(Argentina, 2017).
Dirección: Luz Rucciello. Guion: Luz Ruciello, Celina Eslava. Fotografía: Lluís Miras Vega. Duración: 77 minutos.
No entiendo a la gente que iba al cine semanalmente
y ahora no ve ni siente nada con las películas
Uno pensaría que la cinefilia es una actividad pasiva que consiste en consumir películas a diestra y siniestra. Imaginemos a una persona, tal vez desde su infancia o adolescencia (dependiendo del grado de su compensación), sentado en una butaca e iluminada o sorprendida por lo que ocurre en la gran pantalla de cine.
Un cine en concreto da cuenta de que la cinefilia no es del todo pasividad. El cinéfilo también hurga y construye, sea por azar o a plena conciencia. Muestra de ello es el tesón del señor Omar José Borcard por construir una sala de cine para compensar una pérdida: la demolición del cine de Villa Elisa en los ochenta. El tamaño de la compensación dependerá de la edad en que el cinéfilo se da cuenta de que el cine es un lugar donde puede resguardarse y arriesgarse al mismo tiempo. Pocos lugares pueden ser tan dicotómicos como una sala de cine, donde podemos escoger una película de comedia y sorprendernos, luego de una lágrima que podríamos incluso negar, de que esa estrella de cine también puede sufrir, así sea ficcionalmente y solo por un instante.
Y el ejemplo de una comedia no es fortuito. En la programación del cine Paradiso que el señor Omar regentaba están incluidas Kung Fu Panda (2008), Legally Blonde 2 (2003) y Dos Tigres (2004). La conciencia de que una escena esclarecedora para un alma puede venir de cualquier flanco es plena y en absoluto tacaña. Esto hace que la pasión de Omar sea digna de una atención poco frecuente. Porque pasión y cinefilia se retroalimentan en esta vida planificada y enfocada en difundir cine, en compartir el movimiento emotivo de una imagen.
Y el documental rastrea esta construcción con un interés, incluso en su making of. La pasión por el cine nunca se estanca en Omar, o no es esto lo que le interesa a la película. Puede pasar por preguntas, por obstáculos y por trabajos que diluyen el motor del cinéfilo. Nada más palpable que la urgencia de dinero para que la pasión sobreviva. Pero no: el cine no es un negocio, es un modo de que el alma subsista, permanezca. Dicho así puede pecarse de romanticismo, pero incluso el reconocimiento de cuántas veces le recomendaron a Omar que dividiera la primera sala para alquilar habitaciones, con un “no” como respuesta en todas ellas, es una muestra de que todavía existen islas en medio de la humanidad. Tales islas son focos en las que lo tradicional, lo que viene cocinándose desde hace décadas y aun siglos, es un incentivo para que la percepción se ponga frente a un espejo y sea simbolizada apenas por un instante.
Si bien el documental no ahonda en tal proceso espéjico, sí rastrea la construcción obrera de los cines como si se tratara de hacer una cartografía de la cinefilia. Como diciendo: en tal punto, fueron convocadas personas por diez años en busca de esa escena que moviera siquiera mínimamente una fibra de su ser apelmazado y rutinario. En tal otro punto, volvieron a ser convocados por el mismo hombre seres humanos que mantuvieran la inquietud por la imagen posible, la imagen que nos sorprenda como a cada uno de nosotros, cinéfilos, nos ha bofeteado un gesto, un silencio, un corte, una nota que nos reafirme el porqué nos procuramos cada cierto tiempo un paréntesis a la vida.
Y como todo rastreo cartográfico, la película también es un rastreo amoroso de los orígenes cinéfilos de Omar. Desde evocar en qué lugar del cine viejo de Villa Elisa se sentaba hasta mostrar su afición por Palito Ortega, este hombre nos muestra su día a día. Como si en algún momento elidido del film hubiera ocurrido el proceso inverso de La rosa púrpura del Cairo (1985): ahora es el cinéfilo quien entra en la pantalla. La diferencia es que acá no hay pretensiones de estrellato; el hombre recorre el pueblo en carro para repartir las entradas de las funciones y difunde la información de las películas en su programa radial.
Al final, el amante de cine es un ser en expectativa. Se mantiene a la espera de que comience la película, de una sorpresa. Independientemente de que esa sorpresa se produzca o no, habrá ocurrido una comunión con dos, diez o cien espectadores al mismo tiempo. El cinéfilo es un ser paciente, mas nunca pasivo. Y no paciente en el sentido clínico del asunto. Nada más alejado, aunque la psicología nos quiera hacer creer otra cosa. Es paciente porque en la espera sabe que habrá un detalle, central o nimio, que lo haga respetar la sala a oscuras como si fuera el feligrés que acude a la misa dominical, cansado de su fe, pero consciente de que el dolor frente a la incertidumbre nos puede volver generosos con los demás en algún punto.
© Eduardo Alfonso Elechiguerra, 2019 | @EElechiguerra
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