de ese país. En verdad no fue tanto un olvido, sino una falta de aclaración. Hasta que no terminemos de hacer este recorrido por festivales, no hablaremos de los amigos coreanos. O lo haremos muy brevemente. Aquí también el cine y su industria dicen estar en crisis, y si no en crisis, al menos no estar pasando uno de sus mejores momentos. Aunque, como todo, se trate de una cuestión de perspectivas. Mientras que en la Argentina se celebra que una película supere los 100.000 espectadores, los coreanos se quejan de que las cifras no volvieron a ser las mismas post pandemia. Y lo dicen mientras en el box office anual hay dos títulos, Exhuma (2024) y The Roundup: Punishment (2024), que ya superaron los 10 millones de entradas vendidas. Mientras que las 10 películas siguientes en la lista superaron el millón de espectadores. Estas cifras, repito, son solo de películas coreanas. Y si nos remitimos a la lista general del año, veremos que de las 10 más taquilleras del año, 5 son coreanas y el resto películas norteamericanas. Pero estos números brutales, aún más al saber que la población de Corea es de 50 millones de habitantes, y que harían babearse a más de un productor argentino, y del mundo, bah, no se ve reflejado en el cine, digamos, más artístico o independiente. En una industria, una industria real, en donde se manejan semejantes cifras, los jóvenes directores o aquellos que buscan otro tipo de cine, encuentran cada vez más difícil realizar sus películas. En un país en donde el éxito es tan importante, existe una mentalidad que también se aplica al cine. Escucho a un productor de cierto renombre decir que está bien que exista el cine independiente, ya que de esta manera los jóvenes cineastas pueden aprender a hacer películas comerciales. Con ese tipo de pensamiento tienen que convivir los jóvenes cineastas locales.
Mientras tanto, en el resto del mundo, los grandes festivales solo se encargan de mostrar las nuevas películas de Hong Sang soo (el lugar de Hong en el cine coreano, y a la opinión que de él tienen sus paisanos y colegas, le podríamos dedicar todo un capítulo y quizá lo hagamos) y alguna que otra de esas grandes producciones, casi siempre películas de género, ya sea terror o acción. Cannes suele tener una de estas películas en su sección medianoche en cada edición. A veces es Train to Busan (2016) o The Wailing (2016), pero la mayoría de las veces suelen ser mediocres productos tan grandes como comerciales y tediosos. A todo esto se le suma que las viejas glorias del “Nuevo Cine Coreano”, nombres como Bong Joon-ho, Park Chan-wook y Kim Jee-woon, todavía siguen activos, muy activos diría. Son todos estos datos que, de alguna manera, explican los motivos por los cuales una nueva camada de directores no se haya terminado de establecer. Pero, como decía antes, de todo esto nos encargaremos al final del viaje.
2. The Hateful Eight
“[…] una demostración total del poder de una idea,
incluso cuando la idea ya no funciona”.
Norman Mailer – “La pelea”
El Busan International Film Festival (BIFF a partir de ahora) es uno de los festivales más grandes del mundo y, probablemente, el más grande de Asia. Hecha esta aclaración, pasemos a un breve recorrido por los, supuestos, festivales más grandes del mundo.
Como nos impusimos al comienzo de estos textos, trataremos de ser lo más honestos posibles, aunque esto solo nos cree enemigos, o más enojos de los necesarios.
Primero de todos, y muy lejos, está Cannes. Aunque Cannes en verdad, no es exactamente un festival, es más bien un mercado de festivales al que asisten solamente personas de la industria (directores de otros festivales, programadores, distribuidores, prensa, etcétera), quienes se encargaran de contarle por primera vez al mundo lo que ven, y también de que esas películas recorran el mundo y sean las películas que todos quieren tener en sus respectivos festivales. Es impresionante ver la cantidad de títulos que, luego de ser programados en algunas de sus secciones, recorren cientos de festivales de forma casi automática. La manera en la que Cannes creó, y mantuvo, su poder no tiene solo que ver con el dinero, aunque también, obviamente, sino en la forma que tiene Francia de entender la cultura como un valor. Cannes es una marca sostenida, extrañamente, en valores que hoy van quedando de lado o suelen ser condenados, aunque envidiados por todos: la exclusividad, el glamour (mantenido a partir de la obligación de cierta vestimenta a la hora de acceder a las galas, no se me ocurre una profesión más crota que la crítico de cine, y sin embargo en Cannes todos se ponen su esmoquin), el elitismo (una fiesta de poderosos de la cual, sin embargo, todos quieren formar parte) y en donde también, aquí voy a jugar la carta del populismo, lo siento, las diferencias sociales quedan en claro a partir de los diferentes valores de las credenciales.
La exclusividad, porque es junto con Venecia (el que sigue en la lista) uno de los pocos que aún pueden darse el lujo de una programación armada casi en un 100% con estrenos mundiales, es decir, con películas que serán vistas por primera vez ahí. En la época del streaming y la inmediatez, Cannes todavía puede lograr esto. (Aunque es algo que tiende a desaparecer, a causa de la misma industria, ya que a poco meses de finalizado el festival, no son pocas las películas que ya fueron exhibidas por canales de streaming). Por esto decía que Cannes es una especie de mercado, o feria, que introduce cada año nuevos productos a una industria. Al aferrarse a viejas tradiciones, el festival aún sigue vendiendo una idea de un cine que aúna lo autoral con el prestigio y la alfombra roja con el arte. Todos los cineastas (directores, productores, etc.) se mueren por formar parte de Cannes, desde los más comerciales hasta los más radicales. A pesar de que en los últimos años películas muy mediocres se hayan alzado con la ansiada Palm D’Or, aun así todos siguen soñando con ese logro. Y todo esto se completa con la figura de Thierry Frémaux, alguien que supo conseguir un lugar de poder e influencia como nunca lograron sus predecesores, a partir de una imagen y actitud en la que se junta cierto aire campechano y accesible con un uso tiránico sobre las tomas de decisiones artísticas del festival. Cannes es, a la vez, el superhéroe y el villano de la película. Un lugar al cual Asia Argento denominó “el coto de caza” de Harvey Weinstein (una breve anécdota: mi primer recuerdo de Cannes es ver caminando por la Croisette a Weinstein, hablando a los gritos con un Blackberry mientras una mujer, supongo que su asistente del momento, le sostenía un paraguas), pero que incluso después de esa acusación se terminó erigiendo en un faro de las luchas del feminismo. En donde Jean-Luc Godard y Xavier Dolan están en un mismo nivel y una película que se burla burdamente de los millonarios, que son los mismos que están sentados en las butacas viendo la película, se alza con el premio mayor. Cannes es todas esas contradicciones. Claro que no todas las personas se toman muy en serio a Frémaux, por ejemplo, una vez en la editorial de la revista Cinema Scope, su editor Mark Peranson escribió, alabando la inclusión de Youth (Spring), del director chino Wang Bing, en la competencia oficial: “Pero también tengo que decir que no hay manera de que Thierry Frémaux haya visto esta película”. ¿Cuál fue la respuesta de Frémaux ante semejante acusación? Ninguna. Lo que deja en claro el desdén que Frémaux tiene ante sus “supuestos” colegas y el resto de los festivales. Él sabe que lo suyo es otra cosa, que mira a todos desde una cima inalcanzable para los demás y que los otros solo juegan con los restos que él, y Cannes, les dejan. En un mundo en donde el capitalismo y el patriarcado son dos de los males más atacados y denunciados, especialmente por el mundo del arte, el festival más capitalista y patriarcal, sigue siendo el que tiene más poder. ¿Por qué habría de ser diferente?
