Matangi / Maya / M.I.A., de Steve Loveridge (Estados Unidos, Reino Unido, Sri Lanka, 2018) Panorama.
Lo que hay detrás de una artista siempre resulta convocante. La idea de hacer documentales empezó con Madonna, pero últimamente vemos por Netflix y otras plataformas la necesidad de desenmascarar la realidad oculta bajo todo el maquillaje.
En el caso de M.I.A (Maya Arulpragasam) parece haber un deseo hasta desesperado por romper con el estereotipo que le impusieron. La artista comenzó a filmarse antes de ser reconocida, allá por el 2001, cuando retornó a su pueblo natal en Sri Lanka para poder recuperar su historia interrumpida (siendo una niña, tuvo que emigrar como refugiada al Reino Unido). A través de videos caseros (pero con bastante buen ojo fílmico), intenta retratar el clima de violencia allí reinante. Prueba de ese clima es el temor que se vive en su casa ante la presencia de una cámara. Emerge una pregunta: ¿Cómo habría sido su vida si se hubiese quedado?
Luego viene su carrera posterior, siendo la primer artista Tamil en cobrar popularidad y, al mismo tiempo, hablando constantemente sobre la opresión sufrida por su pueblo a consecuencia de la guerra civil. Esta continua referencia a la situación política le trajo muchísimos problemas. Se la acusó de defender el terrorismo y aún hoy tiene vedado el ingreso a los Estados Unidos por haber hecho el gesto de fuck you en pleno show de Madonna durante el entretiempo del Superbowl. Este documental, por cierto, tuvo muchísimos problemas en realizarse, con numerosas internas entre la artista, el director Steve Loveridge -que casi abandona el proyecto en el 2013- y la compañía discográfica. Acaso un síntoma de la vorágine tumultuosa en la que se desenvuelve M.I.A.
Su propia carrera artística, parece decirnos el film, es un devenir de su infancia, que la marcó profundamente. Más allá de M.I.A, hay un esfuerzo por evidenciar el estereotipo de terrorismo que encasilla y excluye a millones (la mayoría, sin posibilidad de expresarse). Al mismo tiempo, se revela cómo una industria determinada a generar felicidad no puede tolerar temas incómodos en sus pantallas. La protagonista, en tanto, repite que le resulta imposible separar su historia artística de su origen social. Tampoco tiene intenciones de hacerlo.
La Omisión, de Sebastián Schjaer (Argentina, Países Bajos, Suiza, 2017) Panorama.
Paula, una veinteañera que vemos escaparse desde la primera toma de la película, se encuentra en Ushuaia realizando changas para poder pagarse un pasaje al exterior. Lo que en principio parece una realidad muy solitaria no lo es: Paula está acompañada por una hija y un novio, los tres viviendo separados ya que no pueden mantener un hogar propio por el momento. Vemos su paso por distintos trabajos y las cosas que hace para ganar dinero, conociendo gente que ofrece ayudarla en ese ambiente sureño frío y hostil.
Los abundantes primeros planos de caras y nucas nos dan la impresión de que todo el film nos quiere meter en el enigma de Paula, tratando de descifrar desde lo que siente hasta sus motivos y reacciones. Sus silencios dejan entrever más que sus palabras. Su celular suena constantemente pero pocas veces lo atiende. El ritmo del film ofrece la parsimonia del personaje, que omite más de lo que aclara. Prevalece en el relato una desconexión constante entre mente, cuerpo y espíritu.
Teatro de Guerra, de Lola Arias (Argentina, España, 2018) Forum.
El documental de Lola Arias, que se desprende de su obra de teatro Campo Minado (actualmente haciendo funciones en el Reino Unido) pone en el mismo plano a los veteranos de la guerra de Malvinas de ambos bandos, ingleses y argentinos. Todos los veteranos son realmente veteranos y, aunque actúen situaciones vividas, no son actores. Fueron convocados para rememorar su experiencia como combatientes, desde sus perspectivas y sus recuerdos.
Arias logra primero establecer un discurso sobre el recuerdo, la manera en que nos influyó a nosotros como ciudadanos y la huella indeleble que dejó en aquellos que lo vivieron en carne propia. Queda claro que el recuerdo no es un agente pasivo sino que los acompaña todos los días. Aunque este sea su primer largo, Arias ya ha explorado la temática desde el teatro con obras como El Año Que Nací y Mi Vida Después, trabajando con la propia historia de los actantes para dramatizarlas y dar desde el pequeño relato un pantallazo a lo macro de la realidad de un país.
En este caso, contrapone dos bandos que no se entienden, ni siquiera desde el idioma, para que juntos reconstruyan eso que sucedió. Se dramatizan peleas, se arman charlas y se trata de unir cabos en una memoria que los dejó enemistados y que solo ellos pueden reconstruir. Se rescata la historia de Lou Armour, combatiente inglés que cuenta su experiencia al ver morir a un soldado argentino en sus brazos, emocionándolo al punto de avergonzarse por estar llorando al enemigo. La sucesión de dramatizaciones, entrevistas, memorias y preguntas deja claro que tanto en el imaginario personal como en el colectivo, una guerra traspasa el borde de lo tolerable para un cuerpo humano.
