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CRÍTICAS - CINE

Crítica: Bohemian Rhapsody, por Josefina García Pullés

(Inglaterra, Estados Unidos, 2018)

Dirección: Bryan Singer. Guion: Anthony McCarten. Elenco: Rami Malek, Gwilym Lee, Ben Hardy, Joseph Mazello. Fotografía: Newton Thomas Sigel. Montaje: John Ottman. Producción: Jim Beach, Graham King. Distribuidora: Fox. Duración: 134 minutos.

Bohemian Rhapsody empieza mostrando cómo Farrokh Bulsara (Rami Malek), un tipo nacido en Zanzíbar que vive en Inglaterra junto a sus padres y que luego será Freddie Mercury, va a un boliche a ver a Smile, la banda del “astrofísico” Brian May (Gwilym Lee) y del “dentista” Roger Taylor (Ben Hardy). Allí conoce a Mary Austin (su eterna novia) y empieza el camino por lo que será su mundo para siempre. Farrokh (o Freddie) trabaja de maletero en Heathrow pero, al abrirse el puesto de cantante de Smile, pasa a ser eso: el vocalista dientudo y bocón que la rompe en el escenario. Y de allí pasa, casi sin escalas, a formar Queen, ya con John Deacon (Joseph Mazzello) en el bajo.

Entonces empieza esta aventura que es un biopic sobre aquella legendaria banda que marcó la historia de la música pero también la historia del amor en mil sentidos. Porque claro que Bohemian Rhapsody ahonda en la huella que Queen dejó en la historia musical del mundo: sus logros, su potencia creativa, sus innovadores shows, videoclips, álbumes y canciones. Es Queen, es la eterna reina de las bandas de rock. No obstante, la película también viene a destacar la marca que estos cuatro tipos, y sobre todo el cantante, han dejado sobre la pasión: Freddie Mercury fue el amor libre y desprejuiciado, el amor por el arte, por la música, por su público, por el sexo (esta es la pata más floja del relato), por la diversión, por sus amigos y, sobre todo, por la vida. ¿O alguien ha olvidado la forma en que Mercury cantaba mencionando a la muerte cuando él sabía que se estaba muriendo? ¿Cómo no recordar la manera en que bailaba, se movía y amaba todo eso, implorando que el espectáculo continuara? Freddie era un show permanente, un show que exudaba pasión por lo que hacía: vivir. Y tocar música, claro.

En ese aspecto esta película le hace justicia a Queen como grupo, porque aunque sea cierto que es mucho más una película sobre su cantante que sobre toda la banda (era de esperarse, ¿no?), igual consigue retratar la pureza del vínculo que unía a estos músicos. “Somos familia”, dicen en algún momento del relato. Pero no, son algo distinto, son más que eso. Ellos se eligen. Son amigos. De una lealtad extrema, de una conexión profunda, de una sensibilidad compartida hasta la médula. Y lo que más emociona de Bohemian Rhapsody es ver el retrato de ese vínculo, el rasgo fino de esos lazos que unían a May, Taylor, Deacon y Mercury. El film conmueve enormemente con la reconstrucción que hace del puente que se tendía cada vez que los cuatro entraban a un estudio de grabación, pero también con cómo logra hacernos ver la intensidad de esa relación que se fundaba en la música pero la trascendía.

