Entre los que vieron al menos algunas de sus películas hay algo en lo que se duda: hay un “sistema Lucía Seles” y un “mundo Lucía Seles”. Sobre esto se ha hablado bastante y no tiene mucho sentido repetirlo. Esa constancia en tópicos, elenco, recursos formales y narrativos y obsesiones -todos ellos muy particulares y alejados de cualquier otra lógica cinematográfica reconocible- convierten a la directora en lo que usualmente se consideraba un autor. Pero para ser más específico, se trataría de esos autores muy consecuentes con un sistema formal propio y reconocible, que pueden encontrar variaciones en cada una de sus películas pero que se aferran a un programa estético de alguna manera preconcebido sobre el cual se acomodan las historias de cada una de sus películas. Es un modelo de autor que uno puede reconocer en cineastas muy diversos en estéticas y tradiciones: Hong Sang-soo, Jacques Tati, Eric Rohmer, Robert Bresson, Martín Rejtman, Yasujiro Ozu, entre otros.
Al terminar de ver school privada alfonsina storni, me pregunto si la indudable originalidad de su estilo -sostenido en su persistencia en no ceder frente a sistemas narrativos y estéticos previamente aceptados- alcanza para que sus películas se conviertan en artefactos atractivos, estimulantes y valiosos. La subjetividad es siempre un condimento fundamental en la apreciación de cualquier obra de arte (o en cualquier otra cosa que se perciba), pero acá estamos dentro del terreno de la vanguardia y además en el de la comedia, lo que complica un poco más las cosas, porque la subjetividad se potencia. La vanguardia apela a una especie de fe poética. Una acepta sus reglas, que apuntan a romper un paradigma establecido, o no lo acepta. Pasó siempre y va a seguir pasando. En el terreno de la vanguardia, el límite entre la eventual genialidad y la posible chantada es muy finito. Por su lado, en cuanto a la comedia la cosa es simple: algunos nos reímos de algunas cosas y otros no.
Más allá de esto, tal vez podríamos pensar que esa combinación entre comedia y vanguardia es lo especialmente particular de este combo de montaje entrecortado y voluntariamente desprolijo, los textos sobreimpresos en ese español mezclado con inglés y errores ortográficos, los diálogos que se enredan en sí mismos, los encuadres no ortodoxos, la apariencia de narración amateur o casera, la ausencia de filiaciones cinematográficas reconocibles y unas actuaciones que parecen descontroladas pero son precisas y alejadas de toda noción de naturalismo. La combinación de vanguardia y comedia no es una novedad absoluta en la historia del arte, y ni siquiera en la del cine, pero en el contexto del cine contemporáneo y, particularmente del cine argentino no es algo para desmerecer, ya que suelen ser universos claramente separados. El problema es que siento que “el sistema Lucía Seles” no es tan eficaz ni como vanguardia ni como comedia. Entro, entonces, en ese terreno de la subjetividad extrema a la que me obliga la película por su apuesta estética.
Es admirable lo que hacen los actores, algo que es inevitable atribuir también a la marcación de la directora. Cada uno de ellos desarrolla un modo de hablar particular y una postura corporal que los hace únicos, siempre al servicio de generar una mezcla rara de incomodidad, ternura y comicidad. Sin embargo, la acumulación me generó más hastío y fastidio que gracia. Las situaciones y sus resoluciones eluden inteligentemente la parodia y el costumbrismo (aunque rodean sus bordes), pero la persistencia en la vocación por generar comicidad, paradójicamente, termina por atentar contra su propio objetivo. El humor, como la poesía, sucede o no sucede. El camino que elige Salas parece ser el correcto, porque los actores se toman en serio las situaciones y nunca “quieren hacerse los graciosos”, pero el conjunto produce una sensación de banalidad que de una forma atenta contra la comicidad. Es como si se notara demasiado que Salas quiere que uno se ría, pero no logra que uno se crea del todo la situación sobre la que se establece el gag o el absurdo. La búsqueda de lo cómico antecede a la situación y creo que debería ser al revés.
En el mismo sentido tampoco se termina de generar una empatía emocional con los personajes. La ternura está enunciada, pero no se muestra. Algo parecido a lo que sucede con los espacios. La belleza heterodoxa que la directora reivindica en ciertos lugares de la Provincia de Buenos Aires, o en cierta arquitectura de belleza no hegemónica, es una declaración de intención pero no se traduce en las imágenes. La apuesta por el feísmo, una tradición de la vanguardia, fracasa, porque no establece una forma de belleza a partir de lo supuestamente feo. La belleza se declama pero no se ve. En este aspecto, la película sufre el déficit de mucho arte de vanguardia, en el que el concepto es más importante que la obra en sí.
Dicho todo esto, aunque parezca contradictorio, me resulta imposible no festejar que exista una película argentina tan libre y original como esta. Y que sea la que abre el Bafici. Porque existe la posibilidad de que yo esté totalmente equivocado, que mis criterios para evaluar sus novedades estéticas y narrativas sean antiguos, que extrañe una idea del cine que ya no tiene sentido rescatar, que las tradiciones a las que adhiero ya no tienen nada que decir sobre el mundo que habitamos, que estamos en presencia de un cine que incorpora lógicas de las redes sociales de una manera novedosa, que la hegemonía del lenguaje audiovisual sea TikTok y que eso no sea de por sí una mala noticia. Es posible, pero no estoy todavía preparado para aceptar que así sea.
(Argentina, 2024)
Guion, dirección: Lucía Seles. Elenco: Martín Aletta, Mirta Busnelli, Gabriela Ditisheim, Javier García Pelayo, Iair Said. Producción: Gonzalo García Pelayo, Pablo Piedras, Sebastián Toro. Duración: 128 minutos.