Minatomachi / Inland Sea, de Kasuhiro Soda (Japón, Estados Unidos, 2018) Forum.
Ushimado es una aldea japonesa cuya pirámide poblacional está invertida. Hay cada vez más gente mayor, todos dedicados a la pesca y su comercio. Soda decide entonces hacer un recorrido fílmico en blanco y negro por el pueblo, simplemente siguiendo a sus locales para que, después de la timidez inicial, cuenten sus historias. Podemos encontrarnos con el Sr. Murata o con la Sra. Komiyama, quienes con pocas y muchas palabras, respectivamente, sirven de guías en mar y tierra.
Con una fotografía cuidada y precisa el paisaje convoca y resalta. El agua y los peces que serán pescados también dan testimonio en el documental por el tiempo y esmero que Soda se toma en retratarlos. Al ser un pueblo pesquero, todo reside en ellos y en su comercio, sirviendo como nexo para que los habitantes se conecten entre sí.
Quizás lo más notable de los testimonios sea cómo todos los entrevistados se asombran de que alguien se haya interesado en ellos, que se sienten apartados del mundo. La vejez y el asumido desinterés hacia un lugar aislado por el agua despierta en nosotros un interrogante: ¿Qué será de nuestras historias cuando nadie se moleste en escucharlas?
Damsel, de David Zellner and Nathan Zellner (Estados Unidos, 2018) Competencia Oficial.
Los hermanos Zellner hicieron que un caballo rubio miniatura saliera de una caja en un western. Con apenas esa imagen podríamos decir que tomaron un género y lo pusieron patas (o mejor dicho, botas) para arriba. La historia es simple. Samuel (Robert Pattison) quiere rescatar a su damisela en peligro Penelope (Mia Wasikowska) y le pide ayuda al párroco Henry (David Zellner) para que actúe de coequiper y oficie su boda.
Con un humor constante y feroz, los Zellner se ríen de todos los estereotipos del Western, pero lo que cambian a fondo es el papel que recibe la mujer en este asunto. Frente a la hipótesis de que la chica en cuestión no necesita rescate, todos los hombres del film quedan en offside y son objeto de broma. Desde la masculinidad forzada hasta el heroísmo y el romanticismo, no quedan dudas de que la única que lleva las riendas de la lógica es la damisela, encargada de poner a todos en su lugar. Nadie sabe disparar un arma mejor que ella.
El ritmo que sostiene la película es destacable ya que encadena las situaciones humorísticas de manera tal que nos sintamos en un western, y al mismo tiempo nos revela lo ridículo de la cuestión. Sin caer en una parodia formal, hace una verdadera crítica de los lugares comunes, correspondientes a un machismo en decadencia. Las actuaciones masculinas sostienen un patetismo excelente (con un Robert Pattison sorpresivamente gracioso), y el rol de Wasikowska, si bien se sostendría únicamente en soportar esta jauría de estereotipos a su alrededor, consigue una tenacidad avasallante.
Damsel se burla de todo desde su título, pero más allá de ser divertida convoca a reflexionar sobre los roles que asumimos únicamente porque las leyes sociales nos obligan a hacerlo. Tan ridículo como un mini caballo rubio saliendo de una caja.
Eva, de Benoit Jacquot (Francia, Belgica, 2018) Competencia Oficial.
Bertrand (Gaspard Ulliel) comete plagio al robarle a uno de sus clientes fallecido el manuscrito de su próxima obra de teatro. Esto le trae fama y fortuna, pero también el estigma de que su (poco) talento no va a otorgarle otra obra como esa. En medio de su búsqueda de inspiración para salvarse conoce a Eva (Isabelle Huppert) una prostituta sofisticada cuya falta de adulación lo atrae. De tal modo, comienza a utilizarla como inspiración para su próxima obra, sin darse cuenta de que quien está siendo utilizado es él, intentando sacar del mundo del sexo pago algo más que satisfacción carnal.
Eva pretende ser un thriller de clases altas pero no lo logra. Los personajes no tienen un desarrollo significativo como para que entendamos el camino por recorrer. Hay un hincapié en la forma en que se mueven los círculos pudientes franceses pero tampoco se establece un discurso claro al respecto. Por momentos, presenciamos la decadencia de Bertrand tratando de aferrarse a este mundo pero no tenemos muchas señales de qué es lo que lo motiva, pues recorre una línea donde nada parece importarle demasiado. Isabelle Huppert hace bien su papel de mujer fría y desconectada pero sus propósitos tampoco se terminan de entender. Amén de tales inconsistencias, la película no cae en el aburrimiento. Todo el tiempo estamos expectantes, aguardando una resolución a las incógnitas. Desafortunadamente, nos vamos con las manos vacías.
© Marina Ceppi, 2018 | @marceppi
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