¡Buen día la muchachada de abordo! En este jueves 29 de diciembre, día de los ñoquis, los saludo con una enorme sonrisa en mi rostro, el maquillaje corrido, despeinada y a medio despertar. Es que, verán, ayer 28 cumplí 15 años de casada con mi chuchi y tuvimos la muy buena idea de tomarnos el día para festejar. Arrancamos el martes y la seguimos hasta anoche a la madrugada. Mucho vino, mucho morfi, mucho beso, mucho… de todo. Por lo que estoy más que feliz frente a la maquinola para charlar con ustedes aunque un poco, como quien dice, desalineada jajaja.
Les cuento que pensaba, hasta la madrugada de hoy, hablar con ustedes de una película de hace algunos años, protagonizada por Bruce Willis y Michelle Pfeiffer, que se adentraba en un matrimonio que estaba en crisis y que, mucho sufrimiento, comedia básica y algunas secuencias memorables de por medio, se reconciliaba.
El film se llamaba Nuestro Amor, fue dirigido por Rob Reiner y se estrenó hace bastante tiempo ya, pero no recuerdo cuándo. A mí me había gustado bastante, aunque cayera de manera casi inmoral en lugares comunes y, como estaba de ánimo para hablar de lo maravilloso que es el matrimonio y lo de en las buenas y en las malas y festejar con bombos y platillos mi aniversario también por este medio, me pareció que se ajustaba bastante a mis necesidades coyunturales. Pero, por alguna razón, anoche soñé con otra película. Igualmente, si tienen ganas de llorisquear un poco, ver a Bruce Willis sobreactuar escenas de manera más que efectiva y admirar a la bellísima y consagrada Michelle, esta cinta tiene algunos condimentos bastante esperanzadores, que la llenan de una maquillada dignidad. Yo la disfruté bastante. Gran montaje, gran ritmo, gran elección de cast.
Pero, la madrugada del jueves tenía deparado para mí, algo diferente. Anoche, después de la maratón de cena voluptuosa, regada con vino, atuendos elegantes, perfumes intoxicantes; y de las “atenciones” propinadas por mi querido chuchi hacia mi delgadísima persona (tal vez con delgada solamente estemos bien ahora, después de la maratón de comida de las fiestas) me entregué al sueño más profundo, cansado y placentero. Me acomodé y reacomodé entre las sábanas frescas, regodeándome como gatito, disfrutando de cómo se me caían los ojitos y se me esfumaba la mente rumbo a los más remotos lugares del césped onírico. No sé bien a qué horas de la noche, me desperté como con una especie de epifanía: Un Buen Año. El juego de palabras perfecto para la columna de hoy. Y una voz de ultratumba, que en vez de cantarme los números de la quiniela, prefiere decirme estas cosas, soltó “Tenés que escribir sobre eso mañana”. En ese momento sonreí tranquila, como si alguien me hubiera sacado un enorme peso de encima, vaya a saber por qué, y me volví a dormir para soñar sueños raros que incluían viejas amigas y bebés congelados.
Supongo que, la idea de escribir sobre Un Buen Año, tiene que ver con que se acerca el Año Nuevo. Sospecho que el juego de palabras me viene rebotando en el subconsciente y que, de alguna manera, tal vez por el vino y la mar en coche, pasó a mi estado de vigilia anoche, para beneficio de esta columnista que, probablemente, se hubiera embarcado en una enorme carabela rosa, si se hubiera puesto a hablar de la otra cinta y del matrimonio y del amor y de los pajaritos y las florcitas. Por suerte o desgracia, los intrincados mecanismos de la mente se pusieron en funcionamiento anoche y arrojaron esta idea que, a aquellas horas de la madrugada, parecía casi brillante. Un Buen Año, Un Buen Año… pensé y me dormí.
