(Reino Unido/ Francia/ Estados Unidos, 2015)
Dirección: Justin Kurzel. Guión: Jacob Koskoff, Michael Lesslie y Todd Louiso. Elenco: Michael Fassbender, Marion Cotillard, Sean Harris, Elizabeth Debicki, David Thewlis, Jack Reynor, Paddy Considine, David Hayman, Ross Anderson, Lynn Kennedy. Producción: Emile Sherman, Iain Canning y Laura Hastings-Smith. Distribuidora: Diamond Films. Duración: 113 minutos.
Los escarnios de la ambición.
Todos los que en su momento vimos Snowtown (2011), la visceral ópera prima de Justin Kurzel, augurábamos un gran futuro para el australiano y deseábamos que su siguiente opus llegase pronto. Como suele ocurrir en nuestros días, pasaron los años y no había mayores noticias de su regreso: nadie podía predecir que su segunda película sería nada más y nada menos que una traslación de Macbeth de William Shakespeare, un proyecto que a simple vista parecía un tanto alejado del microcosmos claustrofóbico de su debut. Luego del visionado uno debe rever la posición porque efectivamente el director se las ingenia no sólo para dar nueva vida a la archiconocida obra, sino también para adaptarla a su idiosincrasia.
Si sopesamos las interpretaciones anteriores del texto, percibiremos que aquí la tragedia familiar pasa al primer plano y se termina comiendo al relato aun por encima del clásico entretejido de la traición gubernamental, la demencia y el ansia irrefrenable de poder. Otro enroque muy importante lo hallamos a nivel de la contextualización dramática, ya que mientras que antes primaban las intrigas secretas y la fastuosidad de los palacios, hoy son los páramos desérticos de una Escocia corroída por las guerras los que desarman de a poco la dialéctica detrás de las prerrogativas individuales de los protagonistas, así la puesta en escena del western y su fatalismo se amoldan con facilidad a las necesidades de la historia.
Más allá del maravilloso trabajo del realizador en lo que respecta a retomar la rusticidad de la fotografía de Snowtown y privilegiar los soliloquios más reveladores de la angustia shakesperiana, claramente el desempeño del elenco juega un papel fundamental en la cadencia hipnótica que enmarca a Macbeth (2015) en general: tanto Michael Fassbender como Marion Cotillard, en los roles centrales, demuestran que con sutileza y perspicacia se puede obviar el catálogo de estereotipos que arrastran personajes interpretados hasta el hartazgo en una infinidad de ocasiones alrededor del planeta. Una vez más la profecía de unas brujas lleva al antihéroe del título al asesinato del rey y luego a la maldición del trono.
Resulta indudable que Kurzel no se deja intimidar por el material de base y vuelve a lucirse en cuanto a la dirección de actores y la profusión de alegorías del errar humano, ampliando su rango estilístico (sin perder su identidad ni esa furia etérea que lo caracteriza) y logrando posicionar a su film a la par de las excelentes adaptaciones de Akira Kurosawa de 1957 y de Roman Polanski de 1971 (aquí la culpa paradigmática y los escarnios de la ambición se superponen a los traumas post-bélicos). Macbeth constituye un verdadero arrebato a los sentidos y uno de los convites más poderosos y coherentes de los últimos tiempos, capaz de yuxtaponer la desesperación del campo privado a la virulencia y el dolor del yermo inerte…
Por Emiliano Fernández
Adaptar o no adaptar, el eterno dilema.
Cuando Shakespeare escribió que “todo el mundo es un escenario y todos los hombres y mujeres, meros actores”, no estaba siendo del todo justo. Por supuesto que, como hace la mayoría de los poetas la mayor parte del tiempo, estaba hablando metafóricamente, y es así como debe leerse: no como una verdadera afirmación sobre la teatralidad de la vida sino como una imagen que nos interpela para pensar en la naturaleza de la misma. Pero aún así, una lectura literal también ofrece una observación interesante: ¿qué ocurriría si toda escena de la vida contará con la teatralidad de las artes dramáticas? Quizás entonces las adaptaciones de las obras de Shakespeare a películas serían menos desafiantes, y por lo tanto mucho mejores.