Alguna vez escribí que Venecia era el hijo bobo de Cannes, pido perdón por esto. Es lo mismo, casi, que Cannes pero un poco más rústico. Por ejemplo, Frémaux nunca incluiría una película de superhéroes en su competencia, pero su director Alberto Barbera sí. Con el resultado final de que dicha película, Joker (2019) de Todd Phillips, se terminó llevando el premio mayor, otorgado por un jurado que incluía a nuestra Lucrecia Martel. (¿Será, acaso, la segunda entrega de la película, con un Joker que está sólo y espera, un homenaje soterrado a Don Diego de Zama y la película que lleva su apellido por título?). En el momento en el que Cannes le cerró la puerta de la competencia a las películas producidas por Netflix y otras plataformas, ahí estuvo Venecia con los brazos abiertos. También pierden puntos los italianos en relación a la industria de cada país. Francia sigue siendo una de las industrias más fuertes del mundo, e incluso muchos de sus directores y actrices/actores juegan en las ligas internacionales, mientras que Italia apenas si pudo venderle al mundo a Luca Guadagnino, alguien que de italiano, a esta altura de su filmografía, sólo tiene el nombre. A la competencia de Venecia, (una aclaración: aquí solo estoy hablando mayormente de las secciones competitivas y no esos otros espacios como la Quinzaine o la Giornate degli autori, aunque la mayoría de las veces, estos lugares lo único que hacen es dejar en claro el poderío -en el mal sentido de la palabra- de esas competencias) parece no importarle nada más que la inclusión de títulos poderosos y llenos de estrellas, aunque, como siempre, con un espacio para los nuevos autores y algún que otro film italiano. Aunque la mayoría de las veces, lo joven y novedoso no es ni tan joven ni tan novedoso. April (2024) de la joven georgiana Dea Kulumbegashvili, título que justamente cuenta con Guadagnino entre sus infinitos productores (volveremos sobre este detalle de los productores), es a la industria del cine autoral lo que el Joker a la industria de Hollywood. (Por otra parte, ¿a qué se parecerá más en realidad Georgia, a los horrores que muestra Kulumbegashvili o a las bellezas del casi argentino Alexandre Koberidze? Qué misterio.) Pero para ir terminando con los amigos italianos, hagamos un breve repaso sobre los títulos argentinos que, en los últimos años, pasaron por sus competencias. Este año estuvo presente El jockey (que en inglés se transforma en Kill the Jockey) sin llevarse ningún premio, pero que a partir de su estreno mundial aquí recorrió infinidad de festivales, incluido Busan, en donde es la única película argentina presente. (Sobre El jockey quería escribir citando la frase del autor australiano Gerald Murnane: “Alguien escribió que todas las artes aspiran a la condición de la música. Mi experiencia es que todo el arte, incluida la música, aspira a la condición de las carreras de caballos”. Pero, para mi desilusión, luego de verla descubro que no tiene absolutamente nada que ver con el mundo de los burros y sus liturgias. (Esto no es una crítica, El toro salvaje (1980) no solo no es una película sobre boxeo, si no que Scorsese desconoce hasta lo más mínimo sobre ese deporte. Pero la frase que sí podría haber usado en el caso de escribir sobre la película del hijo de Palito Ortega, algo que no pienso hacer, es la del arquitecto y crítico Deyan Sudjic, cuando hablando sobre sus colegas internacionalmente exitosos dijo lo siguiente: “Es una posición especialmente compleja para un arquitecto que cree en arraigar su obra en un lugar, en la memoria y en la cualidad de sus materiales, el momento en el que se incorpora al circo internacional. Porque ¿cómo hace para resistirse a la tendencia que éste fomenta hacía el gesto vistoso y las soluciones rápidas?”). Pero sigamos con los títulos argentinos. En 2022 en la sección Orizzonti, dedicada a las películas “más raras” (esto es: que no tienen actores famosos, y no suelen ser grandes producciones) estuvo presente Trenque Lauquen de Laura Citarella, también sin llevarse ningún premio, pero comenzando una carrera internacional que que la llevó a ser declarada la mejor película del año por la revista Cahiers du cinema. La película argentina que sí se llevó un premio de la competencia oficial fue El ciudadano ilustre (2016), mejor actor Oscar Martinez, de la dupla de directores compuesta por Gastón Duprat y Mariano Cohn.
Una aclaración, que creo necesaria, ante la diversidad de estilos de las tres películas argentinas mencionadas anteriormente. Los programadores de este tipo de festivales grandes, quienes se encargan de conseguir películas de alguna nacionalidad en particular, no piensan en defender un tipo de cine o en tratar de que la mejor película sea seleccionada, simplemente ofrecen diferentes títulos hasta que uno de ellos, con suerte, termina siendo elegido por el director del festival. Es un trabajo más parecido al de un vendedor de autos o celulares, personas que, incluso sabiendo las diferentes calidades y particularidades del producto que ofrecen, lo único que les interesa, al fin del día, es que el cliente les compre algo. Es que incluso, la mayoría de las veces, los trabajos más glamorosos también se reducen a ganar un sueldo y quedar bien con un jefe. (Leo esto y me doy cuenta que suena demasiado cínico, pero créanme que en verdad lo escribo con dolor).
Alberto Barbera, quien supo ser un gran cinéfilo (me dicen personas que lo conocieron antes de su reinado en Venecia), hoy con su bronceado y sus trajes caros, al lado de las estrellas de turno, se parece más a un villano de una película de Fernando Di Leo que a alguien con quien uno se sentaría a charlar sobre cine. Pero no es solo Barbera, hoy en día los directores de casi todos los festivales grandes parecen CEOs de alguna empresa multinacional.
No sé de quién habrá sido la idea de contratar a Carlo Chatrian, Mark Peranson y el resto del equipo, en ese entonces en Locarno, para que se hagan cargo de la programación artística de la Berlinale. Pero fue una buena idea que colocó a la Berlinale en un cómodo tercer puesto entre los festivales más grandes. No hay forma de que la Berlinale compita con Cannes y Venecia, de nuevo, los motivos son muchos, pero la idea de tener una alfombra roja en un lugar en donde durante las fechas del festival siempre hace frío y llueve, es algo que solo se le puede ocurrir a uno de esos político que terminan ocupando cargos en las áreas de cultura y lo único que se les ocurre es que los festivales se parezcan a Cannes. Sin embargo, ese fue uno de los reclamos que se le hizo al equipo de programación a la hora de echarlos de mala manera, a pesar de que en sus cinco años de gestión supieron contar con Kristen Stewart, Steven Spielberg y Martin Scorsese entre sus invitados. (Aunque actualmente nadie se queja cuando son echados, los directores de festivales ya seguramente firman contratos en donde queda claro que no pueden hablar mal del festival una vez dejado el cargo. Por otra parte nadie lo haría, ya que de hacerlo se pueden ganar una fama que no les conviene a la hora de ser contratados por otros festivales o eventos similares). Decíamos, la Berlinale logró en esos años, transformarse en un lugar en donde aparecían anualmente títulos interesantes e incluso algún que otro que terminaba participando de esa carrera idiota por el Oscar. Algo que a todo el mundo del cine parece fascinar. Pero nada de eso fue suficiente ya que puertas adentro y particularmente con el mundillo del cine alemán, parece que las cosas no iban tan bien. A pesar de que la competencia oficial del festival siempre tenía en su line up dos y hasta tres películas alemanas por edición, casi siempre malas, como suelen ser la mayoría de las películas de todos los países. A partir del año que viene el festival de Berlín comienza otra etapa, a cargo de su nueva directora, la inglesa Tricia Tuttle. Será cuestión de ver qué será de la Berlinale y su futuro.
