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DOSSIER

60 años de Bond en el cine

En el London Pavilion, el 5 de octubre de 1962, fue la primera exhibición pública de la película que en Argentina fue titulada El satánico Dr. No. Para el estreno local, en el Teatro Gran Rex, hubo que esperar hasta el miércoles 10 de abril del año siguiente.

Al indagar sobre los orígenes del personaje de James Bond es muy común encontrarse con interpretaciones que lo catalogan como el alter ego de Ian Fleming, su creador literario. Los rasgos compartidos son infinitos, desde su formación militar hasta sus relaciones amorosas. A nadie se le escapa que: el nombre lo tomó del ornitólogo que escribió Birds of the West Indies; ni que mantenía amistades a la distancia con autores relativamente coetáneos –como Raymond Chandler- que a la vez eran competidores de mercado; ni mucho menos que redactó Casino Royale con el ímpetu de agotar los recursos de los relatos de espías.

El espionaje tiene un nacimiento muy claro -y poco tenido en cuenta- en la literatura con el canto 10 de la Ilíada, cuando Diomedes, en compañía de Ulises, decapita a Dolón a hurtadillas de los dos ejércitos en discordia. Con el cine ocurre lo mismo, el espionaje nace en sus albores con El nacimiento de una nación, de D.W. Griffith, donde los espías comienzan a delatar a los blancos poseedores de indumentarias del Ku Klux Klan para eventualmente sentenciarlos con la pena de muerte.

Es por demás sabida la polémica que causa el hecho de que la familia protagonista de la película de Griffith sea salvada por miembros del KKK. También es indiscutible el argumento que todavía sostienen directores laureados -como Martin Scorsese- de que en la combinación de recursos de esa película, a la vez, se incluye una herencia, que es el mismísimo alfabeto del hacer del cine.

La Ilíada tampoco se salva de controversias morales que son contemporáneas desde hace décadas. Hay dos disputas, una general (la toma de Helena por los troyanos) que es secundaria y una particular (el arrebato de Briseida a Aquiles por parte de Agamenón) que es principal. La esclavitud de las mujeres es naturalizada argumentalmente desde esos dos frentes, pero nunca desde uno poético, con contrastes muy evidentes desde los puntos de vista de las protagonistas divinas, como Hera y Atenea.

La saga cinematográfica de 007 es heredera directa de estos aspectos. De ahí que los primeros puntos a discutir a la hora de generar debates polémicos estén fuertemente ligados a cómo trata el agente secreto a las mujeres y cómo se comporta frente a las diversidades raciales. En su primera década es capaz de abofetear a una mujer si atenta contra su vida o el cumplimiento de la misión de turno. Nunca fue una habitual en las películas, ni mucho menos en los relatos de Fleming, donde la agresión es más verbal que física. Sin embargo, esto es algo que dejó de ocurrir en manos del héroe de los relatos a partir de La espía que me amó, el largometraje que dividió a la dupla originaria de productores que dieran a luz al fenómeno en el séptimo arte, pero, ¿quiénes son ellos?

Harry Saltzman y Albert “Cubby” Broccoli son los principales responsables de que El satánico Dr. No fuera un hecho. Saltzman -canadiense y considerado como “el showman” del dúo por su bagaje circense- y Broccoli -neoyorquino con ascendencia italiana y catalogado como el conocedor “del palo” por su colaboración en los grandes estudios de Hollywood, además de discípulo de Howard Hawks, a quien conocería en el rodaje de The Outlaw, film que catapultaría a Jane Russell al estrellato- tenían una regla inquebrantable: Bond es un personaje británico, pero el estilo de sus películas debían apuntar a lo universal. Por lo tanto, y como punto de partida, las películas tenían que verse técnicamente como las superproducciones hollywoodenses de la época, en las vísperas del cierre de los grandes estudios.

Para la primera gran producción bondiana contaron con un presupuesto de un millón de dólares, que literalmente igualaba al monto invertido en el vestuario de Lana Turner en Imitación a la vida, motivo por el cual optaron por adaptar la novela de Fleming que transcurre mayormente en una locación que les permitió abaratar los costos, como lo fue Jamaica. Dr. No es el sexto relato literario de Bond, por lo que de entrada los productores se vieron en la posición de tomarse ciertas libertades al adaptar una continuidad de eventos que nunca podrían entrelazarse fielmente en su totalidad. Era necesario apropiarse del personaje desde costados diferentes, pero convergentes con la esencia literaria.

