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#CANNES74 | Cannibalismos 10: Memoria

#CANNES74 | Cannibalismos 10: Memoria

Algo sucedió desde 2010 con la Palma de Oro a El hombre que podía recordar sus vidas pasadas para que Apichatpong Weerasethakul se convirtiera en uno de esos cineastas adorados por el público de Cannes. Sospecho que el hecho de que Cemetery of Splendour se relegase a Un Certain Regard en 2015 tuvo algo que ver. Es así que la presentación de Memoria en el pase de gala de la Competencia en la sala Lumière tuvo algo de acontecimiento y reparación, con Weerasethakul recibido con honores de estrella, uno de esos directores que se identifican con el festival y que el público siente como suyos. Apichatpong jugaba en casa y goleó, claro (me dicen que los pases de prensa fueron menos entusiastas). He de reconocer que las dos películas que más me han gustado del festival, Drive my Car y esta Memoria, las vi en sendos pases de gala, el de Hamaguchi con menos público, pero con una reacción si cabe más entusiasta que la de Weerasethakul: había algo de sorpresa y consagración en la ovación final. No hay nada como poder compartir tu entusiasmo y las largas ovaciones en pie a estas dos películas provocan una inevitable sensación de euforia, de estar viviendo un acontecimiento.

Como la de Hamaguchi, Memoria es un acontecimiento, en la Lumière o en la plataforma que toque (Mubi en muchos lugares, por lo que se ha anunciado). Que Weerasethakul se fuese a filmar a Colombia con dos estrellas europeas, Tilda Swinton y Jeanne Balibar, no auguraba nada positivo. A priori se diría una concesión a ese cine de autor internacional que ha arruinado tantas carreras. Sin embargo, ya podemos constatar que los nuevos paisajes ensanchan su cine, lo abren a nuevas perspectivas temáticas e históricas, a nuevos personajes. Por mucho que se haya anunciado que se trata de su primera película hablada en inglés, juraría que al menos la mitad de la película está hablada en español; “una película de Apichatpong Weerasethakul”, dicen los créditos 

Memoria es una película sobre el origen del mundo o, más exactamente, sobre los sonidos del origen del mundo, con la aparición estelar de una nave extraterrestre incluida (como la de Naturaleza muerta, de Jia Zhang-ke, coproductor de esta película, pero con una función más cercana a la de los dinosaurios de El árbol de la vida, de Terrence Malick). Swinton interpreta a Jessica, una mujer que vive en Medellín y que se ha trasladado a Bogotá a cuidar a su hermana, que está en el hospital. Memoria enlaza aquí con los durmientes de Cemetery of Splendour, pero también con toda una serie de proyectos de Weerasethakul sobre el sueño (su hotel-instalación SleepCinemaHotel). De hecho la película comienza ya con Jessica durmiendo y despertando con un sonido muy fuerte que parece una explosión y que ella describirá como una bola de concreto golpeando contra una superficie metálica. La búsqueda e identificación de ese sonido marcará toda la primera parte de la película, la de Bogotá, y que Jessica logrará reproducir con la colaboración de un ingeniero de sonido, un misterioso Hernán (Juan Pablo Urrego). La secuencia en la que van buscando ese sonido y moldeándolo es fascinante, como todo el trabajo con el sonido que se desarrolla a lo largo de toda la película; una película, por otra parte, dominada por los largos silencios, los planos largos y los lentos movimientos de cámara, también los de una Jessica que parece en trance. Todo este trabajo con el silencio se corresponde con un ascetismo de la imagen que ha querido huir de cualquier exotismo, con sus colores apagados y grisáceos.

La parte de Bogotá se cierra con un improvisado concierto de un cuarteto de jazz en el estudio de grabación, que corta en seco a un silencio, un plano de un museo por el que camina Jessica, un lugar sin ninguna significación narrativa, pero que apoya la musicalidad de una narración que, entonces, se traslada a la selva, en principio a una excavación arqueológica, con restos humanos que datan de miles de años. En Bogotá Jessica ha contactado con una arqueóloga forense (Jeanne Balibar), a la que acompaña en esta excavación. Será en esta zona donde, siguiendo las pistas que le marca ese sonido que golpea cada dos por tres su cabeza, Jessica se encontrará con otro Hernán (Elkín Díaz), al que el catálogo identifica como Hernán Bedoya mayor, como dando a entender que los dos Hernán son un único personaje. Todo cuanto media entre este encuentro y el final representa algo así como la cumbre de todo el cine de Weerasethakul. Son simplemente dos escenas, la del encuentro, en la que Hernán se echa a dormir a indicación de Jessica, y un largo plano en su casa en la que los dos se descubren como mediums o antenas de los sonidos ancestrales. Las películas de Weerasethakul siempre han incorporado esta dimensión fantástica, habitualmente ligada al pasado o los elementos mitológicos, algo así como una realidad paralela o alternativa. La “memoria” de Memoria es una memoria ligada a los objetos, una memoria sonora que permite a ciertas personas escuchar el pasado, no tanto revivir sus vidas como oír sus sonidos. 

La idea de la sensorialidad ligada al cine es un concepto al que se recurre muy a menudo, nunca con tanta razón como en Memoria. Si el silencio y los sonidos han inundado la sala de cine, definiendo otro espacio-tiempo que está más allá del presente, en el momento en el que las manos de Jessica y Hernán se tocan se produce un suerte de cataclismo, como una volcán entrando en erupción, solo que en lugar de lava afloran sonidos, voces, diálogos, que nos llevan, como decía, hasta los orígenes del mundo, hasta el surgimiento de la civilización. Que un mismo festival nos haya regalado en el curso de cinco días dos de las películas más importantes de los últimos años, películas llamadas a definir el cine contemporáneo, es un milagro que cuesta creerse.

Si no un milagro, la casualidad quiso que justo antes viese Serre moi fort, la nueva película dirigida por Mathieu Amalric, otra película sobre la memoria, solo que está menos sensorial o más táctil. Camille (Vicky Krieps) sale de casa, cambiando a su hijo de posición en su cama, pero sin despedirse ni de su marido ni de su hija. Monta en un viejo coche y marcha para lo que parece un largo viaje. En la gasolinera comenzamos a intuir que algo ha sucedido: han pasado dos meses desde “algo”, Camille reconoce que “los ve” todos los días… Con continuos saltos temporales, ya sean flash-backs o meras visiones o imaginaciones de Camille, poco a poco nos iremos enterando que ese “algo” fue la desaparición de toda su familia, su marido y dos hijos, en un alud en los Pirineos. Asistimos por lo tanto al duelo de Camille, a esos meses de espera hasta que, derretida la nieve, se puedan recuperar en primavera los cuerpos. Amalric siempre ha sido muy dado a este tipo de narraciones discontinuas que desafían la cronología. En Serre moi fort el efecto de estos saltos en el tiempo es puro Resnais, un plano corta a otro y encadena dos tiempos, de una forma tan sutil que la sutura es invisible y dos manos se tocan. Camille busca desesperadamente este contacto físico que solo puede obtener desafiando la dimensión temporal, activando su memoria. Película llena de este tipo de momentos, también de otros en los que se cae en la repetición, como si Amalric no supiese cómo salir de ciertos bucles, Serre moi fort es una película que hubiese merecido otro espacio distinto a Cannes Première. Sin ir más lejos, es muy superior a otras películas francesas de la Competencia, alguna protagonizada también por Krieps.

© Jaime Pena, 2021 | @jj_pena

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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