Luego, y ya para ir terminando con esta lista, vienen San Sebastián y Locarno.
Una aclaración: obviamente estoy dejando de lado los festivales que no tienen competencias oficiales, como la Viennale y Toronto. dos eventos que, cada uno a su estilo, representan los dos espectros que, de alguna manera, tienen todos los festivales hoy en día, pero esta es una discusión que dejaremos para más adelante.
Conversando a la distancia sobre alguna película que no viene al caso, un amigo (técnico de cine) me escribe la siguiente frase: “Podés intentar meter tu película argentina en los festivales del circuito o podés ir a ganar a San Sebastián”. Es una frase tan divertida como maliciosa. Y como decían en un antiguo sitcom, es divertida porque es cierta. San Sebastián supo darle cabida a mucho cine latinoamericano que ya no tenía espacio en otros eventos y también títulos que, incluso pasando por esos grandes festivales, tienen otra oportunidad en San Sebastián de competir y llevarse otros premios. A eso se le suman las películas españolas, que son una gran cantidad cada año, y ya con eso el festival tiene para mostrar algo diferente al resto. Claro que esas películas españolas, una vez pasado el festival, solo le interesan a los españoles. Es una triste realidad de cada país y sus respectivos festivales. Los desafío a que, sin dejar de leer este bello texto, traten de recordar alguno de los títulos españoles que participaron de la última edición de San Sebastián, que no sea la película de toros del tal Albert Serra. (Hablando de Serra, tres apuntes breves, uno: si, es una de las grandes películas de la temporada; dos: ya no es posible el escándalo ni que el cine sea subversivo, como le gustaba a Amos Vogel, alguien admirado por el bañolense; tres: la película es autobiográfica por momentos, Serra es el torero y su entourage somos nosotros, los críticos y programadores que no dejamos de decirle que es el mejor, el número uno, ¡cojones!). Como ocurre con Frémaux, hay algo que está relacionado con la figura de su director José Luís Rebordinos, que mantiene al festival en los primeros planos, y que se relaciona con la escuela de los directores de festivales a la vieja usanza, como veníamos hablando, representada por él, el mencionado Frémaux, Barbera y hace unos años Jean Pierre Rhem. Una especie que está desapareciendo, pero que aún conserva mucho poder. De todo esto hablaremos cuando nos ocupemos de la Viennale y de la figura del finado Hans Hurch.
Luego de los gloriosos años bajo el comando de Olivier Père y la continuación con Chatrian / Peranson y equipo, Locarno obviamente no se iba a mantener en ese nivel. Los directores de festivales trabajan más para ellos que para los festivales para los que trabajan, por eso ante los cambios de director, los festivales suelen sufrir caídas en su nivel. El nuevo equipo de Locarno, comandado por Giona A. Nazzaro, parece tener una idea sobre el cine que quieren mostrar, o el nuevo perfil que le quieren dar al festival, pero no siempre las películas que aparecen cada año acompañan a las ideas preconcebidas sobre la programación. Este es un problema que afecta a todos los festivales. Se trabaja con lo que hay. Locarno por una lado parece querer evitar los nombres conocidos de siempre, aunque muchos de ellos terminan formando parte, por otro hay una búsqueda de un cine que vuelva al género, más narrativo, títulos como Cop City (2021), de Hannes Þór Halldórsson, una película de la que hoy ya nadie parece acordarse, pero que formó parte de la competencia oficial. O ideas como homenajear al actor indio Shah Rukh Khan, con quien de paso evitan el eurocentrismo a la hora de los homenajeados, y tratarlo como una especie de genio, cuando en verdad no es más que otro actor de acción de películas malas, enormes y comerciales. Aunque, claro, no tan conocido para el público occidental. A esta idea se le pueden sumar los nombres de invitados como el técnico de cine Ben Burtt o personajes como el gran Phil Tippett. La búsqueda de Locarno se parece a la vieja consigna que supo tener el BAFICI: género y vanguardia, pero el problema es encontrar las películas que hoy en día entren en esas categorías. De todas maneras, aunque el resultado no termine de definirse, el intento vale la pena.
Y finalmente Rotterdam, festival que en una época se jactaba de ser el más chico de los festivales grandes, aunque en los últimos años la ecuación parece haberse invertido y hoy es el festival más grande de los chicos. El exceso de de películas en su programación lograron que las buenas películas, que cada año aparecen, queden ocultas entre un montón interminable de títulos a veces muy inferiores. Alguna vez el crítico Neil Young se preguntó en una nota: ¿Cuántas películas malas hacen falta para arruinar un festival? Esa es la pregunta que debería hacerse Rotterdam. Y muchos de los festivales que venimos mencionando. Aunque la búsqueda de nuevos autores, que fue y sigue siendo la marca del festival, todavía sigue siendo válida, incluso cuando esos autores no aparezcan o prefieran ir a otros festivales.
Hoy en día está mal visto hablar de dinero, pero si vemos el costo de cada uno de estos eventos, es probable que el orden sea el mismo: Cannes, Venecia, Berlín, San Sebastián, Locarno y Rotterdam. Quizás estos últimos tres lugares pueden intercambiarse, no sé, pero no más que eso. Aunque un ejercicio más interesante sería el de sumar el costo de las películas que participen en las competencias oficiales de cada evento. Seguramente la lista quedaría igual, pero nos serviría para saber el costo promedio que necesita una película para formar parte de uno de estos festivales. Pero como ya sabemos que nadie se dedica al cine por el dinero, mejor pasemos a otra cosa.
3. El material del que están hechos los sueños (de los productores)
Los festivales de Corea, Busan incluido, hacen algo muy particular con sus secciones de medianoche. Las películas arrancan, obviamente, a esa hora, pero continúan, una tras de otra, hasta las 6 o 7 de la mañana. Claro que para soportar semejante maratón de terror hay que ser joven, una época que quien escribe esto abandonó hace rato, pero los jóvenes coreanos se juntan antes de la primera función, algunos hacen el check out de sus hoteles y pasan la noche en el cine, y se preparan como si se tratara de una verdadera fiesta, que en verdad lo es, bebidas, comidas y todo lo que ayude a llegar con vida a la mañana siguiente. Para contarles sobre la experiencia, asistí a una de estas interminables funciones y sobreviví, aunque en verdad debo reconocer que solo vi una de las películas y volví al hotel en donde mi querida esposa, quien odia las películas de terror, se encontraba en el cuarto o quizás quinto sueño.
La sustancia (The Substance, 2024) es una de las grandes películas del año. Con todo lo que esto implica. Aunque “todo esto”, no implique su calidad. Aunque no digo que no la tenga. La sustancia, en verdad, también podría llamarse El producto, pero vamos por partes.