La famosa presentación de la etiqueta “Bond, James Bond” es una constante de las novelas, pese a que no tan evidente. La decisión de que fuera dicha por primera vez en el preciso instante que un primer plano exhibe el rostro de Sean Connery corrió por parte del director Terence Young, a quien siempre se le atribuyó la talla de ser el gran inventor visual de James Bond. Suele hablarse de esto como si Young se hubiera sacado todo de la galera. No es por desprestigiar su aporte, pero podemos pensar en ciertas influencias, como la de El tercer hombre. En la película, con guion intervenido por Graham Greene, se juega con la obviedad de que Harry Lime (Orson Welles) sea el personaje al que alude el título y también con la dualidad de Holly Martins (Joseph Cotten), quien suele ser confundido con su amigo. Paralelamente, la primera vez que se nombra diegéticamente el nombre de Lime corre por parte de Martins y la manera de hacerlo es como lo hiciera posteriormente Fleming por escrito y Connery en pantalla: “Lime, Harry Lime”.

A modo de excurso, añadimos que tanto Fleming como Greene eran admiradores de las obras de Leo Perutz. A Perutz, Luis Saslavsky lo adaptó en Historia de una noche, tal vez la película del período clásico argentino en donde más coinciden los elementos que tanto nos fascinan de la serie Los Simuladores. Es destacable en aquel film el rol de Pedro López Lagar (argentino nacionalizado con ascendencia española) en la piel de Hugo Morel, su figura de galán, amante del juego, los tragos y las mujeres que es desde el primer minuto el verdadero héroe del relato. En otras palabras, Morel comparte las esencias y la máscara del bon vivant bondiano. Incluso López Lagar se corresponde con el fisic du rol de Connery, con la ventaja de haberlo hecho casi veinte años antes que el escocés. Podrían decirnos que estamos hilando demasiado fino, pero pensar en la posibilidad de que tanto Broccoli, Connery, Saltzman y/o Young pudieron haber dado con una copia del film de Saslavsky, probablemente motivados por las apreciaciones artísticas de Fleming hacia Perutz, es más una hipótesis que un sueño.

No es menor recordar que la presentación “Bond, James Bond” en El satánico Dr. No de Terence Young es una imitación irónica a la presentación de “Trench, Sylvia Trench”. Trench (Eunice Gayson) es la primera conquista sentimental de Bond puesta en escena, pero es impuesta por ella y no por él. Ella va a esperarlo a él en su departamento, cuando él solo planeaba asearse y descansar antes de responder a su oficio. Los diálogos femeninos de esta primera Bond cinematográfica fueron redactados por Johanna Harwood, por lo que podemos sostener que fueron dos mujeres las que parieron a uno de los emblemas bondianos más imitados, sino el más imitado, de todos los tiempos.

Young dirigió dos películas más, la segunda y la cuarta. La tercera fue dirigida por Guy Hamilton, el otrora asistente de director de Carol Reed en El tercer hombre. Goldfinger es la entrega con la que el cine comienza a cuestionar argumentalmente a la literatura con la modificación de desenlaces y poéticamente con las sugerencias. A la vez es la primera en presentar el primer auto deportivo de Bond, el clásico y simbólicamente indestructible Aston Martin DB5.

No fue hasta Solo se vive dos veces, la quinta entrega consecutiva con Sean Connery, que la saga comenzó a pautar distancias cada vez más drásticas con el Bond literario. Es la película que termina de revelar la presencia total de Ernst Stavro Blofeld, el némesis cinematográfico de Bond (encarnado por Donald Pleasence), como también la más parodiada de todas, tomando como otro de los aspectos a imitar el hangar de la fortaleza subterránea de Blofeld, siendo este un escenario a escala diseñado por Ken Adam tan costoso como el presupuesto final de la primera película.

A destacar de los diseños de Adam: su colaboración implicaba un mayor empleo de los estudios Pinewood y esto ocurría cuando las películas contaban con los villanos más megalómanos. En su puesta de escenarios, Adam combina diseños futuristas con los de diversas tradiciones, sobre todo orientales, y a partir de esta manera se ponía en acción la representación jánica de estos supuestos visionarios.

Por diversos motivos, poniendo de frente no solo el hecho de no poder gozar de unas extensas vacaciones a causa de rodajes muy consecuentes, sino además de no poder trabajar en producciones más “artísticas”, Sean Connery rechazó la posibilidad de protagonizar a Bond en la sexta película. Hubo una gran excepción, cuando Alfred Hitchcock lo contrató para interpretar a Mark Rutland, pero fue justamente el impedimento de viajar a los Estados Unidos -para las secuencias de Miami y el Fort Knox- por su compromiso con Marnie lo que hizo que los productores se replantearan las rutinas laborales de su estrella, más cuando acababan de estrenar una tercera película superó con creces las recaudaciones de las dos primeras juntas.