La última adaptación de Macbeth, dirigida por Justin Kurzel y protagonizada por Marion Cotillard y Michael Fassbender, tiene algunos grandes aciertos. La fotografía, a cargo de Adam Arkapaw, es impecable sin ser demasiado prolija, con una cuota de innovación que la hace destacable. Todo plano parece no una foto sino más bien un cuadro, con un uso de luces amarillas y naranjas que crea un clima en el que uno rápidamente se encuentra envuelto. La cámara lenta, usada en los momentos más dramáticos y dinámicos de la historia, ayuda a crear esta atmósfera. Allí está el mayor logro de la película: el de crear una suerte de halo de misterio. Al final, la iluminación termina contando más sobre la ambición y la culpa que atormenta a Macbeth que las palabras de los mismos personajes.
Pero el conflicto que hace que la película no pueda ir mucho más allá de sus triunfos visuales es, justamente, el de la lentitud con la que se desarrolla el conflicto de la historia. En lo que falla Kurzel es en su entendimiento de la lógica teatral, en saber leer los tiempos de una obra cuyo ritmo atrapante claramente no supo capturar. Es aquí donde las mismas palabras de Shakespeare son pertinentes: la vida no es un escenario porque lo que sucede arriba de él tiene reglas propias, reglas que, en esta adaptación cinematográfica, no se supieron comprender. Porque la realidad es que la película en ocasiones es, lisa y llanamente, aburrida. Hay una solemnidad que reina en cada escena que no se corresponde con el tipo de obra que Shakespeare escribió, donde el espectador era un hombre común que se maravillaba ante cada giro en la trama. En soliloquios tan fantásticos como el de Lady Macbeth -“ni todos los perfumes de Arabia endulzarán estas manos”- el tono es el mismo que en el diálogo mucho más irrelevante de dos soldados a punto de luchar. Pareciera haber un profundo desinterés por los ritmos detrás de cada línea, lo cual hace que todo suene igual y nada sea particularmente interesante.
Macbeth es un claro ejemplo de cuán difícil puede ser adaptar un clásico teatral, donde cierta similitud entre el teatro y el cine puede engañar a cualquier descuidado y hacerlo creer que no es necesario tanto trabajo en una adaptación. Pero lo es, y para que la misma sea exitosa del todo, no solo es necesario entender el lenguaje cinematográfico, sino también el teatral.
Por Verónica Stewart
Una hermosa guerra.
Las obras de Shakespeare se han interpretado incontables veces. Cualquiera que las haya leído puede comprender las razones por las que, aunque hayan sido escritas cientos de años atrás, siguen tan vigentes. Los temas que tocan están intrínsecamente relacionados con el ser humano, siendo la venganza, la pasión y la locura quienes comandan nuestras decisiones. En este caso, el director australiano Justin Kurzel decidió volver a presentar la gran historia de Macbeth.
Los dos personajes claves son Macbeth y Lady Macbeth: sin buenos actores que hagan suyos estos roles, todo se desmorona. Por suerte, Michael Fassbender y Marion Cotillard fueron los elegidos para interpretar a la famosa pareja. La francesa Cotillard es por momentos la frialdad y la manipulación personificadas, y su inglés es tan perfecto que parece sacada de la época de los Tudors. Mientras tanto, Fassbender es la desesperación y la locura. Juntos brillan, se mueven en perfecta sintonía y a pesar de las atrocidades que ambos cometen, logran generar empatía por la pareja.
El punto más flojo del film es el diálogo. Por momentos las palabras arcaicas terminan siendo casi incomprensibles cuando son pronunciadas por los actores. También sucede que las frases tienden a parecer monótonas y sin mucha inflexión, quitándoles un poco de vida. Pero esta versión de Macbeth logra ser memorable. Cuando tantas veces se ha interpretado la misma historia, resulta difícil hacerlo de una manera original y destacable. Kurzel logra hacerlo y con creces. La película es tan bella como impactante visualmente. Cada toma parece ser un cuadro perfecto donde cada detalle ha sido pensado y elegido con un propósito en mente.
Las escenas bélicas son una explosión de color que aumentan su vertiginosidad y la llenan de belleza. Macbeth y el resto de los valientes luchadores pelean por momentos en slow motion y en otros la sangre corre por doquier. La violencia, la lucha, las espadas y la misma sangre no son mostradas como suele hacerse en tonos oscuros y lúgubres, sino con colores vivos como naranja y rojo. Es algo asombroso e inolvidable de ver porque Kurzel ha logrado convertir la guerra en algo hermoso visualmente. Los colores opacos han quedado relegados para las escenas en el castillo, para la rápida e inevitable caída de Macbeth a la locura y para la soledad y depresión de Lady Macbeth. Como escribió Shakespeare en Macbeth: “Lo hermoso es horrible y lo horrible hermoso”.
Por Eliana Giménez