La carrera de Coralie Fargeat es tan breve como efectiva. Estudió en la prestigiosa escuela de cine La Fémis en París, por donde supieron pasar, entre muchos otros, Julia Ducournau (vaya casualidad), Alice Diop, François Ozon y Rebecca Zlotowski. Como muchos realizadores actuales, antes de su debut en el largometraje no sólo realizó cortos sino también programas para la televisión. Todos estos trabajos, seguramente, le dieron la pericia técnica para dirigir en el año 2017 su ópera prima titulada Revenge. El país de origen de la película es, como ocurre mucho últimamente, el de la co-producción. Aunque en su ficha técnica diga Francia / Bélgica. La película está hablada en inglés y transcurre en una mansión en medio de un desierto. Tanto la mansión como el desierto se ven espectaculares y grandiosos. Con lo cual, a partir de una premisa del guion, sus costos se ven reducidos sin dejar de lucir como una producción ambiciosa. El resto es una historia simple: una mujer jovén pasa una noche con un hombre rico y casado, al otro día aparecen sus amigos con quienes planearon ir de caza, uno de ellos abusa de ella, las cosas se complican, luego la dan por muerta en la inmensidad del mencionado desierto, pero resulta que no, que ella quedó con vida luego de ser empujada desde un peñasco y a partir de ahí comienza la revancha a la que hace mención su título. La película es pura forma, no se explica más que lo básico y el resto es un derroche de violencia inverosímil en donde los cuerpos de los protagonistas funcionan, o dejan de funcionar, con la lógica de los dibujos animados, como el Coyote y el correcaminos. Los cuerpos de los protagonistas son cortados, quemados, mutilados, y agujereados, hasta que en algún momento, claro, mueren. La falta de verosímil no detiene la marcha ni velocidad de la película, al contrario, le sirven para acelerar aún más y transformarla en un producto perfecto para las medianoches de los festivales de todo el mundo. Y así fue, luego de su estreno mundial en Toronto, en la sección Midnight Madness, Revenge se cansó de recorrer festivales estableciendo a su autora, como suele decirse, como un nombre a tener en cuenta. Si bien los casi siete años que transcurrieron entre su debut y La sustancia parecen muchos, seguramente fue el tiempo que le llevó a Fargeat lograr la producción ideal para hacer la película que ella realmente quería. Esto suena como una obviedad, pero hoy en día incluso los autores de renombre pasan años con proyectos que no logran realizar o no logran realizar como ellos quieren. Ya que hoy en día la mayoría de ellos, con sus obvias excepciones, piensan en grande y no solo en lograr hacer sus películas a cualquier costo. La sustancia también habría podido funcionar como una película menor, con poco presupuesto y estética de película de videoclub de los 80, ya que ese es su lugar de origen, pero esas no eran las intenciones de su autora. El cocktail final se completó con la aparición de actores famosos, no tan famosos en este momento, pero aún así famosos y de Hollywood, no cualquier clase de famosos. Pero volvamos un poco atrás. Hace no muchos años el cine de terror, con todas sus variantes, se transformó en un buen negocio. Así lo demuestran las apariciones de varias compañías de producción casi dedicadas exclusivamente al género como Blumhouse y A24. Suelen ser películas de costos bajos que, en el peor de los casos, aseguran recuperar su inversión, y en otros, lograr éxitos que multiplican por mucho el dinero de su producción original. Y además son películas que pueden crear franquicias, algo que, según cuenta el periodista Ben Fritz en su libro Big Picture: The fight for future movies, es lo que buscan todas las productoras, grandes o pequeñas, lograr un éxito que les permita continuar haciendo películas iguales por una serie de años y estar tranquilos por un tiempo sin tener que pensar en ideas originales. Es lo que ocurrió con una película muy pequeña como Terrifier (2016) y su payaso asesino protagonista, que en su reciente tercera entrega logró recaudar mundialmente 80 millones de dólares con un costo de, apenas, 2 millones. Confieso no haber visto Terrifier ni ninguna de sus continuaciones, tengo mis límites.
Un dato más local, la creación de ese espacio llamado Blood Window en Ventana Sur. Quienes conozcan a la gente que organiza este mercado, ahora mudado a Uruguay, sabrán que su interés con el cine solamente reside en la cantidad de dinero que éste pueda generar. Es decir, el cine de terror volvió a estar de moda porque el cine de terror genera plata. No es tan difícil. Dos datos más: hace unos días recibí el newsletter de la DAC (Directores argentinos cinematográficos) en donde anunciaban una charla titulada “Explosión del cine de terror argentino” y hace un rato, mientras corrijo este texto, veo el anuncio de la programación del renovado Festival de Cine de Mar del Plata, en donde se encuentran varios nombres de directores que forman parte de ese auge del cine de terror en Argentina y quienes sí decidieron participar del festival, mientras que sus colegas, la parte del cine más autoral, crearon la muestra Contracampo, como una forma de queja a las nuevas políticas del Instituto de cine. Otra, una más, de las tantas grietas con la que está formada la sociedad argentina actual. (Debería decir algo más del festival de Mar del Plata, lo sé, pero les juro que no tengo fuerzas, ni ánimos, sepan comprender. Quizás más adelante…). En todo este caldo de cultivo, que como vimos es mundial, hace su aparición La sustancia, la sangrienta cereza que junto a Titane (2021) supieron coronar la torta del cine de terror logrando no solo ser parte de la competencia oficial de Cannes, sino también llevarse premios. A esta altura es mucho lo que se dijo y escribió sobre la película, así que solamente diré un par de cosas. La duración me sorprendió antes de verla, esas 2 horas con 21 minutos son inusuales para el género, pero mientras transcurre pasan volando. Lo cual me llevó a preguntarme en qué se pasa el tiempo en la película. Una historia en donde todo se da por hecho sin ningún tipo de explicación o justificación. Debería volver a verla para analizar esto en más detalle, pero ya sabemos que volver a ver una película, incluso las buenas, hoy en día es imposible. Lo que sí note son la repetición de todo, incluidos carteles que anuncian una y otra vez algo que ya sabíamos, lo mismo con los flashbacks, aunque todo está hábilmente incluido en la estética brillante y colorida de la película. Un ejemplo es el cartel que nos dice quién (quienes, mejor dicho) es el monstruo. Pienso que hay en esto algo relacionado no con nuevas formas narrativas, sino con formas narrativas actuales, que no es lo mismo, en donde la repetición incesante de algo ya visto es parte de la forma de narrar. Lo contrario ocurre en La mosca (1986) de David Cronenberg, ya que estamos en el terreno del “body horror” ese término que hasta los críticos más rancios sacaron a relucir, que en sus escasos 96 minutos de duración no solo crea un universo particular, sino que despierta empatía por sus personajes y hasta emoción. No hay nada más alejado a la emoción que el camino del grotesco elegido por Fargeat para sus intérpretes. Otro tema repetido hasta el cansancio por los críticos, es la crítica despedida que hace la película sobre los estándares de belleza y juventud que se les impone a las mujeres a través de los medios audiovisuales, pero basta ver la filmografía de los poderosos productores Tim Bevan y Eric Fellner para darnos cuenta que se trata del típico caso en el que los responsables del crimen se sienten víctimas. En las incontables, y muy conocidas películas que el dúo supo producir no hay otra cosa que exaltación de la belleza y la juventud. Como ocurre en todo el cine comercial. Siguiendo por este incómodo camino, busco por Google reportajes a la directora, y las primeras tres opciones que aparecen son la página con el nombre de Roger Ebert y los otros dos de las revistas Vogue y Elle. Pero dejemos de lado estos comentarios que más tienen que ver con la sociedad en la que vivimos que con el cine. La sustancia, a pesar de todo, funciona, esa maldita expresión que reduce al cine a una rutinaria máquina, pero que podemos traducir a la frase de Bazin y decir que esta vez la mayonesa salió bien. Y ya lo sé mis queridos amigos nerds fanáticos del cine de terror, lo que hace la película ya lo hicieron antes y mejor un montón de directores que hoy el tiempo olvidó, o sólo nosotros recordamos. Gente como Frank Henenlotter, Stuart Gordon y hasta Brian Yuzna, pero La sustancia, como ya vimos, no está hecho solo para nosotros, los sufridos admiradores de ese cine, sino que está pensada como un producto para que llegue a Cannes, gane premios y sorprenda a un público, el mayor público posible, esos que no saben nada de esos héroes recién mencionados. Pero, retomando el principio de este ya demasiado extenso texto, y para ir terminando, hay otro título más que podría tener esta película y es El antídoto, ya que en este momento en que directores como Ari Aster, Jane Schoenbrun, y el terror “elevado” y toda la banda de la productora A24 no paran de hacer películas con personajes traumados, depresivos y psicológicamente dañados, los coloridos y catárticos baldazos de sangre de Coralie Fargeat son una bocanada de aire fresco. Y hasta aquí llegamos, los verdaderos monstros del cine de terror nos volvemos a nuestras cuevas, a ver esos títulos que solo nosotros conocemos. Le doy play al reproductor de mi VHS, comienza Street Trash (1986) y me olvido del mundo y sus dolores reales, que para eso están hechas las películas de terror.