Entra así en continuidad la primera gran polémica de la saga, el primer cambio de actor. El australiano George Lazenby debuta como actor en su primera y única encarnación como James Bond. Única porque, al igual que Connery, el actor renunció ante la posibilidad de protagonizar secuelas, algo en lo que los productores, sobre todo Broccoli, estaban más que interesados.

Al servicio secreto de su Majestad fue dirigida por Peter Hunt, montajista de las películas anteriores y quien demandara a los productores el cargo de director durante muchos años. Hunt estaba empecinado en hacer la mejor película posible y comenzó con una solicitud de rodaje: recurrirían poco y nada a los estudios, con énfasis en las locaciones. Contrata así a Syd Cain en vez de Ken Adam, o mejor dicho, los diseños de Cain favorecieron más a su demanda. Todo en pos de adaptar el relato en el que Bond se casa y enviuda, no sin incluir una puesta en escena inspirada en su admirado Alfred Hitchcock, particularmente por Vértigo.

La referencia cinéfila más clara está en la escena final, cuando el policía de tránsito llega tarde al asesinato de Teresa Bond (Diana Rigg), personaje que está al final de la novela de Ian Fleming, pero que nunca es descripto ni física, ni fisonómicamente y es innegable el parecido que tiene el secundario del film con Hitchcock.

Ese parecido no es inocente, los policías son inoperantes en el cine de Hitchcock, donde, como señala Ángel Faretta en el primer libro de la biblioteca de A Sala Llena Ediciones, “el oficio se vuelve oficioso, porque se trata en rigor de la profesión en sentido liberal, que usurpa el lugar del oficio en sentido tradicional”. No por nada, con Lazenby tenemos la primera vez que Bond intenta renunciar a su oficio al comprender que, a través de él, se vuelve imposible proceder con el rastro del paradero de Blofeld.

La discusión del oficio a causa de su oficiosidad es una herencia hitchcockiana muy presente en el cine de espías. Roger Moore –siendo el equivalente al Batman de Adam West en el mejor de los sentidos- apenas lo puso en continuidad, salvo algunos roces durante la llegada de la década de los ochenta y la dirección total de John Glen, quien terminara de romper la lanza en su última colaboración, con la segunda entrega de Timothy Dalton.

Licencia para matar fue el modelo a seguir para el disparador argumental de la Misión: Imposible de Brian De Palma. La organización secreta que se vuelve inoperante, oficiosa, un obstáculo para la resignación del héroe. Dalton pone en continuidad el operar de Lazenby, quien hiciera lo mismo con las figuras heróicas hitchcockianas. Esto también se volvió moneda corriente en la saga de Tom Cruise como Ethan Hunt (propongamos como segunda hipótesis que este apellido se debe al director de Al servicio secreto de su Majestad) y a la vez es un accionar imprescindible para el punto de giro axial de Top Gun: Maverick, donde el héroe debe hacer una demostración para ser reconocido por sus iguales que se mantienen como oficiosos de altos rangos en escritorios pulcros.

Con la llegada del Bond irlandés (Pierce Brosnan) se le da un cierre a la trilogía iniciada con la primera incursión de Dalton, trilogía por un tema común que es la tragedia total del oficio de espía. Con Dalton Bond pierde la fe en sus autoridades, con Brosnan las autoridades no confían en Bond a causa de Dalton. Es a partir del desenlace de GoldenEye –donde la doble faz jánica de las ilustraciones de Ken Adam se pone en escena en el antagonista- que la primera autoridad femenina de Bond por oficio, y experta en números, recupera su fe en él, obviando los discursos de “dinosaurio misógino” y “reliquia de la Guerra Fría” porque su súbdito salvó al planeta de una hecatombe financiera. Solo por eso –que no es poco, solo que exclusivamente monetario- ella le da luz verde para liberar a la bestia mooriana que hay en Brosnan: secuencias de acción con puras acrobacias y promiscuidad sin límites, aunque permitiéndose el lujo de ser el hombre más sentimental del mundo cuando la situación lo amerite y el oficio también.

A Brosnan no se le perdona su última encarnación para la saga, sus detractores no terminan de decidirse si es por exceso de refritos, imágenes computarizadas o todo eso combinado. No es lo habitual en Bond, aunque incluso en esos costados hay elementos que se han reciclado para la era de Daniel Craig.

Brosnan es el único Bond despedido por los productores, los herederos Bárbara Broccoli y su hermanastro Michael G. Wilson. La manera fue impertinente, pero también inevitable. Recuperados los derechos de uno de los dos litigios más pesados de la historia de la franquicia (el otro es el de la adaptación de Thunderball, la primera novela que Fleming había pensado inicialmente como guion cinematográfico), los hermanos ven una oportunidad que los desespera: la realización de una adaptación “canónica” del primer relato literario de Bond, Casino Royale.

