A Sala Llena

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Una celebración

Una celebración

 Qué pretende uno cuando hace cine… Qué perseguimos cuando estamos detrás de una cámara y lideramos un equipo que tira para adelante, que pone huevo, que se entrega para sacar a flote una idea, un cuento, un espejismo…

 Yo ya hace rato que le contesté a mi alma esa pregunta. Sé poco de cine. Muy poco. Cuando filmo, me rodeo de gente que sí sabe. Que entiende de qué la va el oficio. Pero (y esto lo digo sin soberbia, solo con la honestidad que me debo) sí sé mucho de contar historias. De eso sí, de eso sé. Medio que nací contando historias. Recuerdo estar jugando, de muy chica, con mis amiguitos montando obras de teatro, dirigiendo los juegos, escribiendo cuentos. Me recuerdo maquillando a mis primos, dándoles indicaciones, haciéndolos entrar y salir de escena. En la adolescencia, tratando de sobrevivir al colegio, escribiendo novelitas cortas estilo Corín Tellado, para leer a mis compañeras de clase. Aun siendo bailarina contaba historias. Mi cuerpo también siempre tuvo una voz. Siempre tuve algo para relatar. Sí, soy cineasta porque quiero contar historias. Y ese es mi papel, nada más, nada menos. Es humilde y lo abrazo con todo mi ser, porque sé que ser artista, ser creador, está muy por encima de mis posibilidades. Esta fuera de mi liga. Y es cómodo este lugar, pequeño, confortable. Es liberador y humilde. Es constructor, trabajador y bajador de copete.

 Muchas veces me he enfrentado a películas que son producto del genio. Muchos de nosotros lo hemos hecho. Hemos quedado fascinados, redimidos, bautizados por un film. Y ese trance es siempre vivificante, poderoso, esperanzador. Ayer, mientras miraba Puente de Espías, pasé por una de esas experiencias y volví a ese estado de pureza y de ingenuidad absoluta que solía ganarme cuando estudiaba cine. Esa humildad que hace crecer estrellas en los ojos y mirar el resto de tu vida con esperanza perenne. Y entonces reafirmé nuevamente esa epifanía que se me presenta cada vez que veo un film de Spielberg: Steven habla cine. Steven dice cine. Steven sangra y exuda cine, antes que cualquier otra cosa.

 No voy a andarme con rodeos: Puente de Espías es maravillosa. Es sentarse a ver una película que hace que todas las demás películas palidezcan frente a su lenguaje. El amor por el cine que hay en esta obra es verdaderamente sobrecogedor y ratifica esa brecha gigantesca que existe entre Spielberg y los demás directores. Esta película articula el lenguaje cinematográfico dejando claro que, para su director, es ésa su lengua materna y no otra. Ninguna otra. No hay nada que hacer frente a él, su prodigio es inconmensurable. Y en esta nueva colaboración con Tom Hanks, articulan sus genialidades de una forma tan magnífica que deja sin aliento.

 Nadie que haga cine puede jamás evitar el baño de humildad que representa encontrarse con una cinta como esta. Una cinta en la que se encuentran apareados tantos talentos, tantas voluntades virtuosas. Todo es el inequívoco producto del camino recorrido con goce, con devoción, con honestidad, con experiencia, sí, pero también con la capacidad de asombro intacta.

 Puente de Espías es una obra maestra.

 El guion, de los Coen y Matt Charman (ya todos saben de qué la va), está estructurado al estilo de la novela de espionaje clásica. Muchos nombres, muchos cruces, mucho diálogo jugoso embutido en ambientes inhóspitos, de misterio connotado. Aun así, el humor negro inconfundible de los hermanos Coen se abre lugar de manera exquisita, sutil y extremadamente valiosa.

 Como toda la obra del director, esta cinta es espectacularmente plástica. La fotografía de Kaminski es, lisa y llanamente, inmaculada. De hecho, hay puestas que redondamente remiten a Norman Rockwell y al espíritu esperanzado, virtuoso, rayano en el puritanismo de los años 50 y principios de los 60 en Estados Unidos. Una era inocente, de ingenuo patriotismo y falsa sensación de seguridad, en la que Rusia representaba un único y formidable monstruo amenazante para el estilo de vida americano. Y en la que el odio por el comunismo era el común denominador entre voluntades de lo más heterogéneas.

 Ver Puente de Espías es asistir a un banquete en que se conjugan el amor del director por el cine, por “América”, por Capra, por la moral invencible del hombre promedio y, sobre todo, por la capacidad individual de hacer la diferencia. El viejo Steve conjuga todo su lenguaje, su oficio de artista, su amor por los actores y su devoción por la pulcritud narrativa, y enciende una chispa destellante y bella que lo ilumina absolutamente todo.

 Ver a Tom Hanks y a Mark Rylance es prácticamente prodigioso. Hasta uno se siente tentado de creer que se han vuelto verdaderos amigos durante el rodaje. Que han encontrado un código común, un punto de encuentro del que no hubo retorno y se están haciendo un picnic con sus respectivos personajes. ¡Cuánto querer a la profesión, cuánto respetar el oficio, cuánta voluntad de elevarlo a calidad de arte hay detrás de estos dos tipos majestuosos! Logran una excepcional comunión en pantalla, una trascendencia verdaderamente profunda, conmovedora, emocional. Una verdad irrefutable.

 La simbiosis de Hanks y Spielberg es de verdad asombrosa. Los consiguen, lo alcanzan, lo engrandecen todo una y otra vez. En Puente de Espías los dos pelan lo mejor que tienen, lo más puro, lo más íntegro, lo que los ha vuelto leyendas y lo sacan a la palestra con todo y enjundia.

 El resultado es apabullante.

 Puente de Espías es una oda al cine, a la actuación cinematográfica, al periodismo gráfico, a la pintura, al misterio del mundo del espionaje. Pero es, más que nada, el mejor Spielberg. El que nos hace creer en todo. El que nos alimenta de sueños, el que hace que nos sintamos inocentes y nuevos frente a la pantalla.

 Vayan a verla y recuerden siempre: HAY UNA PELÍCULA DEL MEJOR DIRECTOR DE CINE DE LA HISTORIA EN CARTEL. Y eso siempre amerita una gran celebración.

Laura Dariomerlo / @lauradariomerlo

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