4. Lo artificial de la inteligencia
En uno de los lugares de encuentro del festival de Busan (los queridos y ya casi desaparecidos “meeting points”), en donde se podía utilizar internet gratis, tomar café y esas cosas, una de las paredes tenía escrita una frase, publicidad de una de las empresas que sponsorean el festival, que decía: “La Inteligencia Artificial no es creativa, vos lo sos”. Frase que suena escrita por una inteligencia artificial. La IA está de moda en el mundo del cine, tanto para quienes la rechazan y la ven como un peligro, como para quienes la defienden. En el libro Uncanny Valley – A Memoir, publicado en el 2020 y que debe haber sido escrito al menos un par de años antes, su autora Anna Wiener dice en la primera página: “La Inteligencia Artificial y la realidad virtual volvían a estar de moda, de nuevo”. Ese “de nuevo” me causó mucha gracia, ya que se supone que ambas tecnologías son cosas del futuro. Algo que, inevitablemente, todos utilizaremos o seremos utilizados por. Con la Realidad Virtual (VR a partir de ahora) los grandes festivales vienen insistiendo hace rato, sin mayores resultados. Incluso cuando varios grandes autores crearon trabajos con esa tecnología, no existe aún una obra maestra en ese formato. Y no solo porque es algo que casi nadie ve, sino porque sigue siendo una tecnología un tanto rudimentaria. El festival de Venecia tiene todo un espacio dedicado a trabajos hechos con VR, pero al final del festival no hay ni un sólo crítico que escriba o comente algo sobre esto. El lugar donde se llevan a cabo todas estas funciones y actividades, porque además existen muchos expertos sobre el tema, que son los que no dicen que se trata del futuro del cine, es en una pequeña isla que muchos años atrás supo ser un leprosario. Lo cual también me causa mucha gracia, sepan disculpar. De la misma manera que quienes sufrían esa enfermedad, hoy casi inexistente, eran alejados de las grandes ciudades, hoy quienes realizan VR también son apartados de los principales lugares de exhibición, aunque no porque se trate de una enfermedad contagiosa, sino porque la forma de ver estos trabajos implica un tipo de espacio y gadgets (esos cascos con lentes) muy particulares. En un reciente reportaje durante el festival de San Sebastián, Thierry Frémaux dijo algo muy ingenioso (se lo tengo que reconocer): “Las plataformas de streaming son la venganza de Edison a los hermanos Lumière”. Es decir, la gente volvía a ver películas solos, en sus casas, como proponía Edison con su kinetoscopio, en vez de en una sala de cine, como propusieron los Lumière. Esto hace que el VR siga siendo eso, un berretín de algunos festivales y museos y no algo popular. Sin embargo, este año el mismísimo festival de Cannes inauguró una sección dedicada a trabajos realizados en esta tecnología. (Me doy cuenta que nunca escribo “cortos” o “películas”). Y otra vez, al igual que ocurre en Venecia, ningún crítico escribió nada. Es que esto es algo que solo ocurre para un selecto grupo de especialistas pero que en verdad nadie consume o siquiera le gusta. Y claro, también hay mesas sobre el tema y especialistas con discursos muy sofisticados explicando todo. Recuerdo que en el año 2017, en Cannes, el mexicano Alejandro Iñárritu presentó un trabajo en VR dramáticamente titulado CARNE y ARENA (Virtually Present, Physically Invisible), el morbo malsano que me produce la obra de este director me llevó a conseguir entradas, que no eran fáciles de obtener, gracias a un crítico VIP (que no VR) y amigo, quien me facilitó su entrada, algo que más tarde me produjo una serie de problemas, aventuras que ahora no vienen al caso.
Para ver (o sentir, como seguramente le gustaría decir a su autor) la obra, había que dejar los zapatos en un locker y entrar a un galpón con el piso lleno de arena. Una vez dentro, a lo que asistíamos era al supuesto cruce de fronteras que realizan los mexicanos cuando quieren entrar a los Estados Unidos de manera ilegal. Veíamos y escuchábamos a personas hablando en español y más tarde el grito de los soldados o policías en inglés, a lo que luego se le sumaba el ruido de helicópteros. Algo siniestro y falto de cualquier tipo de ética o al menos empatía, como suelen ser las películas de este director. Quien además declaraba lo siguiente sobre su “trabajo”:
“Quería poder utilizar la realidad virtual para explorar la condición humana, libre de los confines dictatoriales de un encuadre en el que no eres más que un mero observador”.
La idea de todo esto, basta leer lo que acabo de describir, es tan cruel y estúpida que no se entiende como nadie del entorno del director le dijo que mejor no lo haga. Pero, como ocurre en las películas de robos o crímenes, hay que seguir al dinero para descubrir al culpable, o a los cómplices, del crimen. Los productores de CARNE y ARENA (Virtually Present, Physically Invisible) no eran otros que la Fundación Prada, una de las casas de moda más caras y exclusivas del mundo. Es decir, una marca de moda europea y multimillonaria produciendo una obra en donde podemos sentir el sufrimiento de las personas que atraviesan una frontera de manera ilegal. Y todo esto realizado por un director de la misma nacionalidad de esas personas. “Todo es cuestión de dinero”, dice la letra de la canción de un rapero a punto de ser condenado a la cárcel. Un lugar en el que, de existir una ley divina que juzgue a los “artistas”, debería terminar Iñárritu.
