Vista hoy, resulta un tanto inexplicable que Cuatro habitaciones (1996) haya sido tan maltratada por la crítica en su momento. La premisa es simple y remite un poco a Una noche en la Tierra de Jim Jarmusch, estrenada cinco años antes: cuatro historias, todas ellas ambientadas en diferentes habitaciones de hotel, cuatro directores distintos (Allison Anders, Alexandre Rockwell, Robert Rodriguez y Quentin Tarantino -en un momento iban a ser cinco pero Richard Linklater terminó bajándose del proyecto-) y un protagonista en común: Ted el botones (Tim Roth), quien, obviamente, remite a aquel botones de la opera prima de Jerry Lewis. De hecho, Tarantino mismo, como guionista y director pero también en su faceta actoral, explicita dicha referencia en un monólogo brillante al comienzo de su segmento, The Man from Hollywood, donde denuncia la poca importancia que se le dio siempre a Jerry Lewis y su obra en Estados Unidos.
Su personaje, Chester Rush, el “hombre de Hollywood” del título, es tal vez el más interesante de su carrera como actor, y muy probablemente sea esta su mejor actuación: verborrágico (el personaje está claramente puestísimo) y cascarrabias, Rush es una parodia del actor hollywoodense que está pasando por un momento especialmente dichoso en su carrera. Rush, que está en su habitación reunido con Angela (Jennifer Beals, a quien ya habíamos visto en el segmento de Rockwell), Norman (Paul Calderon) y Leo (Bruce Willis, quien no aparece en los créditos porque trabajó gratis y el Gremio de Actores no lo permite), recibe a Ted en la habitación y le hace una propuesta: que los ayude a recrear una apuesta inspirada en el episodio Man from the South de Alfred Hitchcock presenta (a su vez basado en un cuento homónimo de Roald Dahl) y que incluye sumas de dinero interesantes, encendedores y dedos cortados.
Tarantino narra este cortometraje de manera magistral: en una serie de planos secuencia estéticamente bellos pero también narrativamente necesarios, con un excelente uso del montaje en cámara por medio del reencuadre pero también con cortes directos y cambios abruptos en el tamaño de plano -especialmente cerca del final- ejecutados con precisión por la gran montajista Sally Menke. Hay algo decididamente hitchcockiano (en su vertiente Festín diabólico) en la manera en que Tarantino elige tomar estas decisiones visuales en un corto que transcurre en un solo ambiente, y el resultado es notable.
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