En el tercer día de la semana consagrada al exceso de trabajo, vi cuatro partidos de la Premier League, pero también tuve tiempo de ver una película. Fue la mejor de todas hasta el momento y me gustaría recomendarla. Una de las retrospectivas del festival está dedicada a la directora Helke Misselwitz, nacida en 1947 en Zwickau-Planitz, Alemania Oriental, donde desarrolló la primera parte de su carrera. La muestra se compone de los films que realizó para la DEFA, la agencia cinematográfica de la RDA. Son largos y cortos, documentales y ficciones, pero Adiós invierno, la única que vi hasta el momento (valdría la pena asomarse al resto), es un largo documental.
Adiós invierno está filmada en 1997, es decir, dos años antes de la caída del Muro y es un retrato indirecto y poderoso de la vida en Alemania del Este durante los últimos años del régimen comunista. No es que Misselwitz se proponga hacer una denuncia, aunque los burócratas le cuestionaron que mostrara que en reino de la igualdad las mujeres fueran discriminadas. Y esa falta de una intención precisa es, justamente, lo que le da a la película la posibilidad de capturar la “poesía de lo cotidiano” como se denomina la retrospectiva. Desde luego, esa frase es de una gran cursilería, pero el secreto de la película es que logra hacer transparente la vida como pocas veces he visto en el cine o en ninguna otra parte.
Al llegar la primavera, Misselwitz emprende un viaje en tren durante el cual entrevista mujeres y les pregunta sobre su vida, en particular sobre el amor, el matrimonio, los hijos y el trabajo. No les pide que opinen sobre nada ni que hagan una generalización que exceda a cada existencia individual. Y, sin embargo, las dos horas de entrevistas en los trenes, las estaciones, las casas y las fábricas permiten la visión de conjunto de un modo de vida irrepetible. Alemania del Este en los ochenta no es como Corea del Norte, ni siquiera como la Unión Soviética, sino algo parecido a un gigantesco sistema escolar en el que el Partido y la policía ordenaban la vida de los ciudadanos sin ser demasiado ostensibles. Se les permitía comer, vestirse, alojarse, casarse, divorciarse, salir de vacaciones, reproducirse, ser más bien pobres y parejamente infelices, aunque de un modo tranquilo y sistemático. Mientras tanto, la televisión les comunicaba las buenas noticias oficiales y el sistema vigilaba que no transgredieran las reglas, como les ocurre a dos adolescentes punk que se hartan de la escuela, se escapan de la casa y y deciden vagabundear por ahí, hasta que las descubren y terminan en una escuela correccional.
Ninguna de las protagonistas que la película elige pertenece a la clase privilegiada: la de los funcionarios, los académicos, los artistas, los intelectuales, los directores de empresa. Son, en cambio, parte del verdadero proletariado de la RDA: trabajadoras rasas, por lo general ocupadas en empleos no calificados que han sufrido invariablemente con sus parejas y chocado con sus desilusiones románticas. Pero ninguna se queja demasiado, ninguna sugiere la posibilidad de otro modo de vida, hasta ese punto está naturalizada la vida bajo el Gran Orden. El que esa forma de vida, aparentemente asegurada hasta la eternidad, estuviera apenas a meses de colapsar es una de las sorprendentes paradojas de Adiós invierno, una rotunda constatación de que lo sólido se desvanece en el aire.
Pero lo mejor de Adiós invierno es otra cosa. Filmada en un prístino blanco y negro que no parece al alcance de la tecnología digital, Misselwitz logra sin recurrir a ningún adorno, a ninguna retórica exterior a la cámara, que sus personajes sean bellísimas heroínas, como si el cine tuviera la posibilidad de hacer de cada individuo una estrella. Como si la idea de Warhol se hubiera materializado en las circunstancias más inesperadas y el cine tuviera realmente la capacidad redentora de los seres y la cosas que le está negada a cualquier otra disciplina. Es imposible ver Adiós invierno sin sentir la fascinación que provoca cada plano.
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