En cuanto a la IA (o será el IA, perdón, se me complican los pronombres, no es un chiste), el asunto es diferente ya que se trata de una tecnología que no solo sirve para crear sino también para facilitar cierto tipo de trabajos, digamos, manuales. O, mejor dicho, trabajos que de ser realizados en su totalidad por un ser humano suelen llevar mucho más tiempo. Por ejemplo: traducir o corregir textos, incluso escribirlos. (Sepan, queridos lectores, que quien escribe esto supo en su lejana juventud ganarse la vida arreglando reproductores de VHS, así que no confíen tanto en mis conocimientos y aseveraciones sobre temas tecnológicos). Dice Noam Chomsky, quien al igual que Fremaux no es un santo de mi devoción, pero aquí estuvo ingenioso), que la IA es una “tecnología avanzada de plagio”. Lo cual en un punto es cierto ya que es la forma en la que la IA funciona y se nutre para funcionar aún mejor. Es aquí donde sus defensores dicen que esta tecnología no te va a quitar el trabajo, sino que te va a ayudar con las partes aburridas. Lo cual es entendible con un empleado de oficina de una empresa de seguros, pero me pregunto cuáles serían las partes aburridas de una persona que trabaja en algo creativo, esas personas a las que conocemos como “artistas”. En la ceremonia de clausura de la pasada edición del Bildrausch Filmfest, amigos de quienes ya hablamos anteriormente, hicieron el siguiente experimento o muestra, no sé bien cómo llamarlo. Antes de la entrega de premios, cuando estábamos todos ya sentados en la sala, la directora del festival contó que se iba a realizar una muestra de IA al final del evento y que para eso ella necesitaba que nosotros, el público, propongamos imágenes e ideas para una historia. Como una especie de cadáver exquisito, digamos. La gente levantaba la mano y decía, por ejemplo, “un policía vestido de rosa”, “una manifestación pero en vez de personas, con gatos”, “un auto que cuando acelera sale volando”, seguramente las propuestas eran más originales, pero tampoco tanto, lamentablemente mi memoria ya no es la mejor. Finalmente, una vez terminada la ceremonia, vimos el corto producido por la IA a partir de las ideas propuestas. Y lo que vimos fue esa especie de animación hiperrealista, un poco grotesca, que todos conocemos y hemos visto en las redes sociales. Eso sí, las imágenes mostraban exactamente lo propuesto por el público, ya que, entre otras cosas, la IA es muy respetuosa. A la salida conversamos sobre lo que vimos con algunos asistentes y a un amigo rumano le parece que lo que vimos no está mal. Además, agrega, hay que ver lo que va a ser posible hacer con la IA dentro de cinco años. Es decir, hay que seguir esperando. Entiendo, repito, que la IA puede ser una herramienta para ahorrar tiempo. Pero ¿para qué querrán ahorrar tiempo los directores de cine?, me pregunto, cuando el tiempo es lo que les sobra, si entre una película y otra que filman suelen pasar entre cuatro, cinco y hasta ocho años.
Mientras tanto, todos los festivales tienen su mesa o charla sobre la IA. Todos. Tanto quejarse sobre los algoritmos de las plataformas, los festivales igual parecen copiarse, o contagiarse, pero todos incluyen entre sus actividades algo sobre el tema. En su pasada edición el festival de Locarno tuvo una serie de conferencias llamadas “El futuro de la supervivencia”, organizadas por Kevin B. Lee, cuyo cargo es, según nos dice la página del festival es: “the Locarno Film Festival Professor for the Future of Cinema and Audiovisual Arts” (esperemos que tenga suerte con la tarea). Uno de los sponsors de este evento fue el Harun Farocki Institut (recordemos que Farocki alguna vez nos enseño a armar bombas molotov) y algunas de las charlas llevaban nombres que parecían sacados de libros publicados por la editorial Caja Negra, títulos como “La IA y la humanidad generativa” o “Migraciones digitales”, cuya idea era hablar sobre “¿Cómo puede el cine responder a los legados coloniales de extracción y violencia? ¿Cómo pueden los artistas y activistas utilizar la tecnología digital de manera que llame la atención sobre cuestiones de violencia estructural e historias de lucha anticolonial?”. Podría seguir pero supongo que ya se hacen una idea. En este mundo actual (el mundo en general y el del cine en particular) en donde ocurren tantas cosas sobre las que sería interesante hablar durante los festivales de cine, si quieren me pueden consultar, estos son los temas que eligen los intelectuales y académicos. Es que ellos también viven en su propia realidad virtual.
Todo esto me hizo recordar las escenas de un documental en donde el gran Hayao Miyazaki se ofende con sus colaboradores, como solo los japoneses pueden hacerlo, ante la propuesta de utilizar la IA en sus obras. Miyazaki les responde diciéndo:
“Estoy completamente disgustado. Jamás desearía incorporar esta tecnología en mi trabajo. Creo firmemente que es un insulto a la vida misma”.
Mientras Iñárritu utiliza las nuevas tecnologías, y el dinero de una empresa multimillonaria, para hacernos sentir el sufrimiento de sus paisanos, Miyazaki la rechaza para seguir creando de manera artesanal sus mundos hermosos y llenos de fantasía. Creo que no es necesario preguntarle al ChatGPT para saber de qué lado hay que estar.
(Si algún director mexicano se ofende con este texto, aviso que, en gran parte, fue escrito con el uso de la IA, así que ya saben a quien culpar).
5. Aquella vida bohemia
“Lo que me llevó al cine fue una sensación de libertad. No había límites. […] ¿Por qué hacemos películas ahora? […] Vivimos en tiempos aburridos, oscuros y monótonos. ¿Dónde está el sentido de la aventura? ¿Dónde está el caos? […] La industria se ha apoderado del cine. Abogados, big data, franquicias, plataformas… lo que sea. Y las películas independientes no son mejores. Predican… hasta que te cansas de ellas. El cine era para las chicas y los chicos malos, como lo era el rock and roll”.
Olivier Assayas, guión de “Irma Vep” (2022)
Mientras escribo uno de estos textos me entero de la muerte de Manuel Antín, a quien solo tuve la suerte de saludar y conversar brevemente un par de veces. No es difícil decir que Antín fue una de las personas más importantes para el cine nacional, al menos desde la llegada de la democracia hasta ahora. En las redes sociales todo el mundo lo recuerda con admiración y cariño. Alguien menciona una frase que él solía decir: “Las películas se hacen en los bares”. Una frase que habla a las claras de épocas pasadas. Épocas en las que dedicarse al cine, y el resto de las artes, implicaba una vida bohemia, una vida de artistas. Pero hoy en día ni los artistas viven esas vidas, ni las películas se concretan en los bares, sino a través de llamadas de zoom. Porque, seamos honestos, en ningún bar hay mesas para que se sienten 30 personas, que es, más o menos, el número de productores que suelen tener las películas hoy en día.
6. Los muertos y los peludos
“América es un lugar confuso,
tanto para los vivos como para los muertos”.
Chuck Klosterman – “Killing Yourself to Live”
En su crítica a Nacido para matar (1987), la película sobre Vietnam de Stanley Kubrick, Jonathan Rosenbaum cuenta que la vio junto a Samuel Fuller a quien “no le gustó […], porque no le gustaban mucho las películas sobre entrenamiento y, además, esta película no era lo suficientemente antibélica para su gusto; pensó que incluso podría animar a algunos adolescentes a alistarse para futuras guerras.”
Es uno de los grandes problemas a los que el cine siempre se enfrentó y nunca pudo solucionar: otorgarle a todas las imágenes que crea, ficciones o documentales, un aire de épica, belleza e incluso heroísmo. Ocurre con los monstruos del cine de terror. Jason, Freddy Krueger y Mike Myers son los héroes, no los adolescentes constante y originalmente masacrados. Sin irnos a esos extremos, aunque estos monstruos son más reales, basta ver películas como el documental que Errol Morris le dedicó a Stephen Bannon, American Dharma (2008), o la reciente ficción The Apprentice (2024), dirigida por Ali Abbasi, sobre la figura del próximo presidente de los Estados Unidos. Una película que nadie quiso ver, ni quienes están a favor de Trump ni quienes están en contra, lo cual es una lástima, porque la película, como ficción, es muy divertida. ¿Ven lo que les digo?