Es cierto que Bryan Singer (a quien echaron del proyecto cerca del final y reemplazaron por Dexter Fletcher) por momentos retrata al resto de la banda como demasiado naive, pero creo que está claro que la película intenta adoptar la perspectiva de Mercury, quien podía verlos de ese modo. Sobre todo cuando empezaba a abordar los márgenes de un sistema en el que no le interesaba meterse, pero en el que él creía que sus amigos encajaban perfecto. También es cierto que el tema de la sexualidad de Freddie se subestima (es casi imposible hablar de este artista sin ahondar en cómo su sexualidad influyó en su arte), que la película es miedosa a la hora de abordar el mundo del sexo y que todo lo relacionado con el SIDA aparece como un castigo a la vida que el cantante decide llevar adelante. Pero sucede que así lo vivieron muchas personas en esa época: la entonces llamada “peste rosa” para varios se sintió como una plaga castigo. Muchos de los que contrajeron SIDA en esos años, educados por familias que venían de un trasfondo religioso, represivo o conservador, al enterarse de su enfermedad sintieron que pagaban un precio por ser felices (felicidad que sus educadores claramente vincularían a la culpa). El film parece seguir esa línea pero no por eso apoyarla, aunque sí tal vez mostrar el modo en que pudo llegar a sentirla su protagonista. Y es que por momentos, a Bohemian Rhapsody parece contarla el propio Freddie. No por nada la secuencia inicial tiene a la cámara casi encima del cantante. Lo vemos caminar de espaldas detrás de escena. Freddie está por subir al escenario de aquel Live Aid del ’85 y por volver a tocar con sus amigos después de una separación de años. Nosotros lo vemos muy de cerca, no hay cámara desde su subjetividad pero le estamos encima. Podría decirse somos y no somos él: caminamos el trayecto hacia el escenario viendo a la gente que se cruzó en el camino, la cortina cerrada y esa multitud extasiada detrás. Y saltamos nerviosos antes de entrar.

Esa identificación está, de allí que se vincule tanto la etapa de apogeo, éxito y felicidad de la banda a la porción heterosexual de la vida de su cantante. Por tanto, enoja que se deje para la parte donde él empieza a vivir más libremente todo lo negativo que le sucedió. Sin embargo, no pienso que (como se ha dicho) la película sea homofóbica, aunque por momentos sí resulta llanamente estúpida. En esos segmentos el relato peca de tuerto, de querer seguir una línea narrativa imberbe que termina por fagocitar el rico núcleo de la historia que no es otro que el de cuatro tipos reunidos para festejar a través de la música. Y eso se nota más que nada en las escenas que nos muestran a los integrantes de Queen juntos, especialmente en algún estudio de grabación o sobre el escenario. Cuando Queen es Queen -esa familia que no era Mercury y tres más sino cuatro amigos- Bohemian Rhapsody celebra de la misma forma en que, por ejemplo, celebraba Excursiones de Ezequiel Acuña pero, en este caso, con una bazuca hacia la sutileza. Ambas son una celebración de la amistad y, entonces, del amor.

Y a todo esto se suma Rami Malek, cuya interpretación de Mercury es de un nivel de compromiso y obsesión impecables. Malek da miedo al principio (parece que la prótesis dental va a comérselo vivo), pero a los diez minutos de película su actuación empieza a brillar, a extasiar. Su cuerpo es el de Mercury, sus movimientos son cada vez más perfectamente los del cantante. Y el resto del casting es impecable también, porque más allá del parecido con los integrantes de la banda, cada actor tiene una especie de timing ideal en sus intervenciones, aún en las escenas en que el guión –a cargo de Mc Carten- se pasa de malo. Justamente, quizá el guión tenga la mayor culpa de los momentos más patéticos del film (aquel en donde Freddie se festeja su creación mientras escribe, por ejemplo), pero también es responsable de hacernos reír varias veces (en realidad potenciadas por el perfecto timing de Malek, de Gwilym Lee o de Tom Hollander en la piel de Jim Beach).

Por eso digo: Bohemian Rhapsody tiene cientos de problemas (empezando porque no se aparta un centímetro de la típica fórmula biopic: inicio humilde, descubrimiento, éxito, crisis egomaníaca, redención), pero también tiene algo que la enaltece, y eso es la manera en que retrata las distintas formas de amor que rodearon a Freddie Mercury. Con la amistad a la cabeza (entre compañeros, entre ex novios), el relato nos regala lo que más nos gusta ver en este artista: su pasión por el momento en que se mostraba; por ese instante en que vida, amistad, música y público acontecían al unísono. Entonces él era feliz, entonces sucedía Queen, y entonces disfrutábamos todos.

 

 

 

© Josefina García Pullés, 2018

Permitida su reproducción total o parcial, citando la fuente.

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