UNA PELÍCULA PARA TOCAR
Tal vez habría que hablar de “experiencias de raíz documental” para aproximarse a los universos (a los) que (se) abren las películas de Martín Solá (1980). Caja cerrada (2009) transcurría íntegramente a bordo de un buque pesquero, observando con atención las rutinas cotidianas de los pescadores. Inicio de una trilogía dedicada a habitantes de países no reconocidos como tales, Hamdan (2013) se internaba en la intrincada geografía palestina, dejando oír en off el relato de un ex combatiente de Al Fatah, que pasó 15 años encarcelado. La segunda entrega de la trilogía fue La familia chechena(2015), donde Solá apostaba a un tour de force sumamente revelador de la clase de cine al que aspira. En dos secuencias de 10 y 15 minutos filmaba el baile místico de los musulmanes chechenos, basado en una serie interminable de repeticiones rítmicas, que apuntan a alcanzar un estado de trance. Está claro: observar durante tanto tiempo una actividad tan repetida induce a un estado cuya única diferencia con el de quienes bailan es que no se produce a través del cuerpo, sino de la mente.
Tercera y última de esa trilogía, Metok se abre con un rostro en primer plano, que mira fijamente a cámara. No de un modo intimidatorio sino posando, se diría, su mirada en la lente. Es el rostro de una joven tibetana, que se presenta al espectador. Se llama Metok y su familia la envió de pequeña a un monasterio de la India, para estudiar (hecho paradójico) medicina tibetana. Ahora, diez años más tarde, recibió una carta de su madre, que le cuenta que una vecina está por dar a luz y le pide ayuda en el parto. Teniendo en cuenta su formación (que no se muestra, pero se da por sentado que no se parece en nada a la alopatía occidental), nadie mejor que Metok para dársela. Ésta, a su vez, quiere volver a su país, ya que a esa altura extraña. Aquí surge una cuestión a la que la película apenas alude, y que creo amerita un aparte.
Patria del Monte Everest y techo de la Tierra (más de 4 mil metros sobre el nivel del mar), en 1951 sus vecinos de la China Popular anexaron el territorio del Tibet, que se sigue llamando así pero ya no es un país independiente. Grupos disidentes en el exilio bregan por su independencia, aunque más a través de declaraciones que de acciones concretas. A pesar de eso, China no se abstuvo de perseguir, encarcelar, torturar y asesinar a ciudadanos tibetanos. Es por eso que el regreso de Metok deberá tener lugar de modo clandestino. Una serie de contactos la lleva hasta un guía que, como un “coyote” mexicano, la ayudará a cruzar la frontera. Metok sería un film de aventuras, o un thriller, si a Solá le interesaran los valores vehiculizados por esa clase de films, lo cual no parece ser para nada el caso. Lo que le interesa es transmitir la vivencia de la protagonista (cuya peripecia puede ser de carácter documental o ficcional, lo ignoramos y da lo mismo), para que, como en La familia chechena, el espectador pueda hacerla suya, ser parte de ella, bailar con ella.
Sístole y diástole
Para alcanzar ese objetivo Solá invita, como lo hacía en Caja cerrada y La familia chechena, a aguzar la atención al máximo, hasta lograr con las imágenes una suerte de sintonía fina, de alianza estrecha, de lazo hipersensible que anule todo lo de alrededor y mantenga solo esa única conexión. Total concentración. Como la propia película, que se comprime a apenas 61 minutos, que parecen extenderse por una eternidad. Por eso la mirada de Metok en el plano inicial, directa a los ojos y sostenida durante varios segundos. Por eso el ritmo parejo y pausado de toda la película, la sucesión de planos de duraciones regulares, la fotografía de calidad superior (deslumbrante trabajo de Gustavo Schiaffino, DF de Solá de Hamdan en adelante), que le da textura a pieles, poros, dedos, rostros. Como si la cámara, más que verlos, los tocara o rozara. Por eso es tan sintomático el plano detalle de la mano del lama apretando suavemente la muñeca de Metok, mientras habla con ella. No vemos al lama, vemos su mano. Sombras pronunciadas de los interiores del monasterio, haces de luz provenientes del exterior, tonos de piel color bronce: la vinculación que el film construye es sensorial. Como si el ojo del espectador fuera también una mano que roza, palpa, reconoce texturas y temperaturas.
No siempre los planos son fijos y meditativos: en un extraordinario plano secuencia con cámara en mano, la cámara sigue desde atrás el paso vivo con que la protagonista atraviesa pasillos ensortijados, hasta llegar a la cámara del lama. De modo de mantener la cadencia del relato y el tono pausado que permite mantenerse dentro en él, Solá separa secuencias mediante cuadros negros. Como si las imágenes fueran la sístole y esos cuadros la diástole de la respiración del film. Dado el inmenso cuidado puesto en cada plano, su paciente construcción, la calidad infrecuente de la fotografía, alguien podría atribuir al film un esteticismo o manierismo que no pretende. Toda esa técnica de alto grado de sofisticación no está puesta al servicio del lucimiento visual, a una suerte de halago al ojo, de regodeo hedónico. Son herramientas que Solá pule para permitir que el espectador cambie de plano. Para que pase de la mera observación, de la contemplación incluso, a un estado de fusión con las imágenes. Imágenes que a su vez también mutan, cobrando un volumen que las convierte en cosas. Cosas que se conocen tocándolas. Tocándolas con el ojo.
Es obvio que, como pocos, el cine de Solá se dirige, con perdón por el pleonasmo, al espectador de cine. Esto es: a un sujeto sentado en una butaca en una sala oscura, toda la atención dirigida a esa pantalla gigantesca que lo domina por completo. Ver Metok en una compu no es verla sino presentirla, imaginarla. Aún mediada de esta manera, disminuida, empobrecida, la película de Solá, que creo es la más consumada de su obra hasta la fecha, es una experiencia que deja al espectador transfigurado. Transportado a una zona más bella e intensa, de la que indefectiblemente deberá caer.
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(Argentina, Italia, Tibet, 2021)
Dirección: Martín Solá. Guion: M. Solá y Francisco Márquez (*). Fotografía: Gustavo Schiaffino. Montaje: Lorena Moriconi y M. Solá. Elenco: Metok Lhazey, Sonam Dolkyi, Tashi Phuntsok, Tsering Chodol.Duración: 61 minutos.
(*) Si algo me resulta misterioso en Metok es la participación como coguionista de Francisco Márquez, cuyos films La larga noche de Francisco Sanctis (codirigido con Andrea Testa) y Un crimen común llevaban a vincularlo más con un cine de prosa que con el de poesía.