Roberto Minervini nació en un pequeño pueblo de Italia pero en su carrera como cineasta, y por extrañas vueltas de su vida, decidió retratar las zonas y personajes más olvidados de norteamérica. Si bien todos sus films son notables, The Other Side (2015) es una obra superior en donde el director registra, entre varios personajes, a miembros de una milicia de extrema derecha. No solo es una obra maestra por sus valores artísticos, sino porque logra mostrar una parte de la sociedad norteamericana que ningún realizador local había mostrado alguna vez, al menos no de esa manera, y que la mayoría de la población ignora. Cayendo en un lugar común, al ver la película es imposible no preguntarse cómo el director logró acercarse a esa gente y registrar lo que registró. En un texto en el que habla sobre la película, publicado en la revista Cinema Scope, Minervini escribía lo siguiente: “Sin embargo, a diferencia de la elección de Bush, la victoria de Donald Trump no me sorprendió. En todo caso, esperaba que ganara por un margen mayor del que realmente obtuvo”. El texto llevaba por título “Desde el otro lado: exiliado en Trumplandia” y fue publicado en el año 2016 a poco del sorpresivo primer triunfo de Donald Trump como candidato a presidente. El director nos cuenta en ese texto que él había visitado, y convivido, con ese “otro lado” (el este de Texas y norte de Luisiana, para ser más precisos) al que hace mención su película, y por eso el surgimiento de Trump no lo tomó por sorpresa, cuando sí lo fue para el resto del mundo. Hoy, siete años después, Trump vuelve a ganar las elecciones, pero nadie parece sorprendido.
Este año, es una casualidad, claro, pero nuevamente en épocas de elecciones en USA, Minervini estrenó su nueva película The Damned (2024), en donde abandona ciertas formas del documental, no todas, y crea una ficción sobre otra época de suma importancia para la historia de norteamérica, la guerra de secesión entre el norte y el sur. No se trata de una película histórica, no en el sentido convencional, al menos, ni una superproducción con reconstrucciones de época. Minervini se acerca aquí a las primeras obras de Serra o al cine de Lisandro Alonso, de quien fue productor en Eureka (2024). En sendos reportajes aparecidos en Página 12 y Film Comment, Alonso cuenta lo siguiente:
“A Roberto lo conozco desde hace más de diez años. Él trabajó siempre en Estados Unidos, filmó en regiones marginales, con gente que está fuera del sistema, ajenos al llamado sueño americano. Lo llamé para pedirle que venga a codirigir conmigo la parte en Estados Unidos, se entusiasmó con el proyecto y eligió entrar como productor. Cuando llegó al rodaje justo se había desmayado Timo Salminen por el frío y su reciente neumonía, así que le pedí que agarre la cámara. Roberto no le tiene miedo a nada. Estuvo en serios problemas con las películas que hizo. Aunque es de Italia, sabe leer la atmósfera de los lugares. De hecho, le pregunté si quería codirigir, pero me dijo: “No, vos sos el director y tenes tu propia visión, pero yo voy a estar con vos para compartir opiniones sobre lo que filmes””. The Damned transcurre al aire libre, en un lugar y tiempo solo definido por lo que sabemos de dicho enfrentamiento, ya que al director no le interesa darnos una clase de historia sino mostrarnos esos momentos en los que los soldados esperan y sufren el paso del tiempo. Y cuando los enfrentamientos ocurren, que al principio parece que nunca llegarán, al igual que los soldados, no sabemos bien contra quién se pelea, ni de donde provienen los ataques. No es una película que utilice a la guerra como excusa para realizar un ejercicio en técnica cinematográfica, a lo Kubrick, ni una investigación lírica y metafísica a lo Terrence Malick.
La guerra real, como las malas películas, necesitan de mucha producción, algo que Minervini evita trabajando con un equipo reducido, sus colaboradores de siempre, y utilizando actores no profesionales o al menos no conocidos. Algo que seguramente le costó no entrar en la competencia oficial de Cannes y, en cambio, formar parte de la sección Un Certain Regard, en donde se terminó llevando el premio a mejor dirección. Quizás si alguno de los soldados hubiese sido interpretado por Jacob Elordi, Barry Keoghan o algún otro actorcito de moda la historia y la película habrían sido otras, pero ¿quién necesita esas películas excepto Cannes y su competencia oficial?
El libro de este año de la colección TEXTUR, publicada por la VIENNALE (de quienes nos encargaremos en la próxima entrega), estuvo dedicado a la obra de Roberto Minervini. En uno de los textos aparece un dibujo que hizo su hija de doce años en relación a otra de sus películas Stop the Pounding Heart (2013). El dibujo en cuestión es de una cruz en llamas y debajo, en letras cursivas, aparece la siguiente frase: “No hay nada divino en una cruz en llamas”. De la misma manera en que no hay nada poético en una guerra ni debería haberlo en las películas que la retratan. Aunque algunas, como es el caso de The Damned, no puedan evitarlo.
Por esas cosas de las grillas festivaleras, y mi buen estado físico que me permitió correr de un shopping mall al otro (del Lotte al Shinsegae Centum City, dos edificios que representan al capitalismo en su máxima expresión) en menos de 8 minutos, para llegar a la función de otra película cuando ya comenzaba. Sasquatch Sunset (2024) es la nueva obra de los hermanos Zellner y tuvo su estreno en Sundance, un festival que es el último bastión de eso que alguna vez se supo conocer como “cine indie”, un sello más que un género que supo aparecer al principio de los 90 y que hoy en día poco, o nada, significa. Sólo queda el recuerdo de un montón de películas (mayormente norteamericanas), algunas malas y otras buenas. Como sucede con cada momento de la historia del cine. La carrera de los Zellner comienza al final de esa década, pero aún así son herederos de esa tradición, si es que se la puede llamar así. Películas realizadas con bajo presupuesto pero con actores famosos, o algo famosos, guiones presuntamente ingeniosos, personajes disfuncionales, críticas al sistema o status quo, etc. A pesar de que una lectura de su sinopsis nos puede hacer pensar que la nueva película de la dupla va por otros caminos, no es más que una variación sobre esos y otros temas muy usados por el “cine indie”. Pero volvamos al principio. Como su nombre indica, Sasquatch Sunset, al igual que The Damned, transcurre al aire libre y está reducida a un grupo de personajes. Claro que esta vez no se trata de personas, sino de Sasquatchs. Busco en Google la diferencia entre Sasquatch y Pie Grande (Bigfoot) y Wikipedia me dice lo siguiente:
“Pie Grande (del inglés Bigfoot), también conocido como Sasquatch (según el nombre que le dan los pueblos indígenas originarios de Norteamérica que procede de la adaptación al inglés de la palabra original sásq’ets del halkomelem), es un críptido con el aspecto de un primate perteneciente a la familia de los homínidos, que supuestamente suele verse en bosques a elevadas altitudes, principalmente en la región del Noroeste del Pacífico en América del Norte.”
La misma página me dice que hay científicos que aseguran que se trata de seres existentes, en verdad no aseguran con datos reales, pero creen que sí, que hoy en día es casi lo mismo. Aunque todos nosotros, los de esta parte del mundo que no es USA, solo conocemos a Pie Grande y sus derivados a través de las ficciones, al igual que la guerra de secesión y tantos otros mitos fundantes del gran país del norte.