Tal vez porque cada año que se inicia toma la forma de una gran oportunidad, o porque por alguna razón nos sentimos como nuevos cuando todo arranca, la mística del traspaso del Año Viejo al Nuevo, está llena de imágenes que derrochan metáforas por el estilo. El cambio, la gratitud, la vida que continúa inexorablemente; para los más viejos: logro. Recuerdo que mi abuelo Darío, mi querido y extrañado más de lo imaginable abuelo, utilizaba una expresión del chin-chon cada vez que lograba ver otro año llegar. Nos enganchamos en el dos mil tanto, decía y no lo podía creer. Había vivido muchos años por encima del 2000 y él creía que había llegado al futuro, al verdadero futuro. Cada Año Nuevo brindaba y se reía de eso. Un tipo que había crecido con el siglo pasado. Había visto cómo llegaba el alumbrado público al pueblo, el primer teléfono, la primera heladera, el automóvil, la televisión, la computadora, internet… La noche de Año Nuevo, a menudo se convierte en una especie de repaso nostálgico y de puente desde el pasado, hacia el futuro, que esquiva de manera mágica al presente. Tal vez mi mente, bullanguera y afiebrada como es, hizo todos esos enlaces hasta llegar a esta película.
Un buen Año llegó a los cines en el 2006. Dirigida por Ridley Scott, lo que ya es demasiado decir, esta cinta basada en la novela homónima de Peter Mayle, encontró su protagonista en el talento exótico del corpulento Rusell Crow, un tipo que parece una especie de encarnación mitológica: mitad bestia, mitad musa. Por otro lado y completando el elenco estaban, Marion Cotillard, Albert Finney (groso si los hay) y Abbie Cornish, en los roles estelares. El film la iba de un altísimo ejecutivo de bolsa de Londres, Crow, que recibía la herencia de un tío con el que había compartido gran parte de su infancia. Un viejo borrachín, hedonista, enamorado de la vida y dueño de un chatâu y un viñedo en la campiña francesa. Un lugar que, por supuesto, era maravillosamente perfecto. El personaje de Crow llegaba al paraje a recibir la herencia y liquidarla lo más rápido posible, por supuesto, en el medio de la trama, se enamoraba locamente, se transformaba y se terminaba quedando a vivir allí. Ustedes me dirán que se cae de predecible la historia y, algo de razón tendrán. Pero siempre es bueno ver como un tipo se reencuentra con la vida, con el sexo, con el vino, con la comida, con la naturaleza y con el placer voluptuoso del disfrutar un día a la vez. Es como observar un nacimiento y esa clase de historias suelen ser irresistibles. El ritmo del film es bueno, con excelentes actuaciones, sin golpes bajos y con escenas efectivas, originales y de excelente resolución. Lo mejor, sea tal vez, la fotografía en la paleta de los marrones y los verdes secos, con un uso consiente y poético de la luz del sol y una delgada reminiscencia somnolienta, que construye Phillippe le Sourd. Llevadera, entretenida, muy divertida y, por momentos remarcablemente entrañable y sensual, esta película es, como les gusta decir a algunos críticos de café con medialunas, “un canto a la vida” (cuac). Saliendo de la broma, de verdad la película tiene una fuerza y una impronta. Es raro ver a Ridley Scott meterse con este tipo de temas, pero lo hace y muy bien. Es un verdadero maestro haga lo que haga. La historia es de nuevos comienzos y eso siempre es esperanzador. Tranquiliza el espíritu en un nivel posible, transmitiendo la idea de que nunca es tarde. Eso siempre viene bien. Sobre todo por estas fechas.
Por mi parte, hoy arranca un nuevo año de casada para mí y quiero aprovechar para mandarle un beso al hombre que me ama y que me acompaña de manera humana, amorosa y mágica. FELIZ AÑO NUEVO, MI AMOR.
Y si, se viene el año Nuevo y se va el año Viejo. Esta columnista se siente feliz de acompañarlos y de poder saludarlos a todos desde este lugar maravilloso que es A SALA LLENA ONLINE. Un sitio compuesto de gente hermosa, talentosa y de buena madera que la vida me regaló. Quiero también, agradecerle mucho al 2011, que me dio cosas espectaculares y que me llenó de vivencias inolvidables. Y me permito, con todo el respeto y la esperanza del mundo, pedirle al 2012 que por favor, él también sea Un buen Año.