Deshora (Argentina/ Colombia/ Noruega, 2013)
Dirección y Guión: Bárbara Sarasola-Day. Elenco: Luis Ziembrowski, Alejandro Buitrago, María Ucedo, Marta Lubos. Producción: Federico Eibuszyc. Distribuidora: KAFilms. Duración: 102 minutos.
El matrimonio de Ernesto (Luis Ziembrowski) y Helena (María Ucedo) no pasa por un buen momento. Aunque viven en una estancia, en medio del bosque de Salta, lejos de la ciudad, nos pueden escapar a la crisis de pareja; crisis agravada por la imposibilidad de tener hijos. En ese contexto llega Joaquín (Alejandro Buitrago), un primo de la mujer, quien debe terminar de recuperarse de problemas con adicciones. Pero el huésped, con su inquietante manera de ser, no hará más que alterar más la vida de los dueños de casa.
Deshora es un drama contado como un thriller intimista y perverso, y la directora Bárbara Sarasola-Day se encarga de imprimirle un estilo propio, que evita los clichés. Los puntos fuertes están puestos en las miradas, las metáforas y en acciones que parecen decir poco pero que significan mucho y reflejan la extraña e inesperada tensión sexual entre los personajes. Además, la directora saca provecho de los parajes salteños, especialmente los bosques, siempre con una finalidad narrativa.
El trío protagónico es lo mejor de la película. Luis Ziembrowski demuestra que su talento siempre le suma a un proyecto. María Ucedo despliega una sensualidad natural, y el colombiano Alejandro Buitrago es una revelación. Los tres encajan muy bien en el tono de la película.
El ritmo es lento y el final resulta poco claro, pero sigue siendo un buen exponente de los films que vienen haciendo los directores oriundos de Salta, empezando por Lucrecia Martel. Veremos cómo evoluciona la carrera de Sarasola-Day, que hasta el momento es muy prometedora.
Por Matías Orta
De a poco, el cine argentino, después del estallido de finales de los noventa, fue llegando al campo. Lentamente, desde las ciudades las películas viajaron mayormente al interior para encontrar allí algo que el entorno urbano no podía darles: Tan de Repente, La Rabia, y ahora muchas más como El Campo, Los Dueños y Deshora son, en cierta medida, las incursiones en un territorio todavía desconocido que las películas van cartografiando a su manera, cada una con sus propios instrumentos. La ópera prima de Bárbara Sarasola-Day muestra un lugar fuertemente organizado en torno al trabajo, en donde la autoridad del patrón alcanza tanto a los peones como a la propia esposa. Para subvertir el reinado de Ernesto, y para desarreglar todavía más su frágil matrimonio con Helena, llega Joaquín, un primo de ella recién salido de una institución que va a vivir con ellos por un tiempo. En un primer momento uno cree que el joven en recuperación viene a ser una suerte de Terence Stamp de Teorema, pero la película enseguida se encarga de señalar que, lejos de cumplir el rol de un agente destructor de lo establecido, Joaquín será el que ponga a funcionar un mecanismo que habrá de afectar tanto a la pareja como a él mismo.
La llegada de Joaquín dispara el deseo en direcciones múltiples: su presencia aumenta silenciosamente las dudas de Helena con respecto a su matrimonio, y su resistencia a integrarse a la rutina del campo representa casi una afrenta para Ernesto, que habrá de insistir en iniciarlo en los rudimentos del hombre de tierra adentro con el rigor y el cariño velado de un padre estricto. En la escena en la que le enseña a usar un rifle, Ernesto (Luis Ziembrowski en uno de sus mejores papeles) le explica que la caza es un rito profundamente humano, uno de los pocos que quedan, y allí la película exhibe una pequeña fracción del orden secreto que rige, imperturbable, la vida de los personajes: algo innombrable, que viene desde muy lejos y que habita de manera confusa en Ernesto es lo que lo hace aferrarse con desesperación a unos pocos rituales entre los que se cuenta el acto de cazar, como si el ser fiel a ese difuso resto arcaico compensara en parte su incapacidad de darle un hijo a Helena, el hijo que los dos buscan para encontrar el amor que no pueden expresarse el uno al otro. Sin embargo, el malestar que anida en los tres protagonistas no les impide tener algunos momentos de plenitud y de paz, como cuando se juntan en el muelle un día de sol para jugar y meterse al agua.
La directora tiene un oído notable para los diálogos, cada línea de los personajes suena justa, como si hubiera estado siempre ahí fundida con el paisaje. Hasta Joaquín, que habla distinto y es ajeno a los modos locales, resulta creíble, incluso cuando exagera intencionalmente su pose misteriosa. La cámara observa segura y con un pulso firme, y puede captar las tensiones entre los cuerpos y las miradas de los personajes todo el tiempo, desde las escenas de sexo hasta los momentos de reposo. Bárbara Sarasola-Day no teme acercarse demasiado al rostro de los actores, quizás porque sabe que su planificación se sirve tanto de esa cercanía (siempre peligrosa en cine) como de los planos generales que muestran la interacción nerviosa del trío y que le suman dinamismo a la puesta en escena. El desafío de la directora, uno puede adivinar, habrá consistido en capturar algo de las pulsiones que dominan a los protagonistas pero sin señalarlas, dejándolas enterradas en la imagen para que el ojo se las cruce muy de vez en cuando, como si fueran un signo olvidado que no se sabe bien de dónde proviene ni qué cosa quiere designar.
Por Diego Mate