Sasquatch Sunset nos muestra los días de una familia (suponemos que es una familia a través de la hegemónica constitución a las que las ficciones nos tienen acostumbrados) de Pies Grandes (o Sasquatchs). En su primera parte, que es la mejor, la película nos muestra la vida idílica de estos personajes, sus caminatas sin rumbo por el bosque, con algunos momentos de humor absurdo, y las pequeñas rutinas diarias que hacen avanzar la trama sin mayores sobresaltos. Pero después, inevitablemente, empiezan a ocurrir cosas horribles y sórdidas, incluso una escena de suspenso creado a partir de la posible muerte de un bebé (que el bebé sea un muñeco infame hecho de goma no le quita crueldad a la situación, aunque sí le agrega alguna risa incontrolable a pesar del supuesto pathos del momento). El bebe finalmente no muere, aunque si algunos de los miembros de la familia y al final, porqué no, hay un giro metaficcional. Sepan disculpar dicha palabra. Volviendo a casa, perdón, al hotel, me doy cuenta que detrás de su fachada de originalidad Sasquatch Sunset no es más que una variación de Ciudad de ángeles (Short Cuts, 1993), aquella celebrada película de Robert Altman, un director que es el berretín de los yanquis al igual Donald Trump, solo que en vez de personas enajenadas en la ciudad de Los Ángeles aquí los protagonistas son una familia de sasquatchs en un bosque. En las dos películas los personajes atraviesan por las mismas situaciones: accidentes y muertes inesperadas, violencia, incomunicación, malentendidos sexuales, intoxicaciones (alcohol en un caso, hongos en el otro), escenas de camping, incluso la (posible) muerte de un bebe/niño como parte de la trama y, finalmente, la sensación de que la vida es una sucesión de malestares que ni siquiera la compañía de otras personas pueden aliviar. Esto último es otra de las marcas de aquel “cine indie” del que hablábamos al principio. Y ni siquiera conté que los protagonistas son los bellos y talentosos Jesse Eisenberg y Riley Keough debajo de unos peludísimos disfraces que hacen imposible saber que se trata de ellos. Ante este tipo de “ideas”, usar actores famosos pero que no sean reconocibles, uno no sabe si se encuentra frente al gesto de un genio o un idiota. Algo que, ahora que estamos entre nosotros y no nos lee nadie, también suele ocurrir con la mayoría de los norteamericanos y su arte.
7. El libro de la buena memoria
“En realidad, sólo existen los libros.”
Bruno Schulz – El libro
Estamos llegando al final y casi no hablamos del festival de Busan. Es que los festivales, cuanto más grandes son más pierden su personalidad y por lo tanto, no hay mucho para contar al respecto. Y eso le pasa a Busan en estos momentos. El festival viene de una serie de cambios muy grandes en su estructura, recortes de presupuesto y pedidos de las autoridades políticas para que se parezca más a Cannes. Es decir, lo que le ocurre a todos los festivales grandes en algún momento. No es que la programación sea mala, están casi todas las películas que todo el mundo quiere ver, las entradas se agotan apenas salen a la venta, pero aquello que los hizo famosos, ser una ventana del mejor cine asiático, ya no ocurre. Como pasa en todo lados, no solo los directores asiáticos consagrados ya no estrenan sus películas aquí, sino que también los jóvenes emergentes prefieren los festivales europeos. Algo que ocurre también en latinoamérica. Es un problema casi sin solución, al menos hasta que los directores y productores quieran. Y si bien hay muchos estrenos mundiales, luego de ver algunos de ellos uno se termina desilusionando. De todas maneras, de algunas de las películas coreanas valiosas hablaremos luego. Busan, por su ubicación en el calendario, tiene un problema similar a Mar del Plata, las películas que se estrenan mundialmente aquí, a los pocos meses ya son del año pasado. Así de rápido envejecen las películas en este mundo. Pero como decía antes, Busan tiene un nuevo equipo de programadores y habrá que esperar a las próximas ediciones y por ahora brindarles un voto de confianza.
Hace unos años, caminando por las callecitas de la ciudad de Jeonju, encontré una librería llamada My Own Private Cinema, el nombre deja en claro su especialidad. Entre pósters, discos de bandas de sonido, y demás, había un libro en inglés, uno de los pocos, titulado Jiseok is on Business trip: Eternal journey to cinematic world. Kim Jiseok supo ser una de los fundadores del festival de Busan, luego director adjunto, y murió en el año 2017, a poco de llegar al festival de Cannes para realizar su trabajo. Lo cual, más allá de todos los problemas que le debe haber causado a sus colegas, no deja de tener algo poético. Kim amaba profundamente su trabajo y morirse haciendo lo que uno ama, no deja de ser un verdadero privilegio. Años después, un grupo de personas que supieron trabajar con él editaron este libro. Que es un libro único, ya que no se trata de una colección de críticas, o una biografía, sino una serie de cartas, mails, y apuntes que Kim escribía mientras viajaba a diferentes festivales preparando la programación de Busan. Si bien existen varios libros sobre festivales,sus historias y demás, casi no hay sobre el trabajo de programación. Está el libro de Fremaux, Selección oficial, traducido y editado a las apuradas en Argentina, pero aún muy divertido de leer, pero está escrito desde el lugar de alguien muy poderoso, el de Kim, por el contrario, describe el trabajo diario, casi rutinario de ver una película tras otra y tener reuniones con gente para seguir hablando de más películas. Es un libro finalmente extraño y aunque yo pienso que está escrito para mí y otras pocas personas que conozco a los que les gusta hablar de nuestra profesión cada vez más devaluada, no sé a cuántos otros lectores pueda llegar a tener. Además, se trata de tres volúmenes que cubren casi toda la carrera de Kim. Lamentablemente, lo que fue una vida feliz dedicada a un festival de cine, no terminó de la mejor manera, en otro libro del que ya hablamos anteriormente, Just like starting over, el crítico inglés Tony Rayns escribe lo siguiente:
“La repentina y trágica muerte de Kim Jiseok por un ataque cardíaco en 2017 dejaron al Festival Internacional de Cine de Busan mucho menos estable y mucho menos preparado para enfrentar las tormentas políticas y organizativas que han envuelto al evento en los últimos años. No solo había sido el fundador clave del festival, sino también su presencia central, tranquila y organizadora, y quien se sintió angustiado cuando las luchas por el poder y las rivalidades comenzaron a desgarrar al festival. La última vez que lo vi fue solo unos meses antes de su muerte; me estaba llevando de regreso a mi hotel después del almuerzo cuando tuvo un pequeño colapso emocional y comenzó a llorar mientras me decía que su colega de muchos años (y, pensó, amigo) Lee Yongkwan había dejado de devolverle las llamadas. (Kim también era demasiado discreto y demasiado protector de la reputación del festival como para hablar de ello abiertamente, pero había chocado repetidamente en privado con otro de los fundadores del festival por la indolencia y arrogancia de este último).”
Cualquiera que haya trabajado en un festival de cine conoce este tipo de historias, las luchas internas que son lo que suele llevar a los festivales, sino a la ruina, a ser peores. Durante el festival me junté para charlar brevemente con uno de los editores del libro, y ex miembro del staff del festival, Woong Moon, quien me cuenta cosas similares a las que dice Rayns en su libro, que las luchas constantes dentro de la organización del festival le crearon a Kim Jiseok el estrés y los problemas que terminaron afectando su salud. También me cuenta que fue una buena persona y que después de su muerte ya nada fue lo mismo en el festival.
No es extraño imaginar que un programador muera con el corazón roto. Es que, a pesar de ser una profesión hermosa, también suele ser muy ingrata. Pero no terminemos este texto (¿queda alguien leyendo?) con una nota de tristeza. En uno de los capítulos del libro, Kim se despide de sus colegas con las siguiente palabras, que hago mías y que, de alguna manera y con suma simpleza, resumen el espíritu que nos mueve a nosotros, los programadores. Al menos a los buenos.
“Se juntaron un montón de DVDs en mi escritorio. Entre ellos, seguro habrá alguno con una película que nos va a hacer reír o tocar el corazón. Voy a hacer lo mejor de mi parte para encontrar buenas películas y que las podamos mostrar en el festival. Hasta entonces, adiós”.
Aprovecho, también, para despedirme. Por ahora.