En Bond lo canónico es un término lábil. Desde la primera ocasión en la que los productores se vieron en la necesidad de cambiar a un actor (en aquel entonces los Bonds renunciaban por cuenta propia), la continuidad de los eventos entre película y película se volvió más flexible que nunca. No obstante, con la entrada de Craig ven la posibilidad de que ese sea uno de los primeros moldes a romper y su primera secuela se convierte en una continuación directa de la primera, más que una aventura autónoma.

Con el 50° aniversario, se dieron el gusto de que Skyfall fuera mayormente una entrega con eventos independientes a los que le anteceden, poniendo en escena por tercera vez consecutiva a un Bond que reconoce la oficiosidad de sus superiores, pero que impone una necesidad de recuperar su tradición y devolviendo el oficio a todos los compañeros que puede, en vez de descartarlos, aunque sin perder las ironías ejemplares del personaje.

En su secuela directa, repudiada de manera muy sesgada por el regreso de personajes que son marca registrada en la galería de villanos de 007, no es el pasado el que vuelve a Bond, como es usual, sino que él lo invade y lo sabotea desde adentro. Al punto tal de que, ante cualquier gran revelación de planes malignos o de linajes familiares, él las trata como nimiedades con el fin de cumplir con la abolición de un pasado que lo atacó sistemáticamente. Por otra parte, el único personaje que comienza a imitar este gesto es justamente la mujer que se convertirá en la madre de su hija, al menospreciar la evidencia, presentada maliciosamente por Blofeld, de que su padre se suicidó con el arma de Bond.

Sin tiempo para morir comienza por primera vez con un Bond jubilado de su oficio, aquel que siempre despreció. Justo cuando está dispuesto a hacer las paces con su pasado y primer gran amor por sugerencia de Madeleine, su amor definitivo, la oficiosidad lo tienta al hacerle desconfiar de ella y triunfa. Con el devenir de la trama, Bond recupera la posibilidad de formar una familia. Un sueño arrebatado, nunca declarado abiertamente en ninguna película, incluso en esta, pero sí en las novelas -como en la primera cena romántica que comparte con Tiffany Case en Diamonds are Forever– aunque no definitivamente ya que en lo último que pudo escribir Ian Fleming, en la última página publicada por su creador de manera póstuma, Bond sabía que, aun liberándose de su oficio, o de un intento de nombramiento como caballero, en el menor intento de comprometerse a fondo con una mujer, se aburriría y buscaría otras.

El Bond de Craig es, argumentalmente, el más integral. Vimos su comienzo como agente doble cero y lo vimos morir. A esto último hay una gran cantidad de fieles seguidores de la saga que nunca lo van a perdonar, y en ocasiones lo sostienen con lecturas pertinentes. No es nuestro caso. Bond en su mejor rostro es cine, esto no implica que pueda hacer cualquier cosa. Darle un sacrificio heroico, pese a no ser nuestro final más deseado, y sostenerlo con mitos que están emparentados con muchos de los que más fueron celebrados en sus mejores momentos supera al menor atisbo de defensa por contenidismos. Un Bond que simula un pacto con el diablo, con un ente enmascarado que evade reflejos en un film repleto de espejos y logra arrebatarle su mayor deseo, un Bond que se pone en la piel de un Hércules cuando un virus intenta hacerse pasar por él, un Hércules que supera sus doce pruebas, manifestado en doce secuaces que liquida en unas escaleras durante un plano secuencia, para inmediatamente acabar con un cíclope, ese es un Bond que opera con mitos, no un oficioso.

Para regodearnos una vez más en nuestro cine nacional, ¿no le sucede lo mismo a Hugo Morel en Historia de una noche? El héroe al consolidarse se separa de su amor y de la hija que pudo haber criado, hija que, por cierto, también tiene afinidad con los conejos. De nuevo, hipótesis, más que sueños.

Aun expresándonos a favor de esta última era, particularmente de esta última trilogía que no alude a falsos realismos y combate de frente a los verosimilismos, que Bond siempre combatió, incluso cuando es festejado por “realista”, invitamos al repaso constante de cada entrega y a huir como de la peste de argumentos que tomen como punto de partida o llegada a la pregunta por qué tanto cambia el personaje según la época. Bond no ha cambiado, ha redireccionado sus apariencias frente a los obstáculos morales que se le han presentado constantemente, no sin dejar de lado la apropiación operativa aportada por cada uno de sus actores. Bond pone en ridículo a las alarmas políticamente correctas, como bien lo hacen sus madres, desde la Ilíada, hasta El nacimiento de una nación y El tercer hombre, cuando son pertinentemente abordadas. Y, por supuesto, James Bond Volverá.

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