Y pensar que todo comenzó con Shmi.
En estas Navidades sería bueno recordarla, ya que ella es La Virgen de La Fuerza. Anakin Skywalker fue engendrado sin mediar varón. Fue una concepción inmaculada, el gran milagro de la galaxia. El embarazo de Shmi se produjo (y no crean que no me doy cuenta de lo perverso de la sintaxis) por La Fuerza.
Fue La Fuerza quien puso en su vientre, nada menos que al hombre que la balancearía siendo a la vez Vader y Anakin. Siendo a la vez toda la oscuridad y toda la luz. Encarnando la muerte y la vida rompebarreras. Tan absoluta en su definición y expresión, que se engendró a sí misma.
Los Skywalker son los elegidos de La Fuerza. Son sus representantes más sufridos y potentados.
Y en este cierre de la saga, no es un detalle menor, teniendo en cuenta lo que acontece y ha dejado mascullando maldiciones a más de la mitad del mundo.
Rey es una Palpatine. Ese es el gran secreto de esta última trilogía. Y, aunque es un secreto doloroso, los que patalean achacándole a la Disney una terminación oprobiosa, no tienen en cuenta el triunfo absoluto sobre el Lado Oscuro, del linaje Skywalker.
Antes de que me salten a la yugular: sí, duele la extinción de la sangre. Duelen las muertes. Pero Luke deja claro que no es la sangre todo lo que los compone. Y esa es la plataforma ancha y robusta que permite desatar el más triste de los finales, sin violar la santidad de la saga. De esta antorcha de cultura popular viva que es Star Wars.
Ver morir a Han, a Luke y a Leia fue horroroso a lo largo de la trilogía. Porque duele en la infancia, porque duele en la juventud, porque duele en los sueños, porque duele en la sangre. Pero son esas muertes, esos cambios, los que permiten que la historia siga viva para siempre. Porque el linaje Skywalker no ha acabado, no importa cuánto nos digan que así fue.
Hagamos un breve análisis, que nos permita duelar la sangre pero, más que nada, celebrar La Fuerza.
El triunfo de una resistencia que se opone a un régimen de miedo, uniformador, asesino y opresor, aún cuando debiera ser el espíritu de la historia, siempre es la subtrama. Star Wars se trata, de manera categórica, de la singularidad de las personas y de lo que son capaces de hacer con ella. Claro que esos destinos están atados siempre a las nociones de libertad para todos y bien común. Aun así, los héroes son, y serán siempre, las patas fundamentales de la narrativa. Y aunque en Los últimos... parecía que La Fuerza se democratizaba, “El Ungido” como instrumento del cuento, siguió siendo su ADN, para bien.
Y el ungido es siempre un Skywalker.
Abrams subsana errores de Los últimos Jedi y retoma la solemnidad de la saga, sin abandonar el sentido de aventura. La película avanza tan contundente que casi deja sin aliento. Y termina convergiendo en un final electrizante, propio del más puro cine de acción. Y es en el final, en el que convergen todos los sentidos. Unidos en La Fuerza, todos los símbolos sembrados para nosotros, por fin encuentran su catalizador y su destino.
Es por eso que, en su dramatismo, la religiosidad del desenlace es de una belleza abrasadora.
Rey aúna todo el poder de los Jedi que han existido, contra todo el poder de los Sith. Y en esa lucha, esta tan presente Anakin Skywalker, que se te caen las medias. El hombre construido, habitado casi enteramente por La Fuerza, se vuelve símbolo tácito en ese desafío final. Es invocado y, finalmente, reivindicado por su nieto en una última acción todopoderosa.
El Emperador intenta infructuosamente asesinar a Ben Solo, que queda inutilizado por algunos minutos. Rey entonces, comienza su duelo. Duelo en el que es victoriosa gracias a todos los Jedi del Lado Luminoso de La Fuerza, porque sola no puede, no es una Skywalker. Un triunfo que convoca la idea de algo colectivo, pero que, en él sentido más superlativo de todos, se vuelve singular, cobrando la vida de la heroína. Está muerta, sin sombra de dudas. La sangre de Rey ya no vive, ya no corre por sus venas. Sus ojos inertes lo dejan tan claro que es casi desesperante. Y entonces, desde el abismo, una mano de Ben aparece en la pantalla impulsándolo nuevamente hacia “el terreno más alto”. La carne Skywalker ha sobrevivido y ratifica su condición de poder sobre el linaje Palpatine. Para bien y para mal.
Es allí cuando se sucede el gran sacrificio. El sacrificio supremo de la historia. Ben Solo, que siempre ha sido el más fuerte de esta trilogía, un Skywalker/Vader de pura cepa, en la acción más contra natura para un Jedi y haciendo gala del rango que su familia representa: la resucita, la besa y muere. Constituyéndose su acto en la victoria más importante de todas sobre El Lado Oscuro y sobre el linaje Palpatine.
Ya no hay nada más que discutir. Anakin ha balanceado La Fuerza más allá de todo sueño. Ben Solo, su nieto y heredero, puebla ahora, coloniza un cuerpo Palpatine. Lo transforma, lo vuelve del todo propio. Lo despoja de la identidad de la sangre y lo impregna de la de La Fuerza. Y en el final, los fantasmas sagrados conceden el nombre, como último acto de guerra y absoluta victoria.
Rey pide el nombre, lo quiere, lo abraza libremente. La chica que no era nadie es así, ahora, hija de todos. De Han Solo primero, de Luke más tarde, de Leia por último. La posesión es indiscutible. El triunfo devastador.
¿Qué más querían?
© Laura Dariomerlo, 2019 | @lauradariomerlo
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