Exceptuando algunos cortos, José Luis Guerin llevaba diez años sin rodar un largometraje. El último fue La academia de las musas (2015) y tendríamos que irnos mucho más atrás para citar su última producción verdaderamente industrial, En la ciudad de Sylvia (2007). En el medio quedaría Guest (2010) que, como La academia de las musas, fue rodada por su cuenta, de forma casi improvisada.
Algo de esto ha sucedido también con Historias del buen valle, que Guerin comenzó a rodar casi sin pretenderlo, después de que un museo barcelonés, el MACBA, le encargase a distintos fotógrafos y cineastas de la ciudad (muchos más fotógrafos que cineastas) una obra (cortometraje o serie fotográfica) sobre un barrio determinado de Barcelona (“Una ciudad desconocida bajo la niebla. Nuevas imágenes de la Barcelona de los barrios”).
Si no recuerdo mal (o no entendí mal), el reparto de esos barrios fue algo aleatorio y casual. Como sea, a Guerin le “tocó” uno de los más alejados del centro, Vallbona (el “buen valle” del título en catalán), que, según recordaba en la rueda de prensa tras la presentación de la película en San Sebastián, recordaba haber visitado en 1977 acompañando a un amigo que estaba realizando un encuesta sociológica. Vallbona es un barrio que a lo largo del último siglo ha ido recibiendo emigrantes desde distintas partes de España, primero, y del resto del mundo, del Sur, como se dice en la película, después. Un barrio de pequeños agricultores situado al lado de un río y una acequia que lleva agua al centro de la ciudad y que, con el paso de los años, ha ido quedando encerrada entre la autopista y la vía del ferrocarril, como si se tratase de una isla alejada del mundo y encerrada en sí misma.
De algún modo, Historias del buen valle parte de esta suerte de metáfora espacial y geográfica. La película se incicia con algunas de las imágenes del corto que Guerin realizó para la exposición, filmado en Súper 8 y blanco y negro, imágenes evocadoras del agua y un tanto intemporales, ya que dentro de la película funcionan como prólogo pero también como archivo, de otro tiempo y de otro material fílmico. Se puede decir que después es cuando comienza la “ficción”, cuando el equipo realiza el casting de los habitantes de Vallbona que han de ser los “intérpretes” de Historias del buen valle.
Guerin privilegia los colectivos frente a las individualidades, filmando grupos o parejas, por más que de vez en cuando vayan emergiendo algunas personalidades muy llamativas. Por delante de su cámara pasan los viejos agricultores que hablan en catalán, los gitanos procedentes del sur de España, los portugueses, los marroquís, los indios, etc, etc, todo un crisol de culturas, lenguas y músicas, aspecto este muy importante en configuración del tejido sonoro y sentimental de la película. Este modelo en la creación de personajes Guerin ya lo había desarrollado magistralmente en su película más conocida, al menos en España, donde fue un importante éxito popular, En construcción (2001), que narraba el proceso de rehabilitación (y gentrificación) de otro barrio de Barcelona, el Raval, este en pleno centro de la ciudad.
En aquella película de hace casi 25 años se registraba el largo proceso de derribo y construcción de las nuevas viviendas, también las excavaciones arqueológicas que se habían tenido que acometer; se trataba de un proceso de transformación que recordaba a una película coetánea, No quarto da Vanda, de Pedro Costa, y que implicaba el fin de uno de los barrios más tradicionales y marginales de la ciudad, sustituido por la Barcelona moderna de los museos como el MACBA o el CCCB. En Historias del buen valle, por el contrario, no hay nostalgia ni conflicto. De un modo u otro el barrio ha podido conservar su esencia y más allá de una obras que soterrarán las vías del tren (pero que no implicarán la construcción de una estación: Vallbona seguirá estando lejos) parece que nada alterará la vida cotidiana de sus habitantes, en particular los baños en el río y las comidas campestres. Vallbona forma parte del tejido urbano de Barcelona, pero su vida, o la que privilegia Guerin, está anclada en el mundo rural, incluso con unos pequeños huertos que no responden a una moda (urbana), sino a una necesidad que se diría ancestral (algo que traen consigo los nuevos habitantes desde sus lugares de origen).
En la rueda de prensa citada, Guerin reconocía que no sabía filmar monstruos, que no podría hacer un documental sobre Netanyahu o Trump. Su querencia es otra, “filmar los afectos”, nos dice, de ahí el cariño que desprenden los retratos de cada uno de los personajes. Estamos en un territorio muy conocido en el que Guerin nunca defrauda, capaz de encontrar en una barrio en principio poco singular lo que otros han de buscar viajando por todo el mundo. Esa mirada siempre ha estado contagiada por la cinefilia (Los motivos de Berta, Innisfree, Tren de sombras), incluso en En construcción podía insertar una cita de Land of Pharaohs (Howard Hawks, 1955) que de repente le daba un nuevo significado a su propia película. En el caso de Historias del buen valle el referente es John Ford a partir de uno de los personajes de la película, un anciano que le propone a Guerin filmar un western. Cuando muera otro de los ancianos de la película, en el acto fúnebre se entonará “El valle del río rojo”, canción popular que aparece en muchas películas, entre ellas The Grapes of Wrath (John Ford, 1940), y que imprime un aire melancólico a todo segmento final, en particular al plano final, con ese río que se va vaciando de personas y que parece devolver a Vallbona a sus orígenes, antes incluso de los primeros asentamientos. La dedicatoria final a Marie-Pierre Duhamel, Luis Ospina, Jonas Mekas y Ahmad Natche incide en este tono, no tanto el de un mundo que se acaba, sino de un mundo en el que cada vez, con el paso de los años, ya tiene tanto peso el recuerdo de quienes nos han dejado como la compañía de los que siguen con nosotros.
(España, 2025)
Guion, dirección: José Luis Guerín. Duración